miércoles, 14 de abril de 2010

El Sendero del Bronce 5


El Fortín de Migaldías:



Un factor clave para que la población argárica ejerciera un perfecto control de la Cuenca del río Rumblar extrayendo, sin excesivos contratiempos, el mineral de los filones metalíferos, es la presencia de un número considerable de fortines. Por lo general, como es el caso que nos ocupa, se trata de recintos de forma oval a rectangular, con gruesos muros (hasta metro y medio), levantados sobre la roca natural y con un alzado de entre seis y ocho metros. La estructura muraria estaría reforzada por macizas torres y bastiones situados a intervalos regulares. El perímetro estaría techado por una especie de empalizada de madera, quedando el interior al aire libre en función del registro arqueológico recuperado.

Como espacios de control del territorio, se sitúan sobre altozanos con amplia visibilidad sobre los pasos que desde el valle conducen a la cuenca del río Rumblar. Asimismo, se erigen como centros de comunicación con los poblados centrales como Peñalosa, el Cerro de la Obra o el de La Verónica, al noreste. En este mismo entorno podemos localizar otros fortines cercanos como es el caso de El Mesto, Santo Cigarro o el Cerro del Salcedo, también ocupados, algunos de ellos, en época posterior romana.

Su población, muy reducida, desempeña un papel estrictamente defensivo en una sociedad que se muestra paulatinamente más bélica a juzgar por el aumento y proliferación de la tipología armamentística hallada en los yacimientos excavados –hachas planas, puñales, cuchillos, puntas de lanza y flechas, o espadas, algunas de un tamaño sobresaliente. La comunicación entre fortines y poblados se haría, casi con total seguridad, mediante fogatas.



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Los Ferrumblaruscos además de ser expertos mineros y metalúrgicos, sabían como utilizar esas armas frente a posibles enemigos ayudando así a defender su poblado y su territorio. A diferencia de los Mazacotuscos, que eran fundamentalmente agricultores, aquellos vivían en altos cerros escarpados, fuertemente amurallados y defendidos por fortines estratégicamente dispuestos, que les permitían controlar sus tierras y extraer, del interior de la tierra negra, las piedras de colores con las que hacer las armas de metal.

En sus fortines mantenían constantemente encendida una fogata que les permitía, mediante mensajes de humo, avisar de la presencia de forasteros o de la llegada de enemigos a los grandes poblados como Peñalosa o La Verónica. La población de estos fortines estaba formada por unos cuantos valientes guerreros, fuertemente armados con largas lanzas, pesadas hachas y afiladas espadas que llegaban a medir lo que el brazo de un gran hombre.


En aquellos tiempos de torres humeantes, los ferrumblaruscos llegaron a ser un pueblo temido. Pero hubo otros hombres, de más al sur, que experimentando con la mezcla de piedras rojas y plateadas, lograron fabricar armas mucho más duras y resistentes. A consecuencia de ello, los pueblos de alrededor dejaron de comprarles armas y las piedras azules y verdes perdieron su valor, por lo que fueron abandonando sus cerros amesetados en busca de tierras fértiles, más al sur, y bañadas por otros ríos, en donde el grano de trigo crecía fecundo y en donde las armas ya no eran tan necesarias ni tan valiosas.








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