martes, 23 de abril de 2019

23 de abril

En aquellas vísperas, si la casa materna se vestía con el manto de la tragedia, como ocurría con la temprana muerte de un familiar cercano, el pueblo tenía por costumbre alejar del hogar y por unos días a los chiquillos. Fue por entonces, y en el altillo de mi tía Rafaela, cuando una ancha canasta olvidada, repleta de tebeos y polvo, me abrió de par en par el mágico misterio de la lectura. A los primeros e iniciáticos cuentos infantiles se sumaron un puñado de novelas del oeste que envejecían pacientemente en la cámara de mis abuelos, un ramillete de hojas amarillentas y roídas, un recuerdo toscamente grapado con un alambre oxidado por los muchos años y el abandono paterno. Y vinieron después escritos que rezumaban intrigas y aventuras, inquilinos de una pequeña y oculta biblioteca que se abría hueco en el minúsculo y ordenado despacho de la directora del colegio, doña Anita. Y aun siendo aquellos años y con aquellos pueblos campo en barbecho para las letras, “La Isla del Tesoro”, “Los Viajes de Marco Polo” o “Viaje a la Luna” vinieron a consolidar un poso ya inevitable, una necesidad que me encarriló por el insaciable camino de hilvanar palabras.



miércoles, 17 de abril de 2019

Semana Santa

Con los primeros balbuceos de la primavera llega la semana más sacra, un epílogo del ya desmadejado invierno que se descuelga con la primera luna. Una metáfora resumida en unos pocos versos, una octava real que encierra en sus rimas las constantes del ciclo vital de la tierra, de la rueda de la historia y de la vanidad del hombre. En realidad y desde mi rincón desmemoriado, la recuerdo como un alegre bullicio, como un dulce equinoccio preñado de un excepcional repertorio de la mejor repostería casera.


martes, 2 de abril de 2019

Chiquillos

Arturo, sentado sobre un amago de taburete, un contenedor chico de pan, amarillo y desvaído, dibuja seres de todo pelaje apoyado sobre una mesa provisional, un carro de mayor tamaño de un gris descolorido. Por compensar el desajuste, Juan Manuel no para de correr describiendo diferentes y extraños círculos, deformes, como un autómata sin rumbo. Cuando cae y llega el primer porcino, duro como el pedernal y sin hacer amago de llorar, cambia el tercio y se sube a una bicicleta pequeña, sin pedales, que lo lanza como una exhalación. Un nuevo encontronazo le obliga a mudar y vuelve a los trompicones pedestres que le duran hasta una nueva caída, lo suficiente para volver una y otra vez al vehículo rodado. Naiara, en silencio, tan ajena al tumulto como lo está su primo mayor, se inventa una y cien aventuras que con cierta picardía deja traslucir su cara. Sus manos, ajenas a los desatinos de su mente, ordenan piedras de diferentes colores y cachos de herrumbre, los coloca con paciencia en una vieja caja metálica que originariamente contenía carne de membrillo. Por su parte, Catalina mantiene una perorata ininteligible con ella misma: ahora simula regañar a los demás moviendo enérgicamente las manos, pero sin mirar a ninguno en concreto, ahora se reprende a si misma. Claudia, desde una silleta y al calor del horno, observa sin más el trajín del resto, hace unos instantes que dejó de llorar y mira a unos y otros como quién descubre un mundo nuevo en cada ademán que realizan los primos.