jueves, 11 de abril de 2024

Maneras de vivir

Casi de siempre, desde que siendo bien chico conocí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada uno de sus recovecos para descubrirme e identificarme con el terruño que aquellos modelaron hasta hacerlo suyo. Con esa querencia, he perseguido cualquier hilván de pizarras que, pese a estar callado me susurrara sus enigmas, he mirado en el descosido de toda charabasca por si ocultaba un ripio enmudecido y he husmeado en el interior de cada hormazo de piedra para tirar del hilo que tejiera cualquier historia. Y haciendo de esta manera, el otero de La Verónica no quedó ajeno a un trajín tan ilusionante. Tan cotidianas como la ‘rociá’ que brilla con el primer hilo de luz de la mañana, aquellas sencillas corralizas me insuflaron el suficiente ánimo para no abandonar unas inquietudes tan prematuras.

En el lugar, de muy zagal y del báculo de mis mayores, aprendí a caminar sin un ápice de vértigo por la estrechez de la herradura del río y a salir del barranco sin que se me quebrara el aliento. Después, mucho después, cuando supe de terrazas, acrópolis y fortines, con los ojos como rastros diseccioné cada palmo de tierra, desentrañé cada ripio de piedra y, con cada tiesto, creí experimentar lo que pudieron sentir nuestros ancestros al manipular una pieza, la que para ellos era un útil cotidiano. Busqué y mil veces busqué… una roca bermeja, ancha y abarquillada para moler grano, una espiral tallada en una estela o una cazoleta horadada en la roca, ¡qué aún no he llegado a saber qué demonios simboliza! Pero también hurgué allí donde pudiera haber un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, la quebrada forma de una tulipa o el toque aristocrático de una copa funeraria…, y al fin con la ilusión de sentir cómo empuñaron una alabarda o se ataviaron con una diadema de plata. Me encaramé a un bastión, supuestamente inexpugnable y ahora doblegado por el peso del tiempo, y oteé su horizonte. Zigzagueé por sus estrechos e imaginarios adarves sin presentar batalla y quise divisar sobre un altozano distante cualquier señal de alerta, una estela de humo que se elevara entre una cohorte de pavesas.

Pero, inmerso en aquel desatino, no fui capaz de desentrañar la esencia verdadera que les dio aliento. Fue tarde, quizá en el ocaso de un silencioso día de otoño, cuando aprendí a detenerme un instante, sentarme sobre una peña y observar cada detalle del entorno, por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de experimentar lo que aquella gente sintió al comulgar con la naturaleza que los envolvía; fue entonces que disfruté de algo tan sencillo como el horizonte por donde mana el río, un paisaje que se retuerce una y cien veces huyendo hacia un norte que se difumina en la memoria de los tiempos. Quiero creer que fue entonces cuando descubrí las bondades del viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.

De tanto observar a la acrópolis nunca antes vi lo que se derramaba a su vera. Colgado del barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras, sus pozas y sus bancales, como una extensión diacrónica del poblado argárico. No supe verlo, Y como si fuera un eco atemporal del viejo martillo minero, allí estaba la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Cicatrizados sobre la roca, aquellos versos siempre estuvieran así de cerca, como una huella imperecedera, casi eterna, pero no supe verlos. Mi criterio histórico me dice que el huerto, con su corraliza de cabras, fue después que el poblado argárico de La Verónica, pero lo cierto es que el uno y el otro siempre fueron, porque responden a una misma manera de convivir con la naturaleza. Esas formas de hacer, de construir, no son un modo cultural que responda a un momento histórico concreto, en verdad es la manera de proceder que nos impone esta tierra, tan áspera y tan difícil de doblegar. Desde los comienzos de la humanidad hubo unas directrices para lidiar con este pellejo serrano, las que dominaban los pobladores de La Verónica y los constructores del huerto de la ‘Bizca’, pero también la conocían a pie juntillas los que armaron el rajal de las colmenillas, las torrucas de roza y merinas o los ranchos carboneros. Con el tiempo, triunfó la desmemoria y una supuesta racionalidad que no tiene nada de humanidad y sí de expolio. Doblegamos unas maneras de hacer e, imitando al norte, perdimos el sur. Como paquidermos, penetramos en la rueda de la productividad, en el mecánico hastío de la rutina diaria, en gastar, tirar y quemar, y nos dejamos llevar por la filosofía del despojo. La tierra siempre nos dictó sus normas, pero ahora las repudiamos y las silenciamos en la ancha papelera del escritorio.

Se nos enseñó a correr para llegar lo más lejos posible…, pero en el camino perdimos la humanidad y el criterio que nos permitía diferenciar la verdad del autoengaño. Y como idiotas seguimos perdiendo el tiempo, y hasta la vida, queriendo adelantar a los demás.

Inmersión en la pecera, / inmersión en tu pecera, / inmersión en mi pecera. / ¡Listos para la inmersión!

Derribos Arias






sábado, 6 de abril de 2024

Al hilo del castillo y los dislates de Patricio

Al hilo de los asuntos de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, aunque sin ningún sentido geopolítico para el momento histórico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una compleja partida de ajedrez disputada a todo lo ancho del pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada opinión, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada ‘cascarro’, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le damos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado. Aunque, para hacer honor a la verdad, hay que dejar negro sobre blanco que sus paredes acogen un buen número de singularidades iconográficas.

Y estando con aquellas trapacerías, nos dio por echar la mirada a los capiteles que se distribuyen por el área de poniente de la fortaleza (3) y barruntar cualquier dislate con poco cimiento. Se ha escrito (Arboledas, Román, Padilla y Moya, 2014) que pertenecen a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), es decir, una edificación que, a modo de capilla, estaba consagrada a una deidad. En la misma se depositaban pequeños exvotos de barro, toda clase de anhelos y una promesa en firme, aunque esto último es de mi cosecha. Si admitimos el argumento de la estela o ara votiva, que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, hemos de dar por bueno que fue patrocinada por una tal Felicia y que sus capiteles, cronológicamente, estarían catalogados entre los siglos I y IV. Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos parece improbable enhebrar algún hilo que nos aporte respuestas, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que, a modo de migajas de pan, nos ponen en vereda. Ítaca está cerca. Así es, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tantos usos, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el ‘Laero’. Cierto, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los bardales medianeros, los que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversas piezas de un fuste tallado en granito. Por otra parte, hasta no hace mucho tiempo, tan poco que no ha habido lugar para dos cosechas, un fragmento muy similar se encontraba junto al Camino Romano, donde formaba parte de los sillarejos que encorsetaban la portera de acceso al olivar colindante. En la misma línea, idénticos a todos estos, otros dos fragmentos todavía reposan en la Huerta de Penecho. Estas últimas porciones eran parte del lote de piedra, sillares y tambores de pilastra extraídos de la iglesia de Santa María del Cueto, la que se duerme hoy a la vera del castillo y bajo el polvo del olvido, y que adquirió la familia de Luciano Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta.

Por el contrario, no hará más de tres lustros y en la calle Fugitivos, sobre la grada que antecedía a la casa de Nicolás, se encontraba un fuste completo que, volcado en horizontal, hacía las veces de asiento. Siendo de granito, como los anteriores, cuando los capiteles están tallados en roca arenisca, puede parecernos una extraña conjunción arquitectónica, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos semejantes. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en la singular ciudad romana de Munigua, o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).

Dándole vueltas al asunto, Patricio opina que los fustes podrían tener su origen en las canteras de granito de la vecina dehesa de Burguillos, en Bailén. Lo dicho, lo mismo yerra… pero igual no. ¡Pero es que hay veces que tiene cada desatino!

Y metidos en faena, ¿de qué iba aquello de la decoración que presenta el castillo?

Remirando una y otra vez los muros del castillo, el elemento iconográfico que más llama la atención es la flor de cuatro pétalos que figura en el frente de una de las torres del mediodía. Así nos lo certifica la aglomeración de turistas, que no viajeros, que de cotidiano la envuelven mientas reciben las correspondientes explicaciones. Pero no son de menor interés el zigzag que, contracorriente a la norma, se despliega en vertical junto a la ‘almena gorda’, o lo que parece evocar una alineación de varias cruces de San Andrés, cuando en realidad se asemeja más al eje vertical de una sebka. En el interior y si nos dejamos llevar por el único ojo de Patricio, que no tiene mal tino, también podremos observar lo que parece una espiga de cereal y una cruz que coronaba un enterramiento infantil, pequeña, aunque de anchas proporciones. Mientras tanto, al exterior, en un lienzo de la muralla que mira al mediodía, una pieza diminuta ornamenta el enlucido. A simple vista parece un sencillo ‘capitelillo’ fuera de lugar y sin sentido explicable, o al menos a esas cuentas llega mi báculo.

Dejando a buen recaudo estas ovejas negras, que más parecen renglones torcidos de la norma, lo que mayoritariamente observamos es el ‘esqueleto’ de un falso despiece de sillares, un querer simular lo que realmente no fue: un muro de sillería. Sobre el enlucido de cal, como trazadas con tirolina, aparecen un sinfín de franjas verticales y horizontales, que no se cortan entre sí, formadas por la acumulación de pequeñas incisiones oblicuas, como si se tratara de un zigzag múltiple y continuo. De una anchura más o menos homogénea, o al menos así es la mayoría de las veces, se reparten por toda la fortaleza, tanto interna como externamente. La función real de estas franjas incisas era dar mayor agarre a una segunda capa de cal, un encintado horizontal y vertical superpuesto que, en suma, daría lugar a ese falso muro de sillares. Totalmente blanco, podría recordar el ‘opus cuadratum’ romano. Con todo, aun así, aparecen algunas otras singularidades que se empeñan en romper el patrón. Así sucede con la acumulación de varias líneas verticales de delgadas líneas incisas, sobre todo presentes en algunas torres del frente norte. En este sentido, la buena intuición de Patricio nos lleva a observar hasta un conjunto de cuatro franjas paralelas, las unas junto a las otras.

Pero puestos a lo que vamos, que no tiene otro fin que poner sobre el tapete aquellos elementos del castillo que podrían parecer dislates, a Patricio no le falta intuición para dar con ellos. Y estando con esas, cierto día de unos meses atrás, mientras la perrilla me paseaba y uno iba argumentando chismes a mi chiquillo, dimos con un desatino que me pareció de mucho interés, aunque sólo fuera por aquello mismo, por ser el postrero. Se trata de un doble y singular ‘alquerque de doce’ dibujado en vertical sobre el enlucido de un cajón del lienzo de muralla. ¡Vamos, para entendernos por aquí, lo que en Baños llamamos la unión de dos tableros del juego de Los Lobos! Con una posible función apotropaica, aunque desconociendo realmente su verdadero origen y época de tallado, podría ser un símbolo protector realizado tras la toma castellana de la fortaleza. Con el fin mencionado, tras la conquista física de un edificio defensivo que no les era propio, pues como vimos era de construcción almohade, fue también una manera de apropiarse espiritualmente del castillo, de hacerlo suyo en el plano de las ideas. También es posible que fuera una fórmula de carácter mágico para propiciar la buenaventura de sus nuevos pobladores y evitar que, con su uso, fueran destinatarios del mal agüero.

Arropado con toda esta retahíla de chismes, Patricio se viene arriba. Así que, por seguir la misma vereda, me dice que, a ese mismo fin, el de hacerse con la propiedad de un inmueble del que no eran dueños legítimos, responden los restos de almagra que aún se aprecian en ciertos lienzos de muralla, color que no sería otro que el rojo carmesí castellano. Por cierto, también presente en el pendón de San Fernando, simboliza el color de Castilla y tiene sus orígenes en aquel momento (en la definitiva unidad de Castilla y León, 1230). Fue así, de tal manera y de un plumazo, que el blanco almohade se transformó en almagra y lo bereber en castellano. Según Patricio, esto de la mudanza y la rúbrica personal o, como en este caso, de la comunidad, no sólo es propio de nuestro tiempo, como así nos deja ver nuestro castillo. Y es que, en todo momento y lugar, sobre los despojos de la rapiña y el robo siempre se levantan unas nuevas maneras de proceder que también dejan la impronta y la huella del corsario, para lo bueno y para lo malo.

Fragmento de fuste en el Camino Romano


Capitel en el interior del castillo


Fragmentos de columna, Huerta de Penecho

Capiteles y escalinata del templo romano. Autor: Plácida Sánchez

Doble alquerque, muro del castillo


Decoración del castillo, flor y encintado



miércoles, 27 de marzo de 2024

Al hilo de las cosas del castillo

Al hilo de las cosas de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, pero sin ningún sentido geopolítico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una maraña defensiva, como si se tratara de una compleja partida de ajedrez disputada sobre el pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada tuit, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada cascarro, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le demos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado, aunque para hacer honor a la verdad hay que decir presenta un buen número de singularidades iconográficas.

Y estando con aquellas, nos dio por acordarnos de los capiteles de arenisca que salpican el área de poniente de la fortaleza y hacernos algunas preguntas. Pertenecientes a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), posiblemente patrocinado por una tal Felicia si aceptamos el argumento de la estela o ara votiva que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, están catalogados cronológicamente entre los siglos I y IV.  Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos pueda parecer improbable enhebrar algún hilo, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que nos entallan por el buen camino. Ítaca está cerca. Veamos, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tanto uso, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el Laero. Así es, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los muros medianeros que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversos fragmentos de un fuste tallado en granito. Muy similar es la pieza que, hasta hace bien poco tiempo, se encontraba junto al Camino Romano y que formaba parte de los ripios de una portera; o los que aún se encuentran en la Huerta de Penecho. Estos últimos integraban el lote de piedra, sillares y tambores de pilastra obtenidos de la iglesia de Santa María del Cueto, a la vera del castillo, que adquirió la familia Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta. Sin embargo, en la calle Fugitivos, en la grada que antecedía a la casa de Mariano, hasta hace poco más de una década se encontraba un fuste completo que hacía las veces de asiento. Siendo también de granito, cuando los capiteles están labrados en arenisca, puede parecernos una extraña conjunción, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos que se asemejan. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en Munigua o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).

Capitel junto a la escalinata de acceso al templo. Autor: Plácida Sánchez Rosales




Fragmento de fuste junto al 'Camino Romano'



Templo dístilo en Munigua. Autor: Turismo de Sevilla


lunes, 11 de marzo de 2024

De símbolos apotropaicos

Al hilo de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato, o si fueron erigidas por gracia y buen criterio de Alhakén II o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada en una compleja partida de ajedrez, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le demos una repensada se hace un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o la decoración de sus lienzos, donde no llegamos a discurrir con claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado, pero que presenta un buen número de singularidades. Ese es el caso de la afamada flor de cuatro pétalos presente en una almena, pero también de un zigzag a contracorriente de la norma, un pequeño y sencillo 'capitelillo' o la sucesión de lo que podríamos denominar como varias cruces de San Andrés, cuando en realidad podría ser el eje vertical de una sebka. Aunque lo que más me llama la atención es el último hallazgo, que descubrí recientemente mientras paseaba con la perrilla, un doble y singular ‘alquerque de doce’ dibujado en vertical sobre un cajón del lienzo de muralla. ¡Vamos, lo que en Baños llamamos un tablero de Los Lobos! Con una posible función apotropaica, podría ser un símbolo protector realizado tras la conquista castellana del castillo. Si ya me lo decía con su vozarrona el bueno de Antonio, por lo que me toca y contrario a la costumbre: ‘si la puerta la hicimos tu chacho el Fino y un servidor, de peón’.



lunes, 4 de marzo de 2024

La edad

Casi de siempre, desde que siendo bien chico descubrí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada uno de sus recovecos para descubrirme e identificarme con el terruño que modelaron hasta hacerlo suyo. Con ese afán, he perseguido un hilván de pizarra, aunque en silencio me decía mucho, he mirado en el descosido de toda charabasca por si ocultaba un ripio enmudecido y he husmeado en el interior de cada hormazo de piedra para tirar del hilo que tejiera cualquier historia. Y procediendo de esta manera, el otero de La Verónica no quedó ajeno a un trajín tan ilusionante. Tan sencillo como la ‘rociá’, que brilla con el primer hilo de luz de la mañana, aquellas extrañas corralizas me insuflaron el suficiente ánimo para no abandonar tan prematuras inquietudes.

En el lugar, de muy zagal y mirándome en mis mayores, aprendí a caminar sin un ápice de vértigo por la estrechez de la herradura del río y a salir del barranco sin que se me quebrara el aliento. Después, mucho después, cuando supe de terrazas, acrópolis y fortines, con los ojos como rastros diseccioné cada palmo de tierra, desentrañé cada ripio de piedra y, con cada tiesto, creí experimentar lo que pudieron sentir nuestros ancestros al manipular una pieza que era un útil cotidiano. Busqué y mil veces busqué… una roca bermeja, ancha y abarquillada para moler grano, una espiral tallada en una estela o una cazoleta horadadas en la roca, ¡qué no sé qué demonios simboliza! Pero también hurgué allí donde pudiera haber un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, la quebrada forma de una tulipa o el toque aristocrático de una copa funeraria, y todo con la ilusión de empuñar una alabarda o ataviarme con una diadema de plata. Me encaramé a un bastión, supuestamente altanero y ahora doblegado por el peso del tiempo, y oteé su horizonte. Zigzagueé por sus estrechos e imaginarios adarves sin presentar batalla y quise apreciar sobre un altozano distante una señal de alerta, una estela de humo que se elevaba entre una cohorte de pavesas.

Pero, inmerso en aquel desatino, no fui capaz de desentrañar su esencia verdadera. Fue tarde, quizá en el ocaso de un silencioso día de otoño, cuando aprendí a detenerme un instante, sentarme sobre una peña y observar cada detalle del entorno, por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de experimentar lo que aquella gente sentía al comulgar con la naturaleza que los envolvía; fue entonces que disfruté de algo tan sencillo como el horizonte por donde manaba el río, un paisaje que se retorcía una y cien veces huyendo hacia un norte que se difumina en la memoria de los tiempos. Quiero creer que fue entonces cuando descubrí las bondades del viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.

De tanto mirar a la acrópolis jamás vi lo que se derramaba a su vera. Colgado del barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras, sus pozas y sus bancales, como una extensión diacrónica del poblado argárico. No supe verlo, Y como si fuera un eco atemporal del viejo martillo minero, allí estaba también la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Cicatrizados sobre la roca, aquellos versos siempre estuvieran así de cerca, como una huella imperecedera, casi eterna, pero no supe verlos. Mi criterio histórico me dice que el huerto, con su corraliza de cabras, fue después que el poblado argárico de La Verónica, pero lo cierto es que el uno y el otro siempre fueron. Esa manera de construir no es modo cultural de un momento histórico concreto, en verdad es la manera de hacer que nos impone esta tierra, tan áspera y tan difícil de doblegar. Desde los comienzos de la Humanidad hubo unas directrices para lidiar con esta tierra, y la dominaban los pobladores de La Verónica y los constructores del huerto de la ‘Bizca’, pero también la conocían a pie juntillas los que armaron el rajal de las colmenillas o el pantanillo del arroyo Rumblarejo. Con el tiempo, triunfó la desmemoria y una supuesta racionalidad que no tiene nada de humanidad y sí de expolio. Doblegamos unas maneras de hacer e, imitando al norte, perdimos el sur. Como paquidermos, penetramos en la rueda de la productividad, en el mecánico hastío de la rutina diaria, en gastar, tirar y quemar, nos dejamos llevar por la filosofía del despojo. La tierra siempre nos dictó sus normas, pero ahora las repudiamos olvidándolas en la ancha papelera del escritorio.

Se nos dijo que había que correr para llegar lo más lejos posible…, y el camino perdimos la humanidad y el criterio para dilucidad la verdad de la mentira. Y como idiotas seguimos perdiendo el tiempo, y hasta la vida, intentando adelantar a los demás.

Inmersión en la pecera, / inmersión en tu pecera, / inmersión en mi pecera.

¡Listos para la inmersión!



lunes, 26 de febrero de 2024

Cerro del Cueto

Ocupado desde la primera Edad del Bronce, el cerro del Cueto fue protagonista principal de la riqueza minera de su entorno (cobre arsenicado y galena argentífera). Así lo constatan las excavaciones arqueológicas realizadas tanto en el interior como al exterior del castillo de Baños, que han alumbrado testimonios cerámicos y herramientas de piedra también usadas en la cercana rafa minera del Polígono-Contraminas (que fue aprovechada ya en la prehistoria reciente, pero también en época romana y por sacagéneros en la primera mitad del siglo XX). Pero también se ha identificado estructuras murarias pertenecientes a la muralla y las viviendas de un antiguo poblado argárico y función metalúrgica (segundo milenio antes de nuestra era), así como una escalinata de acceso a la meseta central y capiteles labrados en arenisca pertenecientes a un templo romano tetrástilo (cuatro columnas) y carácter funerario, posiblemente dedicado a una tal Ilicia (en las excavaciones se localizó una estela con este nombre). En el interior del castillo, pero en niveles almohades y utilizadas como solería de calle, se pueden apreciar numerosas losas de piedra que también podrían proceder del mausoleo; por su parte, al exterior dela fortaleza, en diversos puntos del conjunto histórico, se han localizado varios cipos o pilastras de granito, completos o fragmentados, que podrían corresponder a los fustes de las columnas del citado templo funerario. Menos conocido, pero no de menor interés, es la existencia de numerosos tambores de piedra, hoy muy dispersos (uno de ellos se conservó hasta hace poco en las instalaciones superiores del Centro de Adultos), pertenecientes a pilastras con columnillas adosadas que podrían dar forma a un pórtico de arcos apuntados y tradición gótica. Posiblemente edificado a finales del siglo XV, paralelamente a la fábrica inicial de San Mateo, debió pertenecer a la Casa del Alcaide, aunque también tendría otras funciones de carácter administrativo, y que posteriormente sería reutilizada como soporte edilicio de la iglesia de Santa María del Cueto.

Fotografías: Sebastián Moya García, director del proyecto de excavación del castillo.




martes, 13 de febrero de 2024

La 'fábrica' de San Mateo

Con toda probabilidad, mis correrías por Valdeloshuertos comenzaron pronto, pero creo que no guardo en la retentiva ninguna mella anterior a la balompédica que ahora me trae.

Encajado en la cabecera del barranco, el campo de fútbol era más bien recortado, pero, por la lozanía de su herbazal, nada tenía que envidiar a las mejores canchas provinciales —entiéndase a nivel corral de cabras al uso—, más aún si consideramos que hasta entonces nuestros tropiezos con la pelota se habían limitado al empedrado de las eras de Casa y Vidalón o al polvoriento terreno de juego de la ‘vuelta la pera’. De hecho, había quién se veía sacando el córner en una de las esquinas del Bernabéu o lanzando un penalti en el mismísimo Camp Nou. Uno callaba. En mis adentros, esperaba saltar del banquillo y calentar la banda del Manzanares. Cauce arriba, cerraba contra un giro del arroyo de los Huertos y la alberca de Patrocinio, mientras que por donde huían las aguas moría contra el puente de la traída de aguas de Gorgogil. Al otro lado de la obra hidráulica, pasada la conducción, emergían la singular noria del Morito y su alberca, semiexcavada en la piedra. Por la margen fluvial derecha, bajo el castillo, rompía contra la roca del antiguo camino de Valdeloshuertos y la vereda de las Aguas y, por el lateral contrario, se deshacía bajo las aguas del arroyo y contra su murete de encauzamiento.

Hoy, todo aquello, es un erial de cardos, estiércol y ‘madres’, un chortal de agua sucia.

Con todo aquello, y para ser fieles a la verdad, mis primeros recuerdos sobre Valdeloshuertos navegan sobre una barcaza desguazada, un navío que regurgitaba singladuras que nunca fueron y quedó apeado “in aeternum” en la margen fluvial de la ‘cola’, junto al puente de las aguas de Gorgogil. Fondeada en aquellos jirones del embalse de la Cerrá de la Lóbrega, nos evocaba lo que nunca fue, galeón de Manila abierto a los inmensos océanos.

Cierta tarde de aquellas de estar mano sobre mano, con mucho que inventar y más que desbaratar nos vimos zarpando con rumbo imaginario y siempre exótico, pero sin otra meta que la orilla contraria, la del cerro del Gólgota o del Algarrobo. Sin capitán y con mucho grumete, unos pocos se subieron al navío mientras que el resto nos fuimos a la orilla de enfrente, a esperar en mejor puerto. Como a todas luces la barca hacía aguas, y no había más herramienta para achicar que una vieja y oxidada lata de tomate, la barcaza pareció venirse a pique. En esas estaba la tripulación, cuando el grumete de proa, no teniendo cofa a la que subirse y viendo que el bote se iba al garete, se tiró a las procelosas aguas del Rumblar de aquellos años, una condensación negruzca de aguas embalsadas y residuales. La cosa estuvo en que no había más de tres cuartas de líquido putrefacto y el timonel cayó de la peor manera: en plancha y a todo lo largo que le daba el cuerpo. A la vuelta, improvisando artificios que justificaran el naufragio fluvial, los que íbamos de punto en blanco caminábamos a paso ligero para evitar el tufo hediondo de los que, a bordo, habían recreado una aventura tan disparatada.

Al hilo de todo esto, o quizá no, el barranco me inducía numerosos interrogantes que todavía hoy bullen por mi cabeza y que llevó mucho tiempo mascando, como el posible origen romano de la fuente Cayetana. Y con ese roe que te roe, con cada caminata a Peñalosa me decía el próximo día me echo el metro, que esas piedras no me dan la talla romana. Y día con día regresaba con las mismas. Aparte de otros inconvenientes, y que a primera revista me daba mal tufillo el tamaño poco ciclópeo de sus sillares, el poco desgaste de las piedras me olía a quemado, sobre todo en las esquineras. Una carga tan pesada, de tantos siglos, y la abundante humedad del lugar debían dar una cara que no llegaba a ver. En su fábrica tampoco reconocía el aparejo almohadillado, tan normalizado en la arquitectura clásica romana, y me llamaba la atención la ausencia de cualquier tipo de muesca, ya fuera para mover las piedras con palanca o tenaza, y grapa. De doble cola de milano, u otras soluciones más sencillas, el hueco de las grapas solía rellenarse con plomo fundido para asegurar el perfecto ensamblaje de las piedras. Por supuesto, ni rastro de ‘opus caementicium’. Pues eso, que no había ocasión para echarme el metro y medir las proporciones de los sillares, creía que en esa cuestión podría estar la resolución del asunto.

Cierto día, en una de aquellas idas y venidas, recordando los buenos consejos de mi abuelo José María, hice de mi capa un sayo y tiré de lo más sencillo, de lo que uno tiene más a mano. Por arriba, dejé la vieja vereda de las Aguas, ahora ensanchada en todos sus términos, y bajé por un senderillo mal pergeñado dispuesto a medir el asunto mediante cuartas y dedos. Sí ya me sorprendió que todos los sillares tuvieran la misma altura, una cuarta y cinco dedos de los míos, más me llamó la atención que entre los sillares apareciera una fina laja de pizarra, por cierto, siempre presente en las construcciones monumentales de Baños desde la más temprana Edad Moderna (finales del siglo XV), y que la unión de las juntas presentara una estrecha capa de argamasa elaborada con cal, por norma ausente en los buenos aparejos romanos. Conocer aquellos datos me alimentó aún más la curiosidad y, como quien pierde el último tren, salí escopeteado para el pueblo. Sin saludar a ninguno de los contertulios, que por aquellas horas ya pululaban por la plaza, me fui a medir mano en ristre la obra vieja de la iglesia de San Mateo, la gótica. Como diría aquel, ¡¡eureka!!, los sillares inferiores presentaban una cuarta y cinco dedos de altura. Y, por supuesto, como en el viejo ingenio hidráulico de la Cayetana, entre los sillares de la parroquial no faltaba el mortero de cal y su correspondiente lajita de pizarra. Y con las mismas, ahora sí, me fui a casa a buscar el metro y conocer la correspondencia en centímetros. Pues nada, 29,6 cm. No había lugar a dudas, aunque la fábrica no fuera romana, los maestros de obra de San Mateo sí habían tomado el pie romano como medida de longitud. No era nada extraño pues, levantada durante el gótico más tardío, la influencia del renacimiento italiano, y por tanto la herencia romana, ya empezaba a tener presencia en el arte castellano.

Con todos estos argumentos, igual yerro, pero interpreto que el aparejo de la alcubilla (fuente) primitiva —la otra, la más moderna que cierra en bóveda de ladrillo, se levantó mucho después, en el primer tercio del siglo XX— bebió en gran parte de la obra más vieja de San Mateo, siguiendo un mismo patrón: pie romano, pizarra (para amortiguar la rigidez de la arenisca) y mortero de cal. Ahora, eso sí, tras analizar toda la fábrica de la parroquial, pude apreciar que los sillares de la Cayetana presentan muchas más similitudes con el aparejo de las ampliaciones posteriores, las que tienen lugar durante el primer tercio del XVIII. De una parte, los sillares de ese momento, sobre todo los de la cabecera de San Mateo, son mucho más uniformes en altura que los góticos; y, remirando con más detalle, ¡ay de mí!, los sillares de la Cayetana muestran un fino ribete o encintando exterior mucho más pulido que el núcleo del sillar, el mismo que está presente en los sillares del crucero y la cabecera de San Mateo (1732) y, justo enfrente, ¡en los de la Casa Grande (1724)! Pero también son similares a los utilizados en Jesús del Camino (1719), la cabecera del camarín, sacristía y casa de los santeros del Santuario de la Virgen de la Encina (1723), Casa Consistorial, Jesús del Llano (1682-1744) y, de manera singular, en la portada de la casa parroquial de Santa María del Cueto (1787), aunque también en casonas de cierto renombre, como Casa de Priores (1756) y Escalante (1767), entre otras. Pese al mucho daño que hicieron los encalados y la posterior bujarda, juraría que esta manera tan específica de trabajar la fábrica, incluida la obra más primitiva de la Cayetana, se ejecutó en el primer tercio del siglo XVIII siguiendo un mismo patrón: los sillares fueron labrados bajo la batuta de unos maestros de obra muy concretos y, aunque no con un único cincel (escoda), fueron tallados por oficiales picapedreros gestados en la misma escuela.

Con todo ello, y sin riesgo de equivocarme, la primera obra gótica de San Mateo señaló el rumbo que habría de seguir toda la fábrica constructiva posterior: aunque los sillares estén muy bien labrados y exhiban una perfecta cuadratura (caso del Ayuntamiento o la Casa Grande), en las juntas siempre aparece la pizarra y el mortero de cal. El canon impuesto en San Mateo no sólo encarriló la manera de hacer de la obra religiosa, también lo hizo con la civil, en todas sus acepciones (casa consistorial, tercia, cerco, carnicerías, ingenios hidráulicos, etc.), y marcó la impronta de las construcciones más populares, las que hoy dibujan la imagen general de nuestro pueblo. Aun con estos argumentos, hay quienes, erróneamente y de manera generalizada, se confunden y piensan que la arquitectura bañusca es típicamente medieval.

Grave error.

 
San Mateo desde el castillo


Sillares de la fuente Cayetana

Fuente Cayetana

miércoles, 7 de febrero de 2024

Naufragio en el Rumblar

Con todo aquello, y para ser fieles a la verdad, mis primeros recuerdos sobre Valdeloshuertos navegan sobre una barcaza desguazada, un navío que regurgitaba singladuras que nunca fueron y que quedó apeada en la margen fluvial de la ‘cola’, junto al puente de las aguas de Gorgogil. Fondeada en aquellos jirones del embalse de la Cerrada de la Lóbrega o Rumblar, nos evocaba lo que nunca fue, galeón de Manila abierto a los inmensos océanos.

Cierta tarde de mano sobre mano, mucho que inventar y más que desbaratar nos vimos zarpando con rumbo imaginario y siempre exótico, pero sin otra meta que la orilla contraria, la del Gólgota o cerro del Algarrobo. Sin capitán y con mucho grumete, unos pocos se subieron al navío y el resto nos fuimos enfrente, a esperar y buscando buen puerto. Como a todas luces la barca hacía aguas, y no había más herramienta para achicar que una vieja y oxidada lata de tomate, la barcaza parecía venirse a pique. En esas estaban, cuando el grumete de proa, harto de sacar agua y no teniendo cofa a la que subirse y agarrarse, viendo que el bote se iba al garete, se tiró en bomba a las siempre procelosas aguas del Rumblar de entonces. La cosa estuvo en que no había más de tres cuartas de líquido putrefacto y el timonel cayo sentado. A la vuelta, improvisando artificios que justificaran el naufragio fluvial, los que íbamos de punto en blanco caminábamos a paso ligero para evitar el tufo hediondo de los a bordo de tan disparatada aventura.



Fotografía: Antonio Moreno 'Miravés'

viernes, 5 de enero de 2024

'Campo de fútbol' de Valdeloshuertos

Con toda probabilidad, mis correrías por Valdeloshuertos comenzaron pronto, pero no guardo en la retentiva ninguna mella anterior a la que ahora me trae.

Encajado en la cabeza del barranco, en términos de proporciones, el campo de fútbol era más bien cortito, pero, por la lozanía de su herbazal, nada tenía que envidiar a las mejores canchas provinciales —entiéndase a niveles corral de cabras al uso—, más aún si consideramos que hasta entonces nuestras cabalgadas se limitaban al empedrado de las eras de Casa y Vidalón o al polvoriento terreno de juego de la ‘vuelta la pera’. De hecho, había quién se veía sacando el córner en una de las esquinas del Bernabéu o lanzando un penalti en el Camp Nou frente al mismísimo Sadurní. Uno callaba y calentaba, esperando saltar del banquillo del Manzanares. Cauce arriba, cerraba contra un giro del arroyo de los Huertos y la alberca de Patrocinio, mientras que, por donde huían las aguas, moría contra el puente de la traída de aguas de Gorgogil; al otro lado, pasada la conducción, emergían la noria y alberca del Morito. Por la margen fluvial derecha, bajo el castillo, rompía contra el camino de Valdeloshuertos y la vereda de las Aguas. Por frente, se deshacía en las aguas del arroyo y su murete de encauzamiento.

Hoy, todo aquello, es un erial de cardos y estiércol, un chortal de agua sucia.

Hisn Banya desde Valdeloshuertos
Noria del Morito

Afamada cancha de Valdeloshuertos


miércoles, 3 de enero de 2024

Muerte

Las casuchas eran de piedra encalada y un blanco que rayaba la pulcritud, algo achaparradas y de sencilla simetría en sus fachadas. Encastradas las unas con las otras, la cubierta cerraba con vigas de encina y carcoma, monte, barro y teja moruna. Emulando a las corralas, y por fuerza de la costumbre, familias de todo pelaje compartían cuartos y portales, colchones de lana y chinches, penurias y una solidaridad que sólo conocen aquellos que nada tienen que perder. Y es que apenas se consigue media cuerda de tierra, se la ciñe con alambre de espino. Estaban situadas a uno y otro lado del viejo carril de Mestanza, un viario mal enlosado con cascajos de piedra que rompía contra la Cruz de las Azucenas. Más allá del viejo rollo de jurisdicción merina, antesala y pórtico de la ermita, arrancaba un llano polvoriento y ‘colorao’, el del Santo Cristo, una tierra que fue del común, y en justicia de nadie, que venía a deshacer el concierto de la doble hilera de casuchines. Comenzaba allí un desorden no concebido con voluntad propia ni cartabón. De entre las canteras de asperón, centenarias y atestadas de boñigas, sin apenas desdibujar el ocaso se levantaban unos negros bardales cimentados sobre la nada. Junto a los cortados, entre quiñones de tierra calma y cabrerizas para el ganado, se cosechaba miseria. Alguna cuadra, cuando no paridera decadente, numerosos estercoleros y unos cuantos chamizos desperdigados apenas daban para vestir lo menguado del llano. A modo de epílogo, una docena de eras pergeñadas con ripios eran preámbulo del calcinado horizonte serrano.

Y en medio de aquella tormenta urbana, —según palabras de la Recortá—, se alzaba el monumental féretro de Jesús del Llano, la ermita.

En noches de borrasca como aquella, Juana, que llamaban la Recortá por su escasa estatura y bulto, hacía honor a su apodo intentando dormir encogida, como si fuera muy poca cosa, en un chamizo del atrio trasero de la iglesia. Medio en vela, aseguraba que en aquellas madrugadas dormía con los pies en alto no fuera a fulminarla un rayo. Todo aquel que sabía de ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus tareas, nacida en el tajo e hija, nieta y bisnieta de santeras. Pero en noches de trajín eléctrico, pese a todo su afán y querencia por lo que custodiaba, todo le traía al pairo…, incluido su buen consorte que nunca llegaba con hora. Y era Horacico cojo y marido de la susodicha, hombre de huerta que tenía por oficio la verdura y la botella por devoción. En la tarde de marras, el tipo, que debido a su poca salud temía mojarse, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando calarse por fuera, acababa empapándose por dentro.

Y aunque la señora parecía bien avenida con toda clase de duelos, la poca querencia que tenía por las tripas del santuario le venían de chica, le olían a muerte. Para la mayoría de los parroquianos, la iconografía de la iglesia, con su repertorio de imágenes, lienzos y pinturas, era un aparejo para instruir a los iletrados, un manual perfectamente ilustrado con la vida de María, mujer y madre, que, con su ejemplo, te llevaba por buen camino para alcanzar la gloria, magníficamente representada en el camarín. Pero Ca, —decía la Recortá—, aquello era un bulo. La susodicha renegaba afirmando que el mamotreto de piedra era como un enorme mausoleo al uso de la Capilla del Salvador, en Úbeda, o de las mismísimas pirámides de Egipto. Y este, como aquellos, se levantó como honras y para mayor gloria de los promotores de la ermita, pues no era una casualidad que sus restos descansasen en lugar principal, bajo el presbiterio y en la antesala del camarín del Cristo.

—Según argumentaba la desdichada—, nada más entrar en la iglesia ya se recibe el hedor de la parca. Estampados en la cal del sotocoro, desdibujados por la temblorosa llama de los velones, pueden verse los lúgubres frescos que representan al infierno y a la mismísima condená, que no es otra cosa que un esperpento del demonio. Te reciben con un latinajo bíblico propio del castellano más castizo, “recuerda hombre que polvo eres y en polvo te convertirás”, y te dan turno con la señora de la guadaña. Unos pasos por delante, en la solería de la nave y bajo la barbuda y alada estampa de cronos, se derrama un damero de escaques blancos y negros, el ajedrezado donde se dirime la apuesta de vida y muerte que uno ha puesto sobre el tapete de juego. Irremediablemente, el asunto siempre concluye con jaque mate. Juana pierde.

 

Demonios del infierno
La condená