Con toda probabilidad, mis correrías por Valdeloshuertos comenzaron pronto, pero no guardo en la retentiva ninguna mella anterior a la que ahora me trae.
Encajado en la cabeza del barranco, en términos de proporciones, el campo de fútbol era más bien cortito, pero, por la lozanía de su herbazal, nada tenía que envidiar a las mejores canchas provinciales —entiéndase a niveles corral de cabras al uso—, más aún si consideramos que hasta entonces nuestras cabalgadas se limitaban al empedrado de las eras de Casa y Vidalón o al polvoriento terreno de juego de la ‘vuelta la pera’. De hecho, había quién se veía sacando el córner en una de las esquinas del Bernabéu o lanzando un penalti en el Camp Nou frente al mismísimo Sadurní. Uno callaba y calentaba, esperando saltar del banquillo del Manzanares. Cauce arriba, cerraba contra un giro del arroyo de los Huertos y la alberca de Patrocinio, mientras que, por donde huían las aguas, moría contra el puente de la traída de aguas de Gorgogil; al otro lado, pasada la conducción, emergían la noria y alberca del Morito. Por la margen fluvial derecha, bajo el castillo, rompía contra el camino de Valdeloshuertos y la vereda de las Aguas. Por frente, se deshacía en las aguas del arroyo y su murete de encauzamiento.
Hoy, todo aquello, es un erial de cardos y estiércol, un chortal de agua sucia.
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