martes, 28 de abril de 2020

Abril (2)

El viento descarna el asfalto, remueve la oscura tierra y levanta remolinos de humo dormido.

Recuerdo a mi abuela. Menuda, pelo fino y blanco, moño apretado, sentada en una silla baja al fondo del portal, haciendo hora. Recuerdo a mi abuelo. Espigado y paciente, torso quebrado, de tertulia y a la sombra de un frondoso eucalipto. En los Peñones, un magnífico altozano a la campiña, a la tierra donde tanto derramó. La cara oscura, quemada y cuarteada, apretada bajo su boina, adelantándome una sonrisa amable, la más sincera que uno pueda imaginar.

Con lentitud, con movimientos que repetía día tras día, como en una liturgia cotidiana, mi abuela se acercaba a la vieja alacena de madera y yeso, bajo la escalera de la cámara, y de allí, al amparo de la vajilla de porcelana, como si se tratara de una joya oculta, extraía una magdalena ovalada y con forma de concha, de Bimbo.

Pasados los años, que ya son muchos, puede imaginarse extraño y hasta ridículo considerando que mi casa era un horno y yo tenía como carga diaria embolsar las magdalenas de seis en seis, pero la memoria pone en valor los pequeños detalles que uno dejó pasar y florecen con la luna de abril.

Hoy, todo aquello puede parecer ceniza, pero el calor del asfalto no logra sepultar los recuerdos y, aunque el viento anda con calma chicha, emergen de entre los remolinos de humo dormido como pequeñas pavesas de memoria.

Los Peñones- Fotografía de mi tío Frasquito (en la fotografía), con mi madre y alguien que desconozco

jueves, 23 de abril de 2020

Los dislates de Braulio, uno

'En honor al día de las letras'

Hay situaciones como ésta con la que ahora bregamos que, por inesperadas, nos complican el hilo cotidiano y obligan a detenernos y torcer la compostura. Y con ello, estando varado en una oscura breña de dudas y asumiendo la crudeza de la ocasión, más aun, reconociendo que la tragedia puede tocarnos en cualquier momento, di por bien dado el obligado confinamiento y decidí bajar al sótano de mis días por hurgar en las pocas reliquias que guardo de mi gente, ordenar la cabeza y reconocerme en ellas. Pero no fue una de aquellas antiguallas, gestadas en un tiempo recordado y en un lugar identificado dentro de la esfera familiar, la que me proveyó de una pizca de aliento, no, no fue así. En esta ocasión una piedra ajena, pequeña y pulida, una lágrima negra, consiguió apartar las telarañas de un olvidado recoveco de mi memoria para traerme recuerdos entrañables.

Olvidada durante años en lo más hondo de una herrumbrosa lata de atún y oculta bajo una vieja y resinosa tapadera, aquella diminuta roca era un presente sencillo, un regalo que me donó Braulio, un viejo y disparatado augur. Me la entregó una tarde, casi de noche, por bajo de la Fuente Cayetana, cuando el anciano husmeaba entre los pizarrones en su sempiterna búsqueda, la de localizar conjuntos de cazoletas. Aunque poniendo algo de freno a su cotidiana vehemencia, aquel día me argumentaba que ese mismo vallejo, el regato de Valdeloshuertos, en realidad era un camino de luz, una vereda por la que transitaba el primer lucero en los días de equinoccio. De ahí su empeño y encomienda.

Pese a que atesoraba tantos años o más que el propio venero, que parecía más desgastado que la sinuosa vereda que llevaba a la fuente, pese a ello, brincaba entre los cortados rocosos con la agilidad de una aguililla, olfateando aquí y allá como un gurripato. Tal era su condición, que no era nada fácil cerrarle el paso y menos aún seguírselo. Eran más las ocasiones en las que él perseguía tu sombra que las que tú te dabas de bruces con el morabito y le sorprendías. Aun con esas, de cuando en cuando se dejaba ver, saludaba de una manera poco anodina y te contaba sus elucubraciones y disparates. En cierta ocasión el desencuentro se produjo en la trocha que desde el propio hontanar subía a la cuerda de la Quijá, enmarañados el uno y el otro en un inmenso jaral, pero eran más las veces que Braulio me sorprendía en el barranco del Pilarejo, donde decía que andaba de ronda con la Encanta. En otras, se entiende porque tenía interés en respirar con anchura, se encaramaba a las ruinas de la casilla del Gólgota. Allí, sentado sobre un tranquillo de piedra y teniendo por frente al castillo moruno, alzaba la mirada por encima de las charabascas y cavilaba disparates. Una luminosa mañana de primavera, viéndole en el lugar y algo enajenado, observé que estaba de inventos, sin otra cosa a la que dedicar su tiempo y contemplación que seguir el bello planear de las primillas. Me observó fijamente, con la mirada vidriosa, y, como si se tratara de un saludo, quizá de un lamento, me soltó que andan los que dicen que saben discutiendo si la fortaleza es más o menos moruna, como si en eso les fuera la vida, y aún más, como si con tal divagación se pusiera en jaque su propio prestigio.

—Pero —le digo—, tendrán sus datos y referencias para entrar en tales pleitos.

—¡Qué va! —contestó airado—. Fíjate como está la cuestión que, estando bien metidos en faena y siendo la ocasión la oportuna, no dieron por bueno levantarle el ‘calzao’ a la fortaleza y confirmar como le huelen los pies. Imagina, puestos a lavarle la cara no cayeron en contarle las arrugas.

Lo habitual era que Braulio te llamara la atención cuando trajinaba por el reseco espolón de Peñalosa, ya fuera mientras olisqueaba tiestos por el barranco de la Salsipuedes o, situado más arriba, sobre la peña, cuando meditaba con la mirada puesta en el infinito serrano —yo diría que imaginando mitos—. Pero, la última ocasión que nos tropezamos estaba hurgando cerca de su “paridera”, a tiro de piedra del arroyo de la Rumblosa. Me advirtió de su presencia con una pedrada que casi me da, subí y le encontré sobre una diminuta era, junto al chocete que se levanta a medio camino entre el regato y los depósitos, totalmente desparramado y boca arriba, como si se le hubiera ido todo hálito de vida.

Nada más barruntarme, creo que sin mirarme, voceó que aquella meseta artificial en la que se encontraba era cosa extraña entre las obras de los hombres, pues habiendo en el entorno asperón suficiente para meterle fuego a toda Sierra Morena, y con más motivo para empedrar una era, aquélla estaba enlosada con frágiles lajas de pizarra. Por mi parte, al verlo en tan lamentable estado, lo saludé preguntándole si es qué se encontraba enfermo. En ese momento, a modo de respuesta, levantó con dificultad el torso y comenzó a bracear, como si discutiera a manotazos con el viento. En un instante se detuvo, me observó con cierta melancolía y bramó que del hombre había desaparecido toda humanidad, que ahora más bien parecía un amorfo. Que tan grave llegaba a ser la situación que había conseguido distanciarse del género animal, perdiendo en la maniobra hasta el instinto que caracteriza a estos. Me perjuraba una y mil  veces que en el camino de la historia el hombre se había despojado de sus pies. Pero que no me asombrara, que aquello sólo había sido el principio.

Lo miré perplejo. Él, como si no concibiera motivo para mi sorpresa, continuó su esperpéntica perorata con una pasión desbordante.

—Sí, ¿acaso lo pones en duda? Mudó los pies en tocones, —afirmó, volviendo de nuevo a tirarse todo lo ancho que era sobre las gélidas lajas de la era—. Perdió las extremidades que le hicieron elevar la mirada, salir a donde reinaba la luz y observar de frente a Dios, perdió aquello que dio lugar a la propia génesis de la humanidad. El hombre, cansado de oler mundo, se encerró en un emparrillado de chapa, hormigón y elegante metacrilato, quiso poner cerco al infinito, se encorsetó en un hilván de asfalto y echó raíces hueras. Cuando Aquél sentenció ‘tierra eres y en tierra te convertirás’ no fue consciente que somos de pocas entendederas, tuvo que haber añadido ‘entre tierra vivirás y con la tierra convivirás’, pero no, se quedó corto. Y no contento con todo ello, se serró las manos con las que daba forma al barro, con las que hacía saltar la chispa del ingenio, y las mudó en muñones que ahora golpean como martillo pilón en fragua, sin un ápice de creatividad y al compás de un ritmo frenéticamente matemático.

Volvió a inclinar el tronco hacia delante y carraspeó con autoridad. Durante un lapso de tiempo muy pequeño, mientras me envolvía el eco del silencio, pude apreciar que el lugar, aquella ruina domeñada por charabascas, tenía su encanto, muy peculiar. Bajo la era se desperezaba una choza baja y rectangular, de ripios, con una cochinera aneja. La una y la otra sin techumbre y muy desmadejadas. A unas pocas varas, un viejo redil levantado con pizarra aprovechaba el hueco producido por una enorme cantera para plantar un inexistente hato de merinas. Y aquí y allá, de entre las piedras, adueñándose del camino y de todo aquello por donde holló un día el hombre, emergía un jaral poderoso salpicado de alguna encina solitaria y mucha chaparrera enrevesada.

Como si se tratara de un eco lejano, escuché que Braulio volvía a la carga con su soflama.

—No contento con la hacienda que llevaba, cegado con su obra y orgulloso de elucubrar sin sentido ni utilidad, creyendo que aparejaba el mundo a su antojo y medida, el hombre abandonó en una cuneta la memoria escuchada, la que pacientemente había bebido de la sabiduría de la tradición y del razonamiento adquirido con la experiencia de muchas generaciones, también de la suya propia, y la cambió por ‘el copia y pega’. No lo dudes, era cuestión de tiempo que perdiera la curiosidad por aprender y la ilusión de soñar. Ahora todo era previsible, programable, ocupaba un lugar en una base de datos. Sólo era cuestión de ir tachando celdillas en cada una de las filas y columnas para acercarnos a nuestro premeditado final.

Estando en ésas, sin encontrar el motivo y dándole vueltas a mi hacienda, recordé que realmente apenas quedan viajeros. Ahora todo son turistas, un espécimen que va de escaparates a pueblos anclados en la nada, fosilizados en la inanidad.

Y Braulio, sin apreciar si le prestaba atención o no, volvió con su matraca.

—Fíjate —me dice—, si hasta la capacidad de comunicarse mediante el lenguaje lo han malgastado. Y en eso llevan camino de que se les caiga la torruca encima, como les ocurrió a los de Babel. Pero bueno, no pienses que esto es causa de la pérdida de humanidad, que no. La incapacidad para querer hablar y comunicar es una muestra más de la ausencia de seso.

Viendo que se hacía tarde, que el cielo se retorcía en relámpagos y el agorero estaba más a cubierto que yo, me despedí con el brazo en alto y enfilé la cuesta para volcar al barranco de Valdeloshuertos. Nada más comencé a caminar, como si se tratara de una despedida, pude escuchar sus últimos graznidos.

—Y ahora, a coro, muestran gran extrañeza por todo lo que acontece. Se quejan de que los traten como rebaño y empiezan a perfilar que llegará el día en que se vean estabulados. ¡Cómo si no lo estuvieran ya!, —gritó el anciano riendo a carcajadas—. Llegará el día que sea de obligada necesidad, una recomendación inexcusable. Lo verás amigo, lo verás.

Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Con el gesto sombrío, me volví un instante para preguntarle por última vez.

—Pero, Braulio, aún nos queda el corazón y la esperanza. Nunca los perdimos, ¿verdad?

El profeta, haciéndose de nuevas, como si apreciara por primera vez que me marchaba, se levantó definitivamente, miró hacia la lontananza por la que me escapaba y contestó bramando:

—Corazón, ¿me preguntas por el corazón? ¡La humanidad jamás supo cómo utilizarlo!


jueves, 16 de abril de 2020

Inventando...

Primero quise escribir, pero sólo tuve fuerzas para copiar e inventar poco.

Después, estando como estábamos en fechas, quise meterme en harinas y rememorar raíces, me quedé en nada.

Al final me encerré en el recuerdo más entrañable, en la cálida memoria de lo que ahora echamos en falta, en los encuentros con amigos y familia. En los juegos y las risas que nos despachábamos, en la charla con un vaso de vino y en las voces sin rumbo ni intención. En compartir unas gachas manchegas al hilo de un "cuchará y paso atrás" y en filosofar de todo para que la cosa quede en nada, como suele hacer la gente de calle y campo. En fin, eché de menos pelearme con una chiquilla de tres años mientras jugábamos a los "monos"... hacer el payaso y reír hasta hartarnos.

Y estando en ello, con cuatro tablas y un lavadero viejo, me puse a enjaretar un cajón para guardar la palmera y los simios, que en la última ocasión ya perdimos la mitad de los macacos. Y ya puestos, pues aproveché para darle forma a un tablero de ajedrez, que la chiquilla crecerá y, con seguridad, echará más cabeza que uno.



domingo, 12 de abril de 2020

Domingo de Resurrección, renovación

A mediodía, metidos en la andanza y sin haber encontrado la compostura hidráulica que buscaban, doblaron al barranco de la Salsipuedes, donde las aguas que traían como guiadera volcaban en el riacho principal. En la lejanía, por encima de ellos, vieron removerse una confusa silueta. Se trataba de Braulio, un viejo huraño que se entretenía trajinando calicatas sobre un promontorio elevado, un otero que se alzaba donde los arroyos de la Rumblosa y Valdeloshuertos entraban en nupcias. La loma, que semejaba un reseco espolón, se asomaba al lugar donde las aguas de los dos regatos se entregan al padre “Herrumblar”. Se le apreciaba trasteando entre las chaparreras, removiendo pizarrones y tiestos bajo el enorme cortado de Peñalosa, un gigantesco y mágico despeñadero, un lugar donde, desde viejo, anidaban enormes búhos reales y la esquiva cigüeña negra. Sobre el peñasco, con cada renacer, se desperezaba el astro solar.
Subieron en su busca por revelarle lo que traían y pedir opinión. El anciano, tras los saludos de rigor y sin dar pie a que le contaran la obligación que rumiaban, les comenta que “andaba tras los pasos de una ciudad invisible y eterna, y que siendo como era de no dejarse ver habría de llegar el día que sin más remedio diera por verse”. Previendo la sorna y las burlas de los contertulios, se ratifica diciendo “que entonces pocos se reirían de su entrega y afán”.
Moraba el vejestorio riacho arriba, bajo una peña, más tinada o paridera que casucha, bienviviendo con lo justo, lo que le daba un huerto pergeñado junto al regato, cuatro gallinas de poner huevos y un soto de conejos… en amable consonancia con un paisaje en continua renovación. Y era Braulio hombre enjuto, nervudo y fibroso, de poca y plateada cabellera, con tantos años a la espalda que cuando intentaba enderezarla tenía que hacer un sobre esfuerzo de más. Y era el morabito persona de meter cabeza en agujero chico y ya no sacarla.

sábado, 11 de abril de 2020

Semana Santa

Con los primeros brotes de la primavera desembarcaba la semana más sacra, un epílogo del ya desmadejado invierno que se descolgaba con la primera luna. A modo de metáfora, en mi reducido universo la resumía en unos pocos versos, en una octava real que encerraba en sus rimas las constantes del ciclo vital de la tierra, de la rueda de la historia y de la vanidad del hombre. En realidad, y desde mi rincón desmemoriado, la recuerdo como un estrambótico bullicio, como un dulce equinoccio preñado de un excepcional repertorio de la mejor repostería casera.

Hoy, perdida la memoria de aquello, en lo más hondo aún me quedan sensaciones que emergen y se elevan dulcemente, acunándose, como el humo dormido.


Sábado de Gloria, purificación

En mañanas como aquélla, de agua calaera y purificadora, de olor a tierra y laero removido, gustaba de hacer poco de pretenciosa utilidad y conseguir mucho parlamento, de respirar con anchuras por Santa María y andar a la par con Antonio. Con la charla, nos daba por rodear el castillo y patear las terrazas “de la Mona”, por ver si aparecía algún tiesto raro, un cacho de herrumbre raído y fuera de costumbre o cualquier moneda sin valor ni dueño…, y aquella mañana de sábado no tenía por qué ser de otra manera.
Pese a la lluvia, intermitente, el goteo de viajeros no cejaba. Siendo, como lo era, de naturaleza curiosa, aquella gente hurgaba en los misterios de la fortaleza buscando entendederas. Algún que otro despistado, fuera de redil, se asomaba al mirador huyendo de la batuta del guía. Mil veces puesto en el mismo vericueto y situación, no tardabas en escuchar el mismo eco:
—¡Cuánto olivo!
A esto, ocioso y haciéndose uno el despistado, le respondía como si no fuera ajeno a la escena:
—Hace muchísimo tiempo la extensa llanura que ve a sus pies fue ocupada por una cuña marítima, su colmatación, muy lenta y debido a la continua sedimentación de materiales —arcillas, margas…— provocó la existencia de este valle. Hasta hace poco más de 8 millones de años, todo lo que ve estaba ocupado por una enorme lámina de agua marina. De ahí la fertilidad de estos suelos y la presencia de este inmenso mar plateado de olivos.
Alejándose con aspavientos, Antonio vocea improperios sin dirigirse en concreto a nadie:
—¡¡¡Un mar!!!, pues no dice que ahí abajo había un mar. ¡Lo habrá visto él!
—Que sí Antonio, que es así, —le respondía yo—. ¿Es que no sabes de las muchas y enormes conchas que aparecen por encima de la Casa de las Señoras?, —le argumentaba creyendo aún que podría convencerlo, cosa de facto imposible.
Entretanto, abajo, en el llano, el humo de cien hogueras alimentadas con sierpes verdes intenta elevarse. Antonio aligera el paso y se adelanta unos metros. Se aleja, meneando con vigor la garrota, mientras que a media voz sigue rumiando su perorata:
—¡Vaya “socólogos” estos!

viernes, 10 de abril de 2020

Viernes Santo, sacrificio

En noches como aquélla, con rigores climáticos tan contrarios, Juana, que llamaban la Recortá por su escasa altura y volumen, hacía honor a su apodo e intenta conciliar el sueño totalmente encogida, en posición fetal y como si fuera muy poca cosa. Dormía bajo la bóveda que sostenía el Camarín del Cristo, apegada al brocal del aljibe horadado en sus entrañas. Más amodorrada que durmiendo, juraba mantener los pies siempre en alto no fuera a fulminarla un rayo.
Era el cubil estrecho y a la sazón húmedo, de paredes reducidas y la techumbre apretada contra el solar. Sostén del propio Camarín, era cimiento de la cruz del Cristo y causa de la suya propia. Ocupaba el lugar lo más hondo de un macizo torreón que, a modo de bandera, ondeaba en su cúspide un caballete con una enorme veleta cruciforme. Según opinaba la Recortá, aquel amasijo de hierro, a modo de pararrayos, tenía encomendada la protectora función de aminorar las descargas eléctricas. Todo aquél que sabía de ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus obligaciones. Nacida en el tajo e hija y nieta de santeras. Pero en noches de trajín eléctrico como lo era aquélla, pese a todo su afán y querencia por lo que custodiaba, todo le traía al pairo…, incluido su buen consorte que nunca regresaba con hora.
Y era Horacico cojo y marido de la susodicha. Siendo de diario hombre de huerta y cantina, siempre caminaba de reata con su Verea, una pollina deslomada y dócil. El nombre del animal no era casual y parecía más bien puesto por Juana que por el compañero de ronda de la borrica, pues noche sí y noche también le abría camino y lo entregaba en situación poco decorosa. Y en tardes como aquélla, Horacico, justificándose con las inclemencias del tiempo y la obligada necesidad de no mojarse por su poca salud, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando así calarse por fuera, acababa empapado por dentro.


jueves, 9 de abril de 2020

Jueves Santo, humildad

Pese a lo intempestivo de las horas, el lugar te recibía con hospitalidad. Olía a tierra mojada, generosa. La atmósfera era limpia y la sensación acogedora, como tarde cuando amaina la tormenta. El anciano, hombre humilde, de huerta y pocos excesos, de pan y vino de diario, me observaba con las manos atrás y ligeramente encorvado hacia delante. El Tuerto, le llamaban. Unos lo tenían por huraño y cenobita, otros lo consideraban muy leído y hombre de costumbres austeras. Él se tenía por gente de bien en su justa medida, de lavarle los pies a cualquiera siempre que viniera de buenas. Lo cierto es que el labriego era de porte bronco y ojo más seco que ripio, según se dice fruto de un disparate digno de no contar. Su silueta se elevaba más tiesa que erguida, solitaria y retorcida como almendro centenario en estepa. En su papel de augur, se titulaba como autodidacta y sabio que pocos comprendían, y era considerado viejo para todo y por todos. Quizá fuera octogenario, al menos así lo parecía.

De cotidiano andaba entregado a las obligaciones de su hacienda mientras recitaba una cantinela perenne: contaba que con aquello de ser la huerta aprisco de muy atrás, por allí caía gente de todos los estamentos, los de un bando y los del otro, los que se rigen por el César y los que se arriman a lo sagrado. Los unos y los otros desembarcaban aparatosamente y con aspavientos, dando instrucciones de cómo debía hacer esto y desandar lo otro. El labriego, por su parte y con rotundidad, afirmaba que estaba hasta las narices de tanto sujeto empeñado en evangelizar, que él ya sabría qué oración y a quién rezar cuando tocara. Auspiciaba, con vehemencia, que cualquier día soltaba los perros a tanto apóstol ungido.

miércoles, 8 de abril de 2020

Miércoles Santo, traición

Martín Esteban había sido cabrero y ganadero de lana desde que se enganchó a la teta de su madre, desde siempre, como lo fue su padre, lo fue su abuelo y con seguridad lo fue el abuelo de aquél. Y no hay que poner en duda que algún pariente suyo fuera en la tropa de Abraham cuando el patriarca movió su hato de ovejas por todas y cada una de las majadas del Creciente Fértil. De andares poco vacilantes y dormir un instante, como burro y a cabezás, era hombre de morder aquí y allá, como las hormigas, de juntar mucha plata, gastar ninguna y vender a su padre si era menester.
Habiendo heredado un rebaño considerable, en poco tiempo, y por su mucho bullir, lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo. Contrariamente, día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Pero, hete ahí que en las cosas de gestionar su hacienda, y dejándose llevar por los consejos de los que decían tener buenas entendederas y mejor apostolado, había cambiado el campo abierto y la ancha vereda por la pestilente estrechez de las cuadras, pastorear a la par que el ganado por darle metódica vuelta y grano contado, cantar coplas al viento y disfrutar soleándose por un bregar sin tino ni rumbo… y ahora, consumido, abatido, se quejaba de andar sin cuartos para tanta pompa y día con día se le resecaba el alma.

domingo, 5 de abril de 2020

Domingo de Ramos, victoria

Cuando chico y por aquellos días, a los zagales que rondábamos el Corralón, un altozano en sempiterna ruina, un magnífico cubil para ocultar las muchas invenciones y trastás de la chiquillería, nos daba por entretener las mañanas de sopor, y no aburrirnos, con trajines que hoy sonarían a disparate.
Cuando el sol estaba tendido en todo lo alto, con regocijo, los chiquillos veíamos a Juan Manuel doblar la empinada calleja del Cotanillo cabalgando sobre su cascajoso Pascuali, como si el buen señor condujera el mismo pollino de Cristo ataviado de palmas y ramoniza. El artilugio no era más que un alboroto de hierros y reventones de carburador, un vehículo de un amarillo descolorido que avisaba anticipadamente y con gran estruendo de su llegada. Y era el piloto un señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del demonio, de enérgico vozarrón, un estampido según horas, pero de un corazón tan grande que en nada desmerecía el inmenso y espantoso trueno de la voz.
Después de tantos de traqueteos y enseñanzas, habiendo dejado atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el estridente rumor de las chicharras, llegaba al pie de las cuadras dominado por un frenesí tan intenso que parecía más baile de San Vito que el efecto de una estrepitosa conducción. Y de tal calibre llegaban a ser los meneos que, una vez puestos los pies en tierra, aún se mantenía unos momentos sin control y a la deriva. El remolque, que llegaba entre vítores y cargado hasta las trancas con alpacas de paja o haces de ramón, según tiempo, por su esperpéntica forma en nada desmerecía a las más afamadas y legendarias torres. Unas veces se parecía a la muy fotografiada Torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga, pero no eran menos las ocasiones en las que la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la compostura.