martes, 25 de febrero de 2020

¡¡¡Cuidado con el rayo!!!

El día despertó plomizo y algo frío, desnudo.

Sin apenas darme cuenta, ante mí se desperezó una de aquellas mañanas en las que un chiquillo aprendía a disfrutar de los pliegues más sencillos de su corta vida. Enclaustrado por decisión de mis mayores, encaramado a una silla de anea, me entretenía en dibujar un encaje de aliento en el empañado cristal de la ventana. Desde aquel privilegiado otero, descalzo y arropado por los rescoldos del horno que lentamente se consumían en la planta baja, observaba con la mayor cautela la danza con que los gorriones desmigaban en el callejón del chacho Laruta, picoteando aquí y allá, en cada una de los zurcíos que ribeteaban el viejo empedrado. Con su estridente trajín aventuraban que el día echaría el telón con tormenta.

La tarde se tejía plácidamente y con ella, con cada puntada, se deshilachaba una costura de luz.

Volcada en sus retazos, mi abuela, sentada en su silla baja y aprovechando el último hilo de luz del crepúsculo, se mete la tarde en un dedal. En su papel de matriarca, a intervalos más que calculados y pese a estar encallada en sus costuras, nos teje una cantinela previsora, una salmodia hilvanada en lo más hondo de los dobladillos de la genética de sus ancestros:

—Venga, poneos el calzao y venid al brasero, —nos avisa en una primera ocasión.
—Ca, ¡qué no! Venga, subid los pies a la tarima, —anuncia por segunda vez.

Irremediablemente, llega una tercera y, previendo que nos va a tener que amenazar zapatilla en mano, se lo piensa con calma y determina vestir con palabras sus argumentos. Y entonces, metida de lleno en la trama, nos relata una vieja historia, un hilo de memoria que bordó siendo aún chiquilla, hace muchos años, cuando urdía las entretelas de su infancia en el bastidor serrano de Doña Eva y al calor de su hermana mayor, mi chacha Mariana, y su cuñado Bartolo. El uno y la otra se complementaban a la perfección, pues la una era de poco cuerpo mientras el otro lo acaparaba todo; éste era hombre tranquilo, pausado y de mucha y enérgica voz, la otra era dinamita en su estado más puro.

La abuela, levanta la mirada de su labor y llama nuestra atención, comienza a relatarnos que, en un lejano día, de hace tanto tiempo que ella lo recuerda como una borrosa maraña hilada con fina seda, el paño de la tarde se hizo sombra y desplegó un manto negro, tan oscuro como la umbría que desagua en el río Pinto. Y viniendo el tiempo como venía, en noches como aquélla el chacho Bartolo tenía por costumbre aparejar una buena lumbre y acostar pronto al hato familiar, porque no se perdiese el calor y para que, cuando llegase la tormenta eléctrica, los cogiese en paridera y con las esparteñas en alto.

A tiro de piedra de la casa principal, por encima de la Cañá del Rastrojo, se elevaba un viejo y destartalado chozo de pizarra y monte, una achaparrada torruca fondeada junto a un redil empedrado bajo una jarapa salpicada de agujas de estridente luz. En el interior, creyéndose protegidos de la noche y de las inclemencias meteorológicas, una cuadrilla de pastores deja pasar el temporal sin más luz que los rescoldos de lo que fue contundente lumbre de encina. Los unos, junto al hogar e imaginando ser caporales cuando no pasaban de zagales, desafiaban la tormenta tirando de baraja y bota; otros dos, más temerosos de Dios y de sus advertencias, dormían en el catre colocando las alpargatas y su continente sobre la farfolla. Estando en aquellos trajines, mientras pastoreaban con vino los unos y sesteaban con pereza los otros, un relámpago no tuvo otro alcance que partir la torruca en dos y dejar tiesos a los que, pies en tierra, se desgañitaban cantando por bastos.

Los supervivientes, desorientados y tiznados como jeta de churras, adormilados y sin llegar a saber por dónde les había entrado el lobo, salieron tan en desbandada que, de no haberse dado de morros con la casa grande, seguro que hubieran hecho la vereda de un tirón y sin repostar en aprisco ni abrevadero. El chacho Bartolo, cogido tan de improviso como matanza en Cuaresma, los atendió y socorrió en la medida que pudo e, inmediatamente, dio aviso del siniestro a las autoridades.

Fue de esta manera, quizá algo anecdótica, como aquel trágico capítulo serrano se integró en la urdimbre de la familia y pasó a formar parte de su memoria. Y así, en situación similar y venido el caso, mi abuela Pura hacía uso de aquellas brasas de su niñez para argumentar la obligada prudencia que había de tenerse en materia de tormentas y temporales.

Días atrás, cuando ya nos faltan todos los protagonistas, después de muchas lunas, nevadas, solaneras y tormentas eléctricas, tantas que la memoria es ya pavesa, cayó en mis manos la noticia de prensa del momento (28 de abril del año de Nuestro Señor de 1923), que de esta manera tan rocambolesca vino a dar certeza a lo que, siendo niños, nos parecía más cuento para amedrentar en tarde de borrasca que crónica real.


Dedicado a mi amiga Rosa Cruz, por los muchos caminos que nos abre...

lunes, 24 de febrero de 2020

El bosque del eucalipto solitario (Cuento de Triana, Cap. 5)

Semillita volaba ahora por un paraje totalmente negro… y hasta frío, donde no veía tierra ni cielo, tampoco vivienda alguna, ¡todo era oscuridad! La ausencia de luz no le permitía ver ni un solo metro de terreno. La brisa provocada por las aspas del molino, débil y aburrida de soplar en el mismo sentido, de pronto se detuvo, dio la vuelta y se fue con el cuento a otra parte dejando que la simiente cayera a plomo. Semillita, con la experiencia adquirida en esto de caerse y medio dar con cuerpo en tierra, con no poco esfuerzo movió sus manitas arriba y abajo logrando frenar la caída un pelín. Fue a enredarse en un manojillo de tiramomos de un enorme eucalipto, un árbol malhumorado y cascarrabias que soltó un improperio cuando notó entre sus ramas la presencia de la simiente.

-¡Grrr, al carajo la tranquilidad!, ¡aquí no hay quién duerma!

El eucalipto, al que llamaban Lubbo, era tan grande y espeso que podía ocultar bajo su maraña de hojas varias rocas de un tamaño enorme, en verdad lo hacía. La presencia de estas piedras y su tamaño venía a confirmar que el lugar, que era llamado por los vecinos como Mazacote, un día fue cantera donde se extraían pedruscos para edificar las casas del pueblo. Molesto por la inesperada visita, Lubbo movió la copa con energía, como si se despulgara, mientras aventuraba con voz amenazante que la pequeña no llegaría con vida a la mañana siguiente.

-¡Cuánto novato anda suelto!, no sabes por dónde andas y con quién te juegas los cuartos –voceó-.
-Nunca germinarás, te ocurrirá como a todas las de tu familia que llegan desde el otro lado del río, ya lo verás –afirmó con rotundidad mientras movía las ramas de forma calculada, con la intención de no dañar a la semillita.

El lanzamiento fue suave y con poco estropicio, cayó junto a una de las rocas, una piedra cortada casi en vertical, a modo de refugio inclinado hacia adentro. Allí fue a desplomarse la semilla, sobre la esponjosa tierra que, tiempo atrás, había pergeñado un viejo lentisco. Momentáneamente, al abrigo de la piedra, quedó protegida de los malos y gélidos vientos del norte, cuando los había.

-¡Menos mal que ya he dejado de dar vueltas y volar! -se le escapó a modo de obligado suspiro.
A su espalda, mientras se acomodaba al calor de la piedra, escuchó que se removía alguien muy pesado. La poca luz del paraje no le dejó ver qué inquilino andaba de mudanza.

-Muy en el fondo esta disparatada y quejica matucha, este haz de tiramomos buenos para nada, es una buenaza –oyó semilla medio aturdida por la fuerza y el trueno de la voz. Por la oscuridad reinante, no supo acertar de quién era ni de dónde provenía aquel aviso.

Estaba muy cansada, así que intentó dormirse. La bondad de la tierra, junto con una poquita agua de la rociá que había dejado caer el eucalipto con su sacudida, favoreció que Semilla penetrara lentamente en el mullido suelo. Se cobijó y arropó en el interior, bajo la protección de la piedra. Cuando más cómoda estaba, de repente, de las patitas comenzaron a crecerle unos finos tentaculillos que penetraron un poquito, cada vez más y más, se asustó. Semilla se agarró muy fuerte a una arista de la piedra, pues creyó que la tierra se la tragaba toda de una.

-¡Ay!, ¡ay!... lo que me faltaba, o subo al cielo o bajo a los infiernos.

De pronto, de un momento para otro y con alegría, distinguió que por las pequeñas raíces comenzaba a recibir alimento y agua. En unos instantes se notó con mucha más energía.

-¡Uy!, pues no que al final me voy a poner las botas comiendo.

Aprovechó el momento de tranquilidad y tragó sin mesura, el viaje le había dado un hambre terrible. Sin apenas darse cuenta, en la oscuridad de la noche, el cuello le creció un poco y en un instante se transformó en erguido tallo verde. Primero cortito, después se alargó más y más. Escuchó de nuevo como si se removiera la tierra. Puso oído, nada. Con cierta timidez, con las raíces a tope y rodeada de migajas, asomó la cabecita un poco al exterior. Tampoco vio nada.

-      Buenas noches –le dijo con seriedad, sonando como un trueno, el vozarrón de antes.

Puso el oído y apreció que sonaba como con eco, el sonido parecía venir de todas partes. Se volvió y miró detrás de ella, en el hueco, y vio una sonrisa gigantesca que pertenecía a la roca que la abrigaba.

-Anda, apégate a mí, protégete a mi resguardo –le dijo-, ¡qué vendrás helada de tanto viaje! ¡Arrímate leches!, que aún conservo un poco de temperatura de una lumbre que encendió esta tarde un humano. Apégate, te dará calorcica.

La pequeña semilla no contestó nada, se puso bastante colorada y acurrucó sus flamantes hojas contra la piedra. La roca, viendo que Semilla tenía poca conversación y era muy vergonzosa, comenzó a hablar por su cuenta haciendo alardes de gran desparpajo e ironía en estos menesteres.

-Mi nombre es Petra, ¿de qué otra forma podría llamarme si soy una roca? Lo que no es de lógica es que se llame Pedro un alcornoque, o que una china de río se apode Rosa o Jazmín. ¡Qué tonto es el eucalipto!, Lubbo, ¿qué nombre es ése? ¿Te he dicho qué me llamó piedra? –tronó su gran voz.

Con toda la perorata que se traía entre manos, Petra no se dio cuenta que se acercaba un ratoncillo y que husmeaba el rastro de semilla. El roedor intentó darle un bocaíllo.

-¡Ay! – se le escapa un gritito a Semilla.

Petra, viendo al instante lo que ocurría, dio un grito enorme que hizo que el ratoncillo, no esperándolo, se quedara paralizado y echara a temblar del susto. Semilla se apegó aún más a la piedra dándole un gran abrazo.

El ratoncito, asustado, dio un salto hacia atrás y huyó como alma que persigue el diablo. Sin ser consciente de ello, este movimiento le salvó de las garras de un búho enorme. Al moverse a un lado, el roedor evitó a la rapaz que descendía embalada sobre él. El ave, sin control ni frenos, se dio de bruces contra el suelo y rodó como una pelota hasta romperse los morros contra la roca.

-¡Uy, casi lo atrapo!, ¡mecachis! –se quejó Búho.

El roedor huyó del lugar despavorido, como una exhalación y con el rabo entre las patitas. Búho se recompuso, se limpió las plumas y miró con detenimiento a Semilla.

-Tú eres la que hace un rato iba en la espalda de la cigüeña ¿no?, –le dijo Búho mientras agitaba de una manera muy extraña sus enormes ojos, como moviéndolos en círculo. Sin esperar respuesta, comienza a moverse de una forma bastante rara, como si se desplazara de lado sin alzar los pies. Sigue con su discurso.
-¡Uh, me da que no llegarás hasta el amanecer! Ninguna de tu especie acaba de una pieza a este lado del río. Si logran cruzar las aguas, cosa bastante difícil aunque tú sí lo has conseguido, duran poco tiempo para contarlo. ¡Zas!, pierden la pelliza después. Seguro que te comerá un bicho o te chuchurrirás de calor, seguro, ¡ya lo verás! Bueno, -dijo muy serio- no, no lo verás.
-Ahora, si hubieras germinado por donde yo tengo mi nido, en Peñalosa… ahí sí, ¡eso sería otra cosa! ¡Si es que sois muy torpes!, a ver a dónde leches vais a plantar raíces, tan lejos de vuestra casa.

El pájaro, que era un poco rechoncho, como una sandía un pelín apepinada, de poco cuello, casi ninguno, y apretado contra el cuerpo, no se cansaba con tanta verborrea.

-Pues sí, ya te digo, en Peñalosa sería distinto. Yo vivo en una roca gigantesca, cortada en picado. Por encima tengo el nido, con unas vistas espectaculares del río, de la sierra… desde allí puedo ver el castillo… hasta el molino lo veo.
-En el lugar corren varios regatos de agua fresca y muchas fuentes. Allí crecen matas de toda clase y pelaje, que se desprenden aromas inimaginables: romero, cantueso, mejorana... Hay árboles enormes, sobre todo encinas, y arbustos más pequeños, como lentiscos y alguna cornicabra… claro, también hay jaras de toda clase, como tú. Lo que te digo, allí te iría bien. ¿Aquí?... pues no sé.
-Apégate a Petra, es buena gente –comentó Búho mientras echaba a volar con gran estruendo de sus alas y menos saliva que un caracol en el desierto, ¡que se había quedado seco de tanto habla que te habla!- Bueno, andaré por aquí por si hay que echarte una mano, -dijo Búho.

De un momento a otro la oscuridad se hizo más profunda, quizá por el silencio en que se sumió el lugar. Se quedaron en su soledad Lubbo, Petra y la pequeña semilla.

Ilustración: Juan Basilio Martos Ramos

viernes, 21 de febrero de 2020

La abuela Pura (dándole forma a un escrito)

El día despertó plomizo y algo frío, desnudo.

Sin apenas darme cuenta, ante mí se desperezó una de aquellas mañanas en las que un chiquillo aprendía a disfrutar de los pliegues más sencillos de su corta vida. Enclaustrado a la fuerza, encaramado a una silla de anea, me entretenía en dibujar un encaje de aliento en el húmedo cristal del balcón. Desde aquel privilegiado otero, descalzo y arropado por los rescoldos del horno que lentamente se consumían en la planta baja, observaba con la mayor cautela la danza con que los gorriones desmigaban en el callejón del chacho Laruta, picoteando aquí y allá, en cada una de los zurcíos que ribeteaban el viejo empedrado. Con su estridente trajín aventuraban que el día echaría el telón con tormenta.

La tarde se tejía plácidamente y con ella, con cada puntada, se deshilachaba una costura de luz.

Volcada en sus retazos, mi abuela, sentada en su silla baja y aprovechando el último hilo de luz de la ventana, se mete la tarde en un dedal. La matrona, aunque encallada en sus costuras, a intervalos más que calculados nos teje una cantinela previsora, una salmodia hilvanada en lo más hondo de los dobladillos de la genética de sus ancestros:

—Venga, poneos el calzao y venid al brasero, —nos avisa en una primera ocasión.

—Ca, ¡qué no! Venga, subid los pies a la tarima, —anuncia por segunda vez.

Irremediablemente llega una tercera y, previendo que nos iba a tener que amenazar zapatilla en mano, se lo piensa con calma y determina vestir con palabras sus argumentos. Y entonces, metida de lleno en el telar, nos relata una vieja historia, un hilo de memoria que bordó siendo aún chiquilla, hace muchos años, cuando urdía las entretelas de su infancia en el tiraz serrano de Doña Eva y al calor de su hermana, mi chacha Mariana.

Levanta la mirada de su labor y llama nuestra atención, comienza a relatar. Un lejano día, de hace tanto que ella lo vislumbra como una borrosa maraña hilada con fina seda, el paño de la tarde se hizo sombra y desplegó un manto negro, tan oscuro como la umbría que desagua en el río Pinto. Y viniendo el tiempo como venía, en noches como aquélla el chacho Bartolo tenía por costumbre enhebrar una buena lumbre y acostar pronto al hato familiar, porque se guardara el calor y para que, cuando llegase la tormenta eléctrica, los cogiese en paridera y con las esparteñas en alto.

(Seguirá)


martes, 11 de febrero de 2020

La primera miga: los Caminos de Indias por "tierra firme"

Con la primera vuelta al mundo de Magallanes y Elcano, Andalucía se embarcaría en la mayor aventura de su historia. Extremo y fin terrestre de la Vieja Europa, tras aquella singladura sería timón de gobierno del mundo entonces conocido. Sevilla y Sanlúcar, la agitación mercantil de sus puertos, impusieron su frenético ritmo a todo el Occidente Europeo y se elevaron como muelle donde atracarían mercaderes y navegantes de todos los rincones del orbe, en puente de mando de ideas expresadas en cualquier lengua, en lonja donde maridarían aromas y sabores de todas las latitudes del planisferio. Y de todo aquello, nuestra tierra, que se consolidaría como crisol de fusión cultural, heredó el gran acervo humano y turístico que hoy la identifica como origen y destino de la enorme aventura que fue la Primera Circunnavegación Terrestre.



domingo, 9 de febrero de 2020

El bosque sin árboles y los círculos de piedra (Cuento de Triana, Cap. 4)

Lo tenía por ahí despistado y se lo debía a varias amigas. Para leer capítulos anteriores:


Casi se estampa contra el resplandor de las primeras lucecitas de aceite petróleo, cuando el viento bravucón reculó y la dejó caer sobre unos círculos enormes. Situados unos junto a los otros, en ellos no asomaba árbol o mata alguna.

Me cagüen to lo que se menea!, siempre igual. Veinticuatro horas aquí, de guardia, va y se remueve un poco de airecillo, que te preparas para aventar…. ¡una leche!, se quita el aire y a joderse. –Escuchó Semillita vociferar a un señor mientras se desportillaba contra las piedras.
-¡Ay!, no salgo de un porcino y ya tengo otro –exclamó la semilla muy dolida.

Como pudo, gateando, se salió del empedrado para buscar lo blandito de la tierra que le diera cierto consuelo. ¡Y no tuvo otro lugar donde dejarse caer!, junto a la boca de un pequeño agujerillo, de una profundidad y negrura mayúscula.

-¡Qué fresquito! –comentó la inconsciente.

No pasaron unos minutos cuando de lo hondo del túnel emergieron dos ojillos medio cegatos, brillantes, pegados a una enorme nariz que no dejaba de olfatear. El bicho, medio ratilla medio conejillo, paseó a su alrededor varias veces, sin dejar de oler el rastro de la pequeña semilla.

-¡Ay!, que te veo malas intenciones -pensó por lo bajini Semilla mientras hacía lo que podía por encogerse y no temblar. Su intención era pasar desapercibida, tanto que deseaba hacerse invisible.

El topillo, que no era otra aquella alimaña, se acercó sigiloso, olfateando a su alrededor. Cuando Semillita intuyó que todo estaba perdido, se tapó la cara con las manos por no ver el desenlace…, contó unos segundos, se sucedieron unos minutos, pasaron las horas, o así le pareció… y nada de nada. Semillita, aburrida y doliéndole la cara de tanto apretar con sus manitas, decidió abrir los ojos. Se quedó estupefacta, frente a ella, totalmente inmóvil y con una sonrisa, había plantado un pájaro descomunal, con unas patas delgadísimas y un pico larguííííííísimo. Se trataba de una cigüeña blanca.

-Tranquila, no tengas miedo –le susurró con dulzura el ave-, el bicho se ha ido y yo no voy a hacerte daño alguno. ¿Qué haces por aquí, tan lejos de por dónde andan los tuyos? –le preguntó a Semillita.

-Pues la verdad que no sé, son cosas de unos vientos juguetones y las ganas por viajar de una, –le contestó encogiéndose de hombros-. Bueno, también es culpa de una tal Trompetilla, que me trae de aquí para allá con sus desvaríos.
-Venga -le dice la cigüeña, que se llamaba Cebû-, súbete a mis espaldas que te enseñe esto un poco. A ver qué te parece el lugar, luego me dices dónde te dejo que sea buen apaño y lugar.

Semillita se subió al lomo del pájaro, que por cierto era muy blandito y suave, y alzaron el vuelo. En un traspié se pusieron sobre la espadaña de una iglesia, el punto más alto del entorno y donde la cigüeña tenía su nido. Por debajo había unas campanas gigantescas.

Saludó a unos pequeñajos que medio dormitaban ya -pequeños por decir algo-, y se dispuso a observar lo que desde allí se veía y le mostraba Cebû. Aunque la tarde estaba muy avanzada y, por prever la inminente oscuridad, las primeras luces ya estaban encendidas, aún había la suficiente claridad para apreciar la panorámica que ofrecía el llano: casuchines de barro y piedra se mezclaban y sucedían con corrales y estercoleros. Por todos lados pululaba mucho ganao: cabras, ovejas, mulos y algún buey. Mal sitio para dejarse caer y echar raíces.

-Por ahí no hay quién te quité un mal pisotón o un bocao a bendita hora -afirmó con rotundidad Cebû mientras la miraba con cierto desconsuelo.

Semillita asintió con cara de tristeza.

-Venga, súbete de nuevo. Vamos a otro lugar, seguro que nos ofrece mejor perspectiva de lo que puede haber –le dijo con un brillo de esperanza en su certera mirada.

Viraron a levante, donde la luz era menor, en unos segundos observaron la presencia de un molino de viento al uso manchego. Antes no lo habían visto por la mayor oscuridad del lugar. Semillita quedó asombrada, recordó lo que le contaban de un gigante de cien manos.

-Ven, vamos a subirnos a este lugar. Seguro que tendremos mejor vista de la campiña. Ahí creo que sí, seguro que habrá buena tierra y un lugar que te ampare y te permita echar raíces.

Según se acercaron, Semillita vio con cierto temor como se trataba de un coloso circular y de piedra, un monstruo de brazos gigantescos y mal semblante que parecía querer engullir entre sus oscuras fauces a todo bicho viviente. Se trataba de un molino de viento que amenazaba con despedazar a la diminuta semilla entre sus robustas aspas.

-¡Ay, ay…! -cerró los ojos cuanto pudo creyendo que el choque era inevitable.

Cuando todo parecía perdido, la pericia de Cebû y el torbellino de aire que provocaban las aspas en movimiento las levantó por encima del capirucho del molino. Sin inmutarse y elevado sobre el fraile que coronaba el coloso, a modo de veleta impenitente, un búho, que vigilaba la posible presencia de algún ratón molinero, los vio llegar. Siguió el vuelo con la mirada mientras giraba la cabeza 360º, de una forma tan estrambótica que le puso a Semilla los pelitos de punta.

Viéndolos venir, el búho se movió un pelín de su sitio haciéndole un roalillo a cigüeña. Pero, como éste valoró que no había sitio para los dos, con cara de pocos amigos y a modo de saludo, salió de estampida.

-¡Descortés! –le chilló Cebû con toda la tranquilidad del mundo. A su espalda notaba aún los temblores de la semilla.
-¡Buf!, de la que nos hemos librado! -dio un suspiro Semillita.

A la derecha, en lo hondo, se apreciaban los tejados de unas casas pequeñas y achaparradas, de un blanco que rayaba la pulcritud, una iglesia gigantesca y un castillo en ruina que imaginó debía acoger una buena partía de fantasmas. Por debajo del cucurucho, en los aleros y debido a los gritos de pavor de Semilla, unas golondrinas chiquitas habían asomado la cabecita al exterior de la apretura de su nido de barro. Miraban con asombro a la compañía, abriendo con avidez sus piquitos en señal de alarma y aviso para los padres.

Pasado el temor del estropicio, durante un momento todo quedó en silencio. Por fin el corazón de Semilla se tranquilizó y se sobrepuso a tanto altercado, al menos por un ratito.

-Mira –le dice Cebû-, al frente tenemos la Campiñuela, es todo ese llano enorme. Ahí, los de mi especie, encontramos la mayor parte de nuestra comida, mal sitio para ti, pues el hombre no para de arar, trillar, rulear… echar venenos. En medio del pueblo hay algunos corralones desperdigados, siembras para verde y algún huerto, mal sitio, te arranca el hombre, te pisa una bestia o te mordisquea una cabra. A poniente, a este lado del río, se derraman varias dehesas serranas, quizá estén demasiado lejos, pero…, es lo que nos queda.
-Si lo ves bien, mañana te acerco -le decía Cebû mientras volvía la cabeza hacía atrás por si volvía el plasta del búho. Como estaba desprevenida con su discurso, no apreció una racha de viento provocada por un trompicón de las aspas y que se llevó por delante a Semillita, que andaba un poco despistada por el cansancio y los sustos.

Con la noche ya cerrada y la oscuridad dominante, cigüeña voceó mil veces, miró y remiró con detalle cada metro cuadrado del entorno pese a que la negrura se iba adueñando del lugar… pero aún con tan malas condiciones siguió con las pesquisas. Según cuentan, la mañana siguiente todavía andaba buscando y rebuscando por el molino, sin éxito alguno. Desconsolada, con toda la luminosidad de la mañana y sin encontrar a Semillita, sin más que se pudiera hacer, desistió y marchó a su nido donde sus polluelos ya la reclamaban.

Aún con todo en contra, todavía hoy se la ve sobrevolando por el lugar, escudriñando cada palmo y por ayudar a Semilla.

Ilustración: Juanba Martos Ramos

miércoles, 5 de febrero de 2020

Sobre la Semana Mayor y la memoria cotidiana

Domingo de Ramos, victoria
Cuando chico y por aquellos días, a los zagales que rondábamos el Corralón, un altozano en eterna ruina y excelente cubil para ocultar las muchas invenciones y trastás de la chiquillería, nos daba por entretener las mañanas de sopor, y no aburrirnos, con trajines que hoy sonarían a disparate.
Cuando el sol andaba en todo lo alto, los chiquillos veíamos a Juan Manuel, con regocijo y como si el buen señor condujera un pollino ataviado de palmas y ramoniza, doblar la empinada calleja del Cotanillo cabalgando sobre su cascajoso Pascuali. El artilugio no era más que un alboroto de hierros y reventones de carburador, un vehículo de un amarillo descolorido que avisaba anticipadamente y con gran estruendo de su llegada. Y era el piloto un señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del demonio, de fuerte vozarrón, un estampido según horas, pero de un corazón tan grande que no desmerecía el trueno de la voz.
Después de cientos de traqueteos y dejando atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el rumor estridente de las chicharras, llegaba al pie de las cuadras dominado por tal frenesí que más parecía baile de San Vito. Y de tal calibre llegaban a ser los meneos que, puestos los pies en tierra, aún se tenía unos momentos en vilo. El remolque, cargada hasta las trancas con alpacas de paja o haces de ramón, según tiempo, por su esperpéntica forma en nada desmerecía a las más afamadas e históricas torres. Unas veces a la muy fotográfica Torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga, y no eran menos las ocasiones en las que la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la compostura.
Miércoles Santo, traición
Martín Esteban había sido cabrero y ganadero de lana desde siempre, como lo fue su padre, lo fue su abuelo y con seguridad algún pariente suyo iba en la tropa de Abraham cuando movió su hato de ovejas por medio Creciente Fértil. De andares nada vacilantes y dormir poco, como burro y a cabezás, era hombre de morder aquí y allá, como las hormigas, de juntar mucha plata, gastar ninguna y vender a su padre si era menester. Habiendo heredado un rebaño considerable, en poco tiempo, y por su mucho bullir, lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo. Contrariamente, día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Pero hete ahí, que en las cosas de su hacienda, y dejándose llevar por los consejos de los que decían tener buenas entendederas y mejor apostolado, había cambiado el campo abierto por las cuadras, pastorear a la par que el ganado por darle vuelta y grano, cantar coplas al viento y disfrutar soleándose por un bregar sin tino… y ahora se quejaba de andar sin cuartos y día con día se le resecaba el alma.
Jueves Santo, humildad
Pese a lo intempestivo de las horas, el lugar era hospitalario y olía a tierra mojada, generosa. La atmósfera era limpia y la sensación acogedora, como tarde cuando amaina la tormenta. El anciano, hombre humilde, de huerta y pocos excesos, de pan y vino diarios, me observaba con las manos atrás y ligeramente encorvado hacia delante. El Tuerto, le llamaban. Unos lo tenían por huraño y cenobita, otros lo consideraban muy leído y hombre de costumbres austeras. Él se tenía por gente de bien en su justa medida, de lavarle los pies a cualquiera que viniera de buenas. Lo cierto es que el labriego era de porte bronco y ojo más seco que ripio, según se dice fruto de un disparate digno de no contar. Su silueta se elevaba más tiesa que erguida, solitaria y retorcida como almendro centenario en estepa. En su papel de augur, se decía autodidacta y sabio que pocos comprendían, y era considerado viejo para todo y por todos. Quizá fuera octogenario, al menos lo parecía. De cotidiano, andaba entregado a su hacienda mientras recitaba una cantinela perenne: contaba que con aquello de ser la huerta aprisco de muy atrás, por allí caía gente de todos los estamentos, los de un bando y los del otro, los que se rigen por el César y los que se arriman a lo sagrado, unos y los otros, dando instrucciones de cómo debía hacer esto y desandar lo otro. Con rotundidad, afirmaba que estaba hasta las narices de tanto sujeto empeñado en evangelizar, que él ya sabría qué oración y a quién rezar cuando tocara. Auspiciaba, con vehemencia, que cualquier día le soltaba los perros a tanto apóstol ungido.
Viernes Santo, sacrificio
Con rigores climáticos tan contrarios y noche tras noche, Juana, que llamaban la Recortá por su escasa altura y volumen, hacía honor a su apodo intentando conciliar el sueño totalmente encogida, simulando la posición de un feto y como si fuera muy poca cosa. Dormitaba bajo la bóveda de la solería del Camarín del Cristo, junto a la boca del aljibe que el inmueble guardaba en sus entrañas. Más amodorrada que durmiendo, por la mañana aseguraba tener siempre los pies en alto no fuera a fulminarla un rayo.
Era el cubil estrecho y a la sazón húmedo, de paredes poco elevadas y la techumbre apretada contra el solar. Sostén del propio camarín, era cimiento de la cruz del Cristo y de la suya propia. Ocupaba el lugar lo más hondo de un macizo torreón que, a modo de bandera, ondeaba en la cima un caballete con una enorme veleta cruciforme. Según opinaba la Recortá, aquel amasijo de hierro tenía encomendada como protectora función la de hacer de pararrayos. Todo aquél que sabía de ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus funciones, nacida en el tajo e hija y nieta de santeras. Pero en noches de trajín eléctrico como lo era ésta, pese a todo su afán y querencia por lo que custodiaba, todo le traía al pairo…, incluido su buen consorte que nunca llegaba con hora.
Y era Horacico cojo y marido de la susodicha. Siendo de diario hombre de huerta y cantina, siempre llevaba de reata a su Verea, una pollina deslomada y dócil. El nombre del animal no era casual y parecía más puesto por Juana que por el compañero de ronda de la borrica, pues noche sí y noche también entregaba al propietario en situación poco decorosa. Y en tardes como aquélla, Horacico, justificándose con las inclemencias del tiempo y la obligada necesidad de no mojarse por su poca salud, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando así calarse por fuera, acababa empapado por dentro.
Sábado de Gloria, purificación
En mañanas como aquélla, de agua calaera y purificadora, de olor a tierra y laero removido, gustaba de poco hacer y conseguir mucho parlamento, de respirar con anchuras y andar a la vera de Antonio. Con la charla, nos daba por rodear el castillo y patear las terrazas “de la Mona”, por ver si aparecía algún tiesto raro, un cacho de herrumbre raído y fuera de costumbre o cualquier moneda sin valor ni dueño…, y aquella mañana no tenía por qué ser de otra manera.
Pese a la lluvia, el goteo de viajeros no cejaba. Gustaban de hurgar en los misterios de la fortaleza. Algún que otro despistado, fuera de redil, se asomaba al mirador huyendo de la batuta del guía. Mil veces puesto en el mismo vericueto y situación, no tardabas en escuchar el mismo eco:
—¡Cuánto olivo!
A esto, respondía uno como si no fuera ajeno a la escena:
—La extensa llanura que ve a sus pies fue ocupada por una cuña marítima, una sedimentación muy lenta provocó la existencia de este valle. Hasta hace poco más de 8 millones de años todo lo que ve estaba ocupado por una enorme lámina de agua, de ahí la fertilidad de esta tierra.
Antonio, alejándose con aspavientos, voceaba sin dirigirse a nadie en concreto:
—¡¡¡Un mar!!!, pues no dice que ahí abajo había un mar. ¡Lo habrá visto él!
—Que sí Antonio, que es así, —le respondía yo—. ¿Es que no sabes de las muchas y enormes conchas que aparecen por encima de la Casa de las Señoras?, —le argumentaba.
Abajo, en el llano, el humo de cien hogueras alimentadas de sierpes intentaba elevarse. Antonio aligera el paso y se adelanta unos metros mientras sigue rumiando a media voz:
—¡Vaya “socólogos” estos!
Domingo de Resurrección, renovación
A mediodía y metidos en la andanza, sin haber encontrado la compostura hidráulica que buscaban, doblaron al barranco de la Salsipuedes, donde las aguas que traían como guiadera volcaban en el cauce principal. En la lejanía, por encima de ellos, vieron removerse una silueta, confusa. Se trataba de Braulio, un viejo huraño que se entretenía trajinando calicatas sobre un promontorio elevado, un otero que se alzaba donde los arroyos de la Rumblosa y Valdeloshuertos entraban en nupcias. La loma, que semejaba un reseco espolón, se asomaba al lugar donde las aguas de los dos arroyos se entregan al padre Rumblar. Se le veía trasteando entre pizarrones y chaparreras, removiendo tiestos de orzas y tinajas bajo el enorme cortado de Peñalosa, un gigantesco y mágico despeñadero, un lugar donde, desde viejo, anidaban búhos reales y cigüeña negra. En el peñasco, con cada renacer, se desperezaba el astro solar.
Subieron en su busca por revelarle lo que traían y pedir opinión. El anciano, tras los saludos de rigor y sin dar pie a que le contaran la obligación que rumiaban, les comenta que “andaba tras los pasos de una ciudad invisible y eterna, y que siendo como era de no dejarse ver habría de llegar el día que diera por verse”. Previendo gestos y burlas de los contertulios, se ratifica diciendo “que entonces pocos se reirían de su entrega y afán”.
Moraba el vejestorio riacho arriba, bajo una peña, más tinada o paridera que casucha, bienviviendo con lo justo, lo que le daba un huerto pergeñado junto al regato, cuatro gallinas de poner huevos y un soto de conejos… un paisaje en constante renovación. Y era Braulio hombre enjuto, nervudo y fibroso, de poca y plateada cabellera, con tantos años a la espalda que cuando intentaba enderezarla tenía que hacer un esfuerzo de más. Y era persona de meter cabeza en agujero chico y ya no sacarla.