sábado, 18 de diciembre de 2021

Candelaria sin lumbre, Revista de creatividad literaria Manxa

Con puntualidad, cruda, la noche se viste de negro. Gélida, pero curativa, umbral y aurora del necesario amanecer.

En la hondura del llano, vencido por la memoria que me sumerge entre chatarra y melancolía, espero plácidamente y como espectador mi primera candelaria sin lumbre. Por frente, en medio del chortal, un enorme andén de noria pugna por emerger del lodazal. Desde la lejanía y al amparo de la oscuridad, observo que en la Era de la Lechuga, en el llano de Santa María, sobre las ruinas del Corralón y hasta en los quebrados peñones del Mazacote un rosario de minúsculas lucecitas que se elevan con movimientos ondulantes, luciérnagas que oscilan domeñadas por el viento y que distorsionan las sombras de casonas y callejas, la realidad que parece y no es. Remolinos de humo que bailan al son de un frío que hiere, pavesas balanceadas por el cierzo, pequeñísimas almas que escapan en movimientos concéntricos hacia el cielo que las reclama: una negrura claveteada por miles de estrellas centelleantes.

Sumido en la derrota de mi soledad, emergen del humo dormido postales borrosas, lejanas en el tiempo, de mañanas que olían a harina tostá, raspadura de limón, canela y matalahúga. En el recuerdo, los inviernos de mi infancia duermen mecidos por una lenta sucesión de aromas dulces, aceite nuevo y panes que te miran con unos ojos muy grandes. Con la Pura arrancaban los mixtos, un mantecado gestado por la sabiduría familiar, una dulzaina singular que impregnaba con efluvios de anís la tahona del Cotanillo y sus aledaños. Por momentos, cuando se disipa la niebla que encapota el recuerdo, con cierta vaguedad se dibujan escenas iluminadas por cientos de estrellas dulces que alumbran pilas y pilas de latas ennegrecidas… y a un chiquillo que no levanta un palmo. Con la camisa arremangada y embadurnado en harina, el mocoso imagina lo que desea y jamás se hará realidad. Tras la cosecha generosa, los estertores del otoño presagian que con el invierno podría empantanarse la noche más larga.

La candelaria estaba próxima, se barruntaba los preparativos, y la rueda de juntar leña echaba a andar. Comenzaban dos meses de acarreo de cualquier cosa que ardiera, pero también era tiempo de algarradas y tropelías sin límite que conseguían apaciguar algunas inquietudes y el ímpetu sin razón de unos zagales con poco rumbo. De entonces, el humo dibuja estampas que he perdido con el hilo del tiempo, escenas donde la chiquillería arrastra leña recogida en la dehesa, de noches que llegan pronto y te cogen con el haz de ramón a media Amargura y de mañanas frías en la solana de los Turrumbetes con la única intención de segar el cantueso que prendería el corazón de la lumbre. Pero también me trae imágenes de mucho juego e intrigas infantiles en la penumbra del Cotanillo, o en la anchura de la Llaná, metido en alguna pelea a pedradas por robar unos costeros. De cuando en cuando, de entre la borrosa maraña de recuerdos, emerge una fogata calcinada antes de tiempo por impulso de una mente traviesa. La candelaria nos acercaba al terruño y nos hacía comulgar con nuestro entorno. Codo con codo, entre juegos y peleas, tropezones, porcinos y risas… nos hermanaba con cada uno de los rincones de nuestra geografía más cercana. La mágica umbría de las Migaldías nos envolvía bajo su manto verde y nos vendía esperanzas que igual nunca llegaron; suspirábamos ante el enigmático silencio que desprendía el hoyo de la Cueva la Mona mientras esculpíamos un corazón en el Peñón Gordo; y nos atenazaba un miedo atroz con solo escuchar el nombre de la Encantá, un disparate de señora que enjuagaba sus pecados en las oscuras aguas del Pilarejo. Corríamos sin tino ni dirección por la Piedra Escurridera, un berrocal de fantasmagóricas siluetas rocosas… y nos empapábamos con sueños vanos en el arroyo de la Zalá… Nos hacíamos con cada rincón de nuestra tierra, lo domeñábamos y lo respetábamos. Las últimas ascuas traían juegos de barro viejo, cantos y bailes de sierra y renacer, noches de alboroto y tradiciones ancestrales hoy pisoteadas por una modernidad malentendida, por un egoísmo que atenta contra la comunidad y el uso común de la tierra, que ya nada quiere saber de raíces… En el recuerdo, se escucha el eco de campanas que doblan por unas formas de entender la tierra que se apagan. Hoy casi todo es ceniza, noche y desmemoria. Quizá y por todo, siempre, tras la euforia y sin falta llega la noche más cruda.

Con los años, aquella noche, la de la candelaria, se hizo más larga. Al vértigo de la lumbre, sin apenas trance, dieron paso las obligaciones que imponía la nueva realidad. Y así, tras la fiesta de la víspera, la madrugada de San Blas gestaba cientos de rosquillas, las de la greña en la tética, que, por entonces y como diría mi abuela Pura, eran el mejor remedio para cualquier mal de garganta… y quizá para la desmemoria.

Al final de todo, cuando podría parecer que la noche medra y se hace eterna, entonces, sin falta, llegará el nuevo solsticio, mudará la escena y se tornarán los intérpretes. El ciclo de la vida volverá a girar sin preguntarse razones: Deus Sol Invictus.

* ¡¡¡Mil gracias a mi amiga Rosa Cruz por tender puentes!!!





sábado, 11 de diciembre de 2021

Camino de las Quebradas por el Campo de San Miguel...

... a modo de ficción literaria y prólogo al escrito de mi amiga Rosa Cruz. IX Congreso Virtual sobre Historia de las Vías de Comunicación. Para descargar el texto completo y todas las ponencias del Congreso, clicar aquí

Es posible que Miguelico, hace una eternidad, debido a la enorme envergadura de su cuerpo y la mucha garra que dan los pocos años, luciera como el verdadero galán que ya no era, o al menos no lo aparentaba. Esa facha quedó amortizada en los vericuetos de la mala memoria de algunos, con los tiempos que corren lo único verídico es que su apelativo, en cierta manera despectivo, responde con adecuada corrección a la piltrafa que ahora cuelga de su esqueleto.

El tipo era natural del barrio de San Pedro, a tiro de piedra de las ruinas del alcázar viejo de Baeza. Huérfano y de linaje venido a casi nada, desde muy chico se pegó de tortas con todo cristo. Muy pronto comenzó a batallar y preñar entuertos, más que deshacerlos, y no hubo guerra, batalla o trifulca de la época en la que no tuviera parte y protagonismo. Integrado en el Regimiento de Dragones de Villaviciosa, trasteó por media Europa, El Caribe y América del Norte, donde le tocó bailar con las diferentes escaramuzas de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos. Después volvió a España para darse de hostias con los portugueses, en la Guerra de las Naranjas. Por aquellos primeros años del siglo que le tocó desbaratar, como estábamos de buenas con los franceses, Miguel se alistó en la tropa que apoyó a los ejércitos napoleónicos para poner patas arriba la media Europa que le quedaba por hurgar. Se ve que no estaba lo suficientemente contento con haber sido objetivo de mil disparos de mosquete y tener suficiente metralla en su cuerpo como para dislocar la brújula más precisa. Desde Etruria, atravesó los reinos de Italia, Baviera, Sajonia y Prusia, para sentar sus posaderas en la Pomerania Sueca con la intención nada desdeñable de conquistar Alemania y el Reino Danés. Pero, puesto sobre aviso de los nuevos desencuentros con el francés, en medio de una sarta de cañonazos atravesó el Mar del Norte para regresar a España y defender la bandera. Nada más arribar a las costas del Cantábrico, atravesó toda la Península para unirse al ejército de Extremadura y darse de bruces con la batalla de Talavera, donde cayó de la grupa, perdió la mitad de los dientes y recibió varios enganches de bayoneta. Una vez repuesto, sin caballo y por no enmendar la plana, se enroló en los ejércitos que debían proteger la huida del Duque de Alburquerque a la Isla de León.

Se dice que herido de nuevo, con muchos años guerreados y diversas condecoraciones, cojitranco y sin más horizonte que un retiro digno en sus tierras de Baeza, se vería inhabilitado para el servicio de las armas. Otros, más leídos, afirman que lisiado, renegando de tanta muerte, decidió dejar atrás una vida de desolación. Aunque hay quién afirma, con muy mala fe, que en verdad ya no le quedaba pueblo, raza o color con quien romperse los morros. Volvió a casa con la esperanza de malvivir con las rentas que el ayuntamiento baezano le debía entregar como premio a sus condecoraciones, pero el consistorio, que bien sabía distinguir entre dar las gracias y dar tierras, hizo de su capa un sayo y lo envío a trajinar de ventanilla en ventanilla burocrática, como era costumbre de la época. Estando en aquella situación y con una soldada irrisoria, obligado a tragarse la distinción que portaba en el pecho, que no era otra que una estrella polar y el lema 'Mi Patria es mi Norte', parece ser que tomó la decisión de emigrar a Villamanrique, un villorrio ubicado en el Campo de Montiel, en las estribaciones septentrionales de Sierra Morena, donde tenía una hermana, o quizá sobrina, y acabar sus años quemando piedra en un viejo y desmadejado yesero en desuso. Aunque esto último son decires de corrillo y no hechos suficientemente contrastados[1].

Como el lugar de la cochura en los hornos estaba más para allá que para acá, o lo que es lo mismo en las inmediaciones de la cercana Puebla del Príncipe, el susodicho se hizo de una burra, Verea la llamó, que lo moviera en sus muchos trajines por las anchuras del Campo de San Miguel. También compró una cabra. La una era sumisa, la otra harto parlanchina. Metido ya en su diario, día con día quemaba en el yesero ripios de una roca muy blanquecina llamada de aljez, una piedra que con cierta mesura iba sustrayendo de un otero paliducho erigido frente a las eras de la población, donde la tradición aventaba ganancias. Se trataba de una ligera elevación que dejaba intuir que la sierra se iba al traste y la primera llanura manchega esgrimía sus resecos intereses. Durante el tiempo de espera, que no era poco y aún se hacía más cansino si había con qué calentar la cabeza, como era el caso, las muchas culpas que envolvían el alma de aquel tipo, y como si se tratara de una siniestra metáfora, se recocían y le obligaban a recordar y revivir los momentos más trágicos. A la par que la encina y las coscojas crepitaban calcinando el mineral de yeso, con cierta y recreada lentitud, los campos y bancales comenzaron a desnudarse con vertiginosa crudeza y la solanera plantó sus primeros reales en el lugar. En poco tiempo no le quedaría una mala sombra donde resguardarse de las penurias cotidianas y de las que ya cargaba en el macuto de la memoria.

El tipo, viendo que perdía con la espera, decidió ganarle la batalla al tiempo con otros menesteres menos monetarios, pero de mayor ganancia espiritual. A tiro de piedra del yesero asomaba un quebrado farallón rocoso, volviendo sobre sus pasos y siguiendo el Camino de las Quebradas, un hilo polvoriento que rompía la quietud de la paramera y vagaba entallado entre frondosos emparrados y rastrojos resecos, como la vida misma. Fondeada a un lado de la vieja senda de Almedina barbechaba esta antigua cantera, una boya de sangre anclada en un mar de arcillas rojas. Más allá, a poniente y cerrando la línea del horizonte, se elevaban las mencionadas Quebradas a modo de una enorme ola marina que se nos viniera encima, como una barrera de arrecifes fosilizada desde tiempos inmemoriales. Se trataba de una ordenada sucesión de obleas cársticas en dislocada posición vertical, valga el símil, un frente de hoplitas dispuesto a vencer a los más temibles ejércitos del tiempo y la desmemoria. Siempre estuvieron ahí y es como si quisieran mantenerse en el lugar por toda la eternidad testificando, contrariamente, la cambiante mutabilidad de este mundo

La ‘piedra grana’, como algunos la llamaban, u ‘horadada’, que dice la cartografía del momento, era mucho más fácil de tallar que la caliza de las Quebradas, también es más voluble al paso del tiempo y a la huella del hombre, de dar fe de las historias y tragedias de este mundo. Quizá fue por esta causa que Miguelico, Miguel Rodríguez, último vástago de aquellos 200 Dragones de Santiago de la ciudad de Baeza, los que cabalgaron a sus anchas por las desmembradas taifas andalusíes tras los pasos de Fernando el III, la eligió como soporte donde imprimir su memoria y los pocos anhelos que aún le quedaban. Aunque también es posible que hiciera tal elección por ser camino de mucho tránsito de los ordenados en Santiago sitos en la comarca, en sus idas y venidas a Caravaca, Encomienda de Santiago, cabeza de Partido y custodia del lignus crucis. En la cimentación de la misma, durante los muchos ratos de calcinación, fue socavando un pequeño santuario, más tinada que eremitorio, un diminuto altar de ofrendas. Es posible que lo hiciera para reducir su estancia en el purgatorio, si así fuese penado, pero lo más cierto es que su interés estuviera en minimizar su condena y suplicios en los infiernos, destino que le era mucho más probable. De frente y al fondo del diminuto recoveco, sobre la pared, el morabito fue tallando diferentes símbolos y cruces, según el día y la compostura de cuerpo y alma, con especial presencia de la Santísima Vera Cruz de Cristo y una cruz patada. El hombre, que de muy locuaz tornó a callado y casi mudo, nunca dio mucha explicación de los motivos que lo movieron. Es posible que los grabados estuvieran de mucho antes, de cuando aquello fue cantera y no tenían más simbología que buscar protección para el lugar y la faena, y el anacoreta tan sólo los respetó y acondicionó como eremitorio. También podría ser que el enclave tuviera un papel principal en el camino histórico que unía Villanueva de los Infantes, en realidad una buena parte del Campo de Montiel, con el lugar santo de Caravaca bajo jurisdicción de los santiaguistas, y como tal quedó remarcado con aquellas cruces. No hay que menospreciar que la Vera Cruz era el mayor tesoro de esta bailía y, como tal, baluarte de los ordenados en Santiago. Aunque, por otra parte, tanto el lugar como el camino podrían haber tenido mayor alcance territorial. Cabe entonces la posibilidad que el tramo se correspondiera con el muy bien reseñado por los cartógrafos como Camino de Granada a Villanueva de los Infantes por el Puerto de Montizón y Villamanrique, ciudad que en sus primeros días fue nominada como Belmonte de la Sierra; o quizá sea una variante del mismo, anterior y fosilizada en el tiempo, heredera del periodo andalusí, cuando Almedina tuvo un papel protagonista como encrucijada principal en el Campo de Montiel.

Pudiera ser, aunque seguro que esta opinión cuenta con escasos acólitos, que estas cruces nada tuvieran que ver con tanta cosa de enjundia y actualidad, que en realidad sólo fueran un recuerdo, una ‘quimera’, de unos orígenes personales lejanos, de una grandeza perdida en el camino de toda una vida. Una evocación de aquella Compañía de los Doscientos Ballesteros del Señor Santiago que anidó como gavilán en la plaza fuerte de Baeza.

Se sucedieron los días y las lunas, el páramo ganó presencia y vistieron el Campo de San Miguel todos los colores imaginables. Una tarde noche de ábrego, bajo las pocas estrellas que se intuían, recordó Miguelico el sonido de la lombarda y el olor a pólvora, rememoró la carcajada de la muerte. Puede ser que fuera algo intuitivo, pero buscó refugio en el interior de la covacha, junto a las cruces, y allí se acurrucó como cuando crio. Sólo fue un instante, pero todos los vecinos de la comarca lo escucharon, en la Puebla y Villamanrique, en Almedina y Torre de Juan Abad. Incluso en el castillo de Montizón, cuyo alcaide decía oír poco, y aún en el pueblo más lejano de Terrinches. Sonó como un golpe seco, como si el pétreo rumor de las Quebradas hubiera intentado avanzar sobre una playa imaginaria. ¡Fue como una andanada de artillería en mitad del océano! El techo de la capilla había caído como una sola roca sobre el cuerpo del baezano certificando una muerte que ya regresaba a sus tareas y tenía el punto de mira en otros pagos. Los ripios de piedra desempeñaron su papel como eterno sepulcro de aquel tipo. Olvido, silencio.

Fotografía: Campo de San Miguel / autora: Rosa Cruz Cabrera 

Poniendo epitafio a tanto trajín, llegó la siega y a su fin la calma.

Primero fue la Orden, que se disolvió. Luego vino la huella, el camino, que cayó en desuso. Después, muerto el fundamento siempre se espera ruina y, con tal proceder, le tocó mísero turno al puente sobre el río Guadalén, quedando sus piedras expuestas a la más dura intemperie y a la desmemoria. Finalmente, aquel yeso ‘colorao’ dejó de ser útil para una modernidad modelada de acero y hormigón y sus hornos acabaron como estercoleros. Hoy, cuando no hay más silencio que el ruido de la chicharra y un disparo al aire, las cruces nos evocan el recuerdo de un viejo hidalgo, el último, y los caminos una y otra vez cercenados.


[1] El personaje y su carrera militar están suficientemente contrastados, no así los años finales de su vida: López Cordero, Juan Antonio: ‘El último hidalgo baezano’. En Crónica de la Cena Jocosa de 2000. Asociación de Amigos de San Antón. Jaén, 2001, pp. 63-66.