domingo, 24 de febrero de 2019

Sobre turismo y senderos temáticos, Baños de la Encina

Territorio, turismo y senderos temáticos: el caso de Baños de la Encina, Jaén (para ver pincha en el título que antecede)

Editorial: Thomson Reuters Aranzadi
Documento Fuente: Manero Miguel, F.; García Cuesta, J. L. (Coords.): Patrimonio Cultural y Desarrollo Territorial. Cultural Heritage & Territorial Development. Thomson Reuters Aranzadi, Cizur Menor. 2016. P. 277-308.
Patrocinador: Este libro forma parte de los objetivos y resultados del Proyecto de Investigación CSO2013-47205-P «Cultura y patrimonio como recursos territoriales: estrategias de desarrollo sostenible e impactos espaciales», del Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científico Técnica de Excelencia, Subprograma de Generación del Conocimiento del Ministerio de Economía y Competitividad. Los coordinadores figuran como Investigadores Principalesp. 277-308


martes, 19 de febrero de 2019

A la Cueva de la Ventana y Los Chorros por el Arroyo de la Cereceda

Hay ocasiones en las que realizas un sendero y, siendo de nuevas, con las mismas te recuerda otro que tienes bien atrapado en las redes de la memoria. Y así me pasó días atrás con éste del arroyo de la Cereceda, que lo es también de la Cueva de la Ventana y Los Chorros, y con otro, pariente cercano, el del Huerto de la Monja que me pateé con mi tío Dioni y mi primo hará ya para treinta años. De aquél nos trajimos un buen hato de castañas, algunas colmenas de corcho desvencijadas y mucha enseñanza; de éste de ahora nostalgia, buen rato y mejor gente, y como siempre, siempre, mucho bien aprendido.

Dejamos los coches en un anchurón al pie de la carretera de San Lorenzo y Huertezuelas, que es también la que lleva al nacimiento del Río Grande o del Robledilo, que andando aguas abajo se abraza con el Pinto para gestar nuestro Rumblar. El llanete que hace las veces de parking, polvoriento y desangelado, da paso a un camino de firme terroso y un bosquete de eucaliptos -mala hierba bien agarra-, que queda esquinado a la diestra. Situada a tiro de piedra, en nada nos apremia una pequeña urbanización que se alarga y eleva, a la par que la traza que ahora llevamos de la mano de “Mikiki”, Juani y Sonia, la gente de la Asociación Charco del Batán. Mientras que por la siniestra vamos dejando chalés y casonas de mejor o peor cariz, a poniente se desparrama un monte joven, vigoroso, de retama, jara y jaguarzo, de chaparreras que quieren aparentar y quejigos de porte, de madroñas que dan lustre y dibujan una postal amable, de tierra buena y sierra fértil, que se quiere. Cuando ganamos altura, aparecen las primeras matas de enebro y un bosque disperso formado por pinos de reforestación. Siendo este paraje Sierra Morena, no es el lugar pago como por los que uno anda a la solana del macizo, pues se asemeja más a Despeñaperros y al macizo del Burgalimar, y aún a Las Hermanas y Puerto Claro. Pese a ello, al comienzo del sendero, de cuando en cuando y muy tímidamente, quiere mostrarse un salpicón de pizarra, como la nuestra, la que da forma a la cuenca del medio Rumblar.

A poco, cuando superamos la portera del monte público del Viso y en una curva bien cerrada, nos dejamos caer a la diestra por una estrecha vereda que rompe más en caída que en descenso el macizo de cuarcita que ahora surcamos, que ya quiere volcar al barranco para asomarse a lo hondo del arroyo. Nos dejamos ahora caer por un senderillo que se apega cuanto puede a la malla. A media altura y en una y otra vertiente, a modo de escalones gigantescos y como si fueran entrecejos malhumorados, se elevan una decena de poyos de cuarcita, como si la naturaleza hubiera querido abancalar las alturas desde siempre, dando ejemplo y modelo a la hacienda agrícola de los hombres que habrían de doblegarla. En el frente, en uno de aquellos poyos, la panorámica nos adelanta uno de nuestros objetivos: la Cueva de la Ventana. ¡¡¡Nadie nos avisó de la señora pendiente que venía!!!

En descenso, un continuo zigzag nos deja junto al hilo de agua, donde un ejército de gigantescos hoplitas arbóreos da escolta y sombra a la frescura del arroyuelo. Al hilo, como si de un veterano jefe se tratara, un recio fresno de proporciones desmesuradas se planta en medio de la espesura, a modo de un eterno guardián de los silencios que guarda la sierra. Por bajo mismo, las aguas apaciguan su dejarse llevar preñando una pantaneta, la misma que surte de agua potable al pueblo de El Viso. Tras un necesario descanso y reagrupamiento del grupo –que en estas cosas de la organización e intendencia, la Asociación Charco del Batán que nos comanda es de sobresaliente-, comenzamos la subida a la Cueva, ¡que si la bajada era de aúpa, la cuesta es ahora de nota superior! En todo caso, con paciencia y buen paso llegamos arriba de manera más o menos decente.

Es la Cueva de las Ventanas un geositio interesante, una cueva de doblados pliegues de cuarcita que debió ser empleada por el hombre en diferentes épocas y momentos. Aunque no apreciamos indicios de pinturas rupestres, con seguridad sirvió como aprisco de ganado y, según nos contaron, como refugio de “maquis”, como así nos permitían fabular las balas de plomo encontradas a su vera. Aprovechando la bonanza y apacible sombra del lugar, a su vera se organizó el desayuno. Un servidor, menos entrado en estos oficios, utilicé el ratillo del refrigerio para olisquear el sitio e intentar conocer con más profundidad sus cosas. Y, como es uno de mucho bajar la vista y escudriñar cada piedra, en un ratillo ya tenía una talega de casquijos, que entregué a la gente de la Asociación para que los hicieran llegar al Museo Local. Aunque la mayoría de los cacharros eran de diferentes momentos de la Edad Moderna, algunos de un barnizado de alta calidad, me pareció que una pieza, muy deteriorada, podía ser de origen romano. Otras dos debían pertenecer a la Edad del Bronce (fueron cocidas mediante reducción). Uno de los trocitos, muy pequeño, mostraba con coquetería una esplendida carena.

El regreso, ahora en caída casi irrefrenable, tuvo como escenario la misma vereílla, un senderillo que ofrecía unas espléndidas vistas de la incipiente llanura manchega. Al llegar al arroyo, junto a la pantaneta, la gente de la asociación abrió una portera que nos permitió seguir el curso descendente del arroyo ¡¡¡espectacular!!! Al poco, cruzando una y otra vez la reguera, llegamos a un bonito salto de agua, Los Chorros, todo un espectáculo natural que de haber sido año de buenas lluvias hubiera sido imposible narrar por la belleza que cobija. Por bajo, recibiendo las aguas y dando forma al Charco, se dibuja una hoya tomada por magnífica horda de castaños, una fronda impregnada de magia. Junto a la margen izquierda del arroyo se elevan unos robustos machones fabricados con cuarcita y calzos de teja, soporte de los caces que, en su día, derivaban el regato para suministrar energía hídrica al vecino batán, situado apenas unos cien metros más abajo. Protagonista de la bondad de muchas haciendas, también de mil desventuras, es hoy figurante del mayor de los abandonos. Pese a ello, como un gigante herrumbroso muestra hoy la grandeza de su cubo pétreo.

Siendo el regreso por el mismo lugar, no hubo más que subrayar que no fuera la espectacular panorámica que nos ofreció la cota más alta de la vuelta, que nos permitió apreciar el despliegue de los caseríos de Calzada y Puertollano, pero también pudimos distinguir como rompía el pico de la Atalaya el horizonte y de qué manera la recia efigie del histórico castillo de Calatrava se perdía en la lontananza.

Y, por supuesto, agradecer enormemente la excelente dirección de la Asociación Charco del Batán y la agradable compañía de todos los que nos acompañaron. Punto y seguido a este sendero de reminiscencias tan prerromanas y ecos quijotescos, ¡¡¡hasta la próxima!!!















lunes, 4 de febrero de 2019

A vueltas con la advocación de la parroquia de San Mateo


Ando de recuerdos en una mañana de lluvia, gris y con tempero, de apegarse a la lumbre y dejar anchura para la buena tertulia. En este trance, cuando el otoño llora en cada rincón y el invierno apenas carraspea, me vienen a la memoria días como éste, de cuando caminaba con prisas, a trompicones y sin tener una meta clara, de cuando aprendíamos de la vida con más de un desencuentro y abundantes moratones. Por entonces, no había caída o leñazo que no caminara parejo de mi primo Dioni y la oportuna retahíla de ganapanes del momento, hombro con hombro.

Cuando finalizaba la faena nocturna que tenía por encomienda paterna, por la ausencia de obligaciones de la partía y debido a las inclemencias meteorológicas, pastoreábamos con algunos litros y una tripa de salchichón, en un cobertizo volado de la nave de las cabras de mi primo, al amparo de una lumbre y pergeñando cien desvaríos. Se trataba de un cuchitril elevado sobre el horizonte, que colgaba impunemente del inmueble principal y daba cobijo en sus bajos a un hato de pitas. En más de una ocasión, cuando la climatología cabalgaba muy en contra y no dejaba a los mayores otra salida que verlas venir bajo techo, nos veíamos obligados a compartir posada y vino con su padre, mi tío Dionisio, y el bueno de Goyico, un tipo ocurrente. Pasados los años, que ya son muchos, recuerdo con menor placer las bondades del condumio, que entonces nos parecieron fetén, y con mucho más agrado la tertulia, amena e instructiva, aunque por aquellos días nos incomodara por lo que tenía de custodia paterna. De entonces, de aquellos trajines, atesoro algunos de los pocos argumentos que conozco sobre los asuntos de campo, sus saberes y misterios. A estos encuentros al calor de un vaso de vino le debo el mucho valor que hoy le reconozco a esta “repudiada” ciencia de preñar la tierra.

En aquellos días y situación, también por los azares de ser modernos, accedíamos a las cuadras en una suerte de cuatro latas de diferente pelaje que nos subían al rabioso compás de Kortatu (Nire burua babestu behar dudanez, / eta iragana da oso azkarra, / karrera bat egingo diot… -Como tengo que protegerme, / y el pasado es muy rápido, / le haré una carrera a la memoria-), hasta donde nos permitía la pendiente y cascajosa geografía y la mucha estrechez del pasillo final… y las tartanicas nos soltaban casi a pie de tajo. El tramo restante, muy corto, era andando y complicado, de mucho charco y no menos barro, una ciénaga de dejar los perniles del pantalón hechos un ecce homo. En el interior, la nave aneja a las cuadras, de aperos varados en la incertidumbre de una mañana dudosa, era ancha y medianamente desordenada, oscura y fría, tomada por una atmósfera donde bullían a la par diminutas motas de tierra colorá y finísimos hilos de pulpa, una espesa masa oscura sajada en oblicuo por un cálido cuchillo de luz. En un suspiro dejábamos atrás el vestíbulo mientras nos sacudíamos el barro a pisotones. La cocina, al fondo, pese a su estrechez y poco avituallamiento, era hacienda de mayor agrado. Le daba ser un cuchitril abarrotado de luminosidad, un cuadrilátero donde se escuchaban con gozosa paz los melódicos tintineos de la lluvia en un intento de desbordar los vidrios de sendos ventanucos. Era también el lugar un estrecho rincón preñado de taburetes y voces, de mucho crepitar leños, trago largo y bocao oportuno. En cuanto a los anfitriones, era el uno un tipo achaparraete, de poco parar y mucha brega, de hablar sin dobleces y mucha enseñanza. El otro, Gregorio, ponía de su parte que era hombre de mucha inspiración, chispa y mundo, de reírse cuanto podía de la vida, y de uno mismo, y de disfrutar de cada momento.

Metidos en faena y charla cada cual vociferaba lo propio. Mi tío, paciente, contaba cada gota de lluvia, las ganancias y las pérdidas que acarrearía el temporal; mi primo, inquieto por la inesperada presencia de los mayores, rumiaba si la compañía era para bien o perdíamos con el cónclave; Gregorio trajinaba rememorando sus andanzas y salpimentando con chistes cualquier descuido de los tertulianos; y uno, como siempre, cavilaba fuera de norma y fraguando quimeras con la Historia. Mi primo Dioni, contrariado por el desmantelamiento de la ligá y ajeno a tan historiados trajines, argumentaba que aquellas elucubraciones y quebraderos estaban fuera de lugar; a Goyico, aquellas distracciones le ayudaban a seguir con sus delirios. Mi tío, aunque no lo parecía ni le venía a tino, andaba siempre atínela e interesado por mis interrogantes, y premiaba mis inquietudes haciendo un mohín que desaprobaba las críticas que realizaban el resto de contertulios. Muy de cuando en cuando aprovechaba un momento de silencio, un trago de vino del primero, que el otro removía los leños de la lumbre o un bostezo del de más allá, y dejaba caer mis inquietudes: desempolvaba la causa que había motivado el nombre olvidado de algún barranco, desentrañaba el origen de cuatro piedras desbaratadas o barruntaba por dónde andaría cualquier vereda mancillada. Y puestos en aquello, en aquel trance y día, como me interesaba un tema concreto y tenía mis dudas sobre lo que afirmaba la tradición, pregunté al respecto por la causa de la advocación de nuestra parroquia. En principio, poco norte me dieron sobre el apelativo, que no es otro que San Mateo, hijo de Cleofás, hombre que ejerció su apostolado doblemente, de palabra y escritos.

Al respecto, se puede tomar como referente lo que nos cuenta la tradición y que, como tal, lo recogió nuestro reconocido cronista local Don Juan Muñoz-Cobo Fresco. Investigador adalid de las cosas de nuestra Historia y Patrimonio, fue hombre que, con los escasísimos medios de la época y mucho empeño por investigar, sembró con sus escritos y una inestimable labor docente la simiente de la inquietud por conocer nuestro pasado. Así lo dejó plasmado en su obra “Baños de la Encina: un viaje por su historia milenaria”, donde nos dice que el origen de tal nombramiento se debe a que nuestro baluarte encastillado quedó definitivamente en manos castellanas un 21 de septiembre de 1225, festividad del excelso discípulo de Cristo:

El templo se dedicó al apóstol y evangelista San Mateo porque en esta festividad -21de septiembre de 1225- incorporó el rey San Fernando a la Corona castellana la villa de Baños después de serle entregada por el emir de Baeza, Al-Bayyasi. Fernando III solía dedicar las iglesias, erigidas en las poblaciones que conquistaba, a la festividad que coincidía con su entrada en ellas y aún cuando hasta finales del siglo XV o después de iniciado el XVI la parroquia de Baños fue la de Santa María la Mayor del Cueto levantada sobre la mezquita, debió quedar memoria del día de la reconquista y de igual manera que a San Andrés se dedicó un templo en Baeza y otro a San Miguel en Úbeda, porque en sus respectivas fiestas reconquistó San Fernando dichas ciudades, por la misma razón se dedicó el de Baños a San Mateo”.

La hipótesis que ofrece la tradición oral nos puede parecer un oportuno punto de partida, pero si se analiza con precisión y cierto grado de objetividad se puede apreciar que no encajan algunas piezas del puzle. Entre los argumentos contrarios a esta cuestión están el propio carácter del lugar y sitio de Baños en la Baja Edad Media, una aldea encastillada y periférica (respecto a Baeza, capital del concejo). Se trataba de una población integrada por militares, principalmente itinerantes debido a su estricta función que no era otra que la defensa del Reino, sin arraigo con esta tierra ni recuerdo posible más allá de su tránsito particular por el lugar. Tampoco el vasto periodo de tiempo que dista entre la supuesta conquista (1225) y la edificación del primer templo gótico, cuyas obras comienzan en la última década del siglo XV y se finalizan bien avanzado el XVI, parecen prestar apoyo a una hipótesis argumentada sobre la memoria local de un hecho tan lejano.

Llegados hasta aquí, por otra parte, es necesario subrayar que, sintetizando, según las crónicas del momento y la tradición se barajan dos epónimos diferentes para nombrar el supuesto lugar y castillo que ocupa el actual pueblo de Baños de la Encina: Baños (Vannos) y Burgalimar. El asunto se complica aún más cuando, según estas mismas crónicas, estos dos baluartes defensivos no fueron tomados/conquistados en idéntica fecha. ¿Acaso son dos lugares diferentes?, ¿quizá uno de ellos no estaba situado en el cerro que damos en llamar del Cueto? Todos estos asuntos vienen a torcer aún más los argumentos que propone la tradición oral respecto al apelativo de San Mateo. Veamos.

Si tomamos como referencia las crónicas medievales (Ortega Sagrista, Argote de Molina), como bien apunta Don Juan Muñoz-Cobo en su obra, la plaza que fue entregada en 1225 es Burgalimar, nunca mencionan explícitamente a Baños (Vannos). De tal forma lo expresa Gonzalo Argote de Molina en su obra “Nobleza de Andalucía”, capítulo LXX:

Concertó el rey Don Fernando con el rey de Baeza, que le diese los castillos de Salvatierra, Capilla y Burgalhimar, y que en el entretanto que el entrego de estos castillos se hiciese, le diese en rehenes el Alcázar de Baeza

En la misma línea profundiza María Antonia Carmona Ruiz (Universidad de Sevilla) en su artículo “La conquista de Baeza”, dejando caer que la entrega debió ser bien avanzada la estación otoñal:

Poco después, en otoño de 1225 Fernando III volvió a tierras giennenses ante el cerco del castillo de Garciez, que estaba en manos de Martín Gordillo. Sin embargo, su intervención no tuvo éxito y la plaza fue conquistada por las tropas de al-‘Ādil. El monarca castellano aprovechó la ocasión para posteriormente entrevistarse en Andújar con el rey de Baeza y exigirle, en cumplimiento del pacto de Las Navas la entrega de algunas fortalezas entre las que destacaba Salvatierra, Burgalimar y Capilla, quedando en manos del castellano la alcazaba de la ciudad de Baeza en tanto no se hiciera efectiva esta donación. El maestre de Calatrava, Gonzalo Ibáñez de Novoa, se encargó de la custodia del alcázar baezano, ya que Capilla se negó a cumplir las órdenes de al-Bayyāsī.

Por otra parte, cuando sí se menciona con certeza la toma del castillo de Baños, se certifica que este acontecimiento fue en otra fecha –así lo pone de manifiesto Rodrigo Ximénez de Rada en “De Rebus Hispaniae”, en su libro VIII sobre la Batalla de Las Navas (redactado entre 1225 y 1243)-. En este mismo sentido, Don Juan nos confirma que en los “Anales” de Martín Jimena Jurado, cronista de renombre que redactó su obra en el siglo XVII, se inserta copia de un libro en pergamino “que guarda la Cofradía de la Santa Cruz de Bilches cassi desde que se gano aquella” y que dice entre otras cosas:

De lo que hicieron los moros después de la batalla con sus gentes. Fecho esto e acabado, algunos de los nuestros fueron a cercar el Castillo de Bilches, que era muy fuerte. E nos, al tercer día que fue Miércoles fuimos allá, e tomaron los Reyes Bilches e a Bannos e a Castro Ferrat e a Tolosa e de aquel día en adelante fueron de Christianos e lo son oy día. Ese día moramos ai, e dexamos bien poblado el castillo de Bilches, e de todo lo que avía menester e de muy buena gente”.

Por tanto, si tenemos en cuenta los documentos del momento y las investigaciones realizadas por nuestro cronista, podemos certificar que el Castillo de Baños pasó definitivamente a manos de Castilla el 19 de julio de 1212, no el 21 de septiembre de 1225. Entonces, ¿es cierto que Baños y Burgalimar son dos baluartes encastillados diferentes, con distinta ubicación? Así es y así nos lo viene a confirmar el reciente trabajo del profesor Carlos Gozalbes Cravioto en su obra “Del lugar donde fue el Castillo de Burgalimar”.  Sus investigaciones, tanto prospectivas como documentales, vienen a certificar la afirmación de arriba: Baños y Burgalimar no son el mismo castillo:

El castillo de Bujalhame esta como ba el camino de Baños a la Mancha por la Venta Carvajal, distante cuatro leguas de esta villa, antes de llegar a NabaGallina, ai dos peñones altísimos al modo de Puerta de Arenas, junto al Campillo, camino de Granada, este camino de Baños, ba el Moral, lugar de la Mancha (…) en uno de estos peñones el de la mano izquierda, que es mas capaz se ven encima de las ruinas de un lugar, que parece ser de trescientas casas, arrimada a estas mesma peña, junto al camino, ay una fuente caudalosa de buenas aguas; a la otra parte derecha, casi sesenta pasos está la otra peña, en cuiaçima se ve un castillo entre estas dos peñas pasa el camino y se cerraba de una a otra con cadena, esta mui cerca de Rio Grande” (Padre Torres, 1677, en Historia de Baeza de José Rodríguez Molina -manuscrito de la British Library-).

Resumiendo. Nos encontramos con un castillete rural bajo el apelativo de Burgalimar que está situado en las inmediaciones de El Centenillo, concretamente en la morra central de las Tres Hermanas, y que formó parte de la línea defensiva que salvaguardaba el Camino Real de la Plata (con posterioridad llamado de Baños a San Lorenzo y Hortezuelas). Su entrega a Fernando III fue pactada avanzado el otoño de 1225, junto con los de Capilla (no se ejecutó) y Salvatierra, todos ellos localizados en un ámbito territorial muy cercano, donde Sierra Morena y La Mancha vienen a emparentarse. Y, por otra parte, tenemos el castillo o hins de Baños (nombrado en las crónicas medievales como de Vannos), éste sí, situado en el Cerro del Cueto. Su toma definitiva tuvo lugar tres días después de la Batalla de las Navas de Tolosa, el 19 de julio de 1212. En aquellos tiempos y con los argumentos bélicos del momento, no era nada extraño que una plaza encastillada quedara bajo dominio de un ejército en tierra enemiga, como muestra un botón: el Castillo de Salvatierra, tras el desastroso varapalo que sufrieron las tropas cristianas en la batalla de Alarcos (1195), resistió durante lustros en poder de las huestes de Castilla pese a estar enclavado en dominio enemigo. Otro tanto ocurrió con este mismo baluarte años después, cuando se mantuvo en poder de los almohades (1211 a 1225) pese a que los calatravos ya habían construido el frontero castillo de Calatrava la Nueva.

Por tanto, aunque diéramos por buena la hipótesis del recuerdo de un acontecimiento tan significativo, si definitivamente Burgalimar no está situado en el Cerro del Cueto y ninguno de los dos baluartes fue tomado o cedido el 21 de septiembre, la fecha de su entrega no pudo determinar, pasados los siglos, el nombre de nuestra parroquia. Y estando donde estábamos, volvíamos a quedar huérfanos de argumentos que explicaran el motivo de la advocación a cargo del evangelista.

Estábamos en aquellos vericuetos y volcando casi de una el cartón de blanco, cuando mi tío, mirando de reojo la lluvia que se adivinaba tras el ventanuco y pensando en su hacienda y no en la encomienda que yo me traía, ¿o quizá sí?, dijo con una contundencia que nos sacó de lugar “Si quieres tener buenas sementeras, por San Mateo haz las primeras”. Y como aquél de Tarso, poniendo interés en el dicho creí caer del caballo.

Cuando una comunidad llega de nuevas a un territorio, si en verdad desea apropiarse en firme del mismo necesita conocerlo en profundidad: la feracidad de unas tierras mucho tiempo incultas, el color de sus suelos, la sequedad de sus veranos, la tardanza de las primeras aguas, la intermitencia de las lluvias, la presencia de hielos o la ausencia de fuentes…, en resumen, tiene qué conocer que puede producir, cómo y dónde. Pero, aún más importante, debe dar a esos conocimientos un lugar y orden en el cuerpo de sus creencias, pues necesita memorizar lo aprendido, que es fruto de la experiencia de muchas generaciones, de tal manera que pueda relacionarse con el territorio de la manera más eficaz. También es de obligación que pueda comunicarlo a su entorno, a sus vástagos, a quienes se relacionaran con la tierra con la coraza de los conocimientos adquiridos por sus progenitores. Pero las cosas nunca salen lo bien que se espera, pues hay ocasiones que llueve fuera de lugar o cae un hielo tan negro que destroza cosechas dejando al paisano desamparado, al capricho de las inclemencias. Es por ello, deseando que el tiempo ande como debiera, que el sabio labriego busca abrigo ideológico bajo el manto de lo divino. Y metido en estas cosas, ¿hay mejor techo donde arroparse que bajo la protección de mártires y santos? De esta forma y con estas intenciones, el hombre de campo sacraliza la memoria de sus saberes y da forma a un libro intangible de fácil aprendizaje, manejo y lectura, asequible para todos: el conjunto de refranes vinculados a las cosas del campo que encuentran en la rueda del calendario santoral su mejor abrigo.

¿Es posible que los paisanos que nos precedieron, ya en los estertores de la Edad Media, decidieran profundizar aún más en ese amparo, protección y sacralización de sus saberes?, ¿es posible que nuestros paisanos del medioevo quisieran hacer tangible sobre el territorio ese santoral y sus refranes, sus enseñanzas, mediante la edificación de iglesias y ermitas?, ¿constituyendo un conjunto fiestas, procesiones y romerías muy concretas, estrictamente vinculadas con unos lugares muy concretos?

El ciclo comienza en San Mateo, como ya nos avanzaba el refrán anterior. Las mejores cosechas se dan cuando las lluvias llegan pronto y la sementera se adelanta a la festividad del santo. Ese mismo día, en procesión (fiestas de Los Esclavos), el evangelista despide a la Madre Tierra, que marcha a su santuario, a levante, aventurando la mejor cosecha, y cede el testigo y la responsabilidad climatológica a San Marcos -cuya festividad tiene lugar el 25 de abril- No es casualidad que San Mateo despidiera a Nuestra Señora de la Encina junto al atrio de la ermita de San Marcos. Este evangelista, protector de caminos, es también portero de las beneficiosas aguas que deben aparecer en los días finales de abril y que han de extenderse en mayo -“san Marcos, rey de los charcos”-. Como también nos adelanta el refranero, “en mayo, aguas y soles hacen labores”, la acción conjunta de lluvia e insolación favorece que la excelente cosecha que se aventuraba a finales de septiembre llegue al mejor puerto. ¿Es la ermita de Jesús del Camino, en su vertiente de símbolo solar (Cristo) y preámbulo del santuario mayor de Nuestra Señora Santa María, madre fértil que explota bondades y panes en mayo, una escala más en el complejo camino simbólico que dibujaron nuestros ancestros sobre el territorio?, ¿es posible que el trayecto físico que une la parroquia de San Mateo con el Santuario de la Virgen de la Encina, el Camino Real y sus ermitas, sea la representación física, tangible y sacralizada, de una parte esencial del calendario santoral y la sabiduría refranera que éste encierra?

Y estando en faena con aquellas interrogantes, como andábamos cortos de vino, faltos de pitanza y no sabiendo si los desatinos con los que uno bullía eran fruto de los vapores etílicos, dimos por finado el cónclave.



viernes, 1 de febrero de 2019

Candelaria


Y la noche siempre llega, fría, cruda, curativa, umbral y aurora del inminente renacer. Y siempre, sin falta, comparece el solsticio: “Deus Sol Invictus”.

En lo hondo del llano, sentado junto a los restos del camión de Columpios y teniendo por frente la gigantesca noria de la Huerta Zambrana, en años, dejo pasar mi primera Candelaria sin lumbre. Al amparo de la oscuridad, en la Era de la Lechuga, en el llano de Santa María, sobre las ruinas del Corralón y hasta en los quebrados peñones del Mazacote atisbo un rosario de minúsculas lucecitas que se elevan con movimientos ondulantes, luciérnagas de oscilaciones quebradas que motean de claridad y alteran las sombras de callejas y casonas, remolinos de humo que bailan al son de un frío que hiere, pavesas balanceadas por el viento, pequeñísimas almas que se escapan en movimientos concéntricos hacia el cielo que las reclama, una negrura salpicada por miles de estrellas.

En el sosiego de la ausencia, emergen del humo dormido postales borrosas de jornadas que olían a raspadura de limón, harina tostá, canela y matalahúga. En el recuerdo, los inviernos de mi infancia duermen mecidos por una lenta sucesión de aromas a dulces y panes de tradición centenaria.

Con la Pura arrancaban los mixtos, un mantecado preñado por la experiencia familiar, una dulzaina singular que impregnaba de efluvios de anís la calleja del Cotanillo, el altozano de la Cuesta de los Herradores y el viario de la Mestanza. De entre la niebla de la memoria consiguen emerger escenas que dan cobijo a cientos de estrellas dulces, pilas de latas negras y un zagal que pugna por alzar las manos sobre la ancha mesa de pino. Eran también días en los que arrancaban las faenas propias de la candelaria y momentos que animaban las inquietudes de los chiquillos de entonces: dos meses de acarreo de madera, cientos de algarradas y tropelías sin límite. El humo eleva estampas borrosas donde los infantes acarrean leña de pino seco arrebatada a las entrañas de la dehesa, noches que llegan pronto y te cogen con el haz de ramón a media Amargura, mañanas frías en la solana de los Turrumbetes en busca del tomillo verde que será la mecha incendiaria…; y trae también imágenes de mucho juego e intrigas infantiles en la penumbra nocturna del Cotanillo, de la Llaná, metido en alguna pelea a pedradas entre barrios por robar unos costeros y, de cuando en cuando, logro apreciar en lo más oculto de mis fantasmas una candelaria calcinada antes de tiempo.

La Candelaria nos acercaba al terruño, nos hacia comulgar con nuestro entorno. Vara a vara, rincón a rincón, codo con codo, entre juegos y peleas, tropezones, pocinos y risas…, nos hermanaba con la Cueva de la Mona y la Serna, también con el Prao y el Polígono; nos daba a conocer la magia de Las Migaldías y nos impregnaba de los miedos del Pilarejo; nos llevaba en volandas por la Piedra Escurridera y recorríamos palmo a palmo el arroyo de la Zalá…; nos hacía conocedores y dueños de nuestra tierra y la respetábamos. Las últimas ascuas traían juegos de barro viejo, cantos y bailes de sierra y renacer, noches de alboroto y tradiciones ancestrales hoy pisoteadas por una modernidad, por un egoísmo que atenta contra la comunidad y el uso común de la tierra, que nada quiere saber de raíces… y se escucha el eco de campanas que doblan por unas formas de entender la tierra que se apagan.

Con los años, aquella noche, la de la Candelaria, se fue alargando y el jolgorio, sin apenas trance, daba paso a obligaciones de la edad. Y así, tras la fiesta de la víspera, la madrugá paría carros y más carros de las rosquillas de San Blas, las de la greña en la tética, que por entonces, como diría mi abuela Pura, eran el mejor remedio para los males de garganta.