martes, 19 de febrero de 2019

A la Cueva de la Ventana y Los Chorros por el Arroyo de la Cereceda

Hay ocasiones en las que realizas un sendero y, siendo de nuevas, con las mismas te recuerda otro que tienes bien atrapado en las redes de la memoria. Y así me pasó días atrás con éste del arroyo de la Cereceda, que lo es también de la Cueva de la Ventana y Los Chorros, y con otro, pariente cercano, el del Huerto de la Monja que me pateé con mi tío Dioni y mi primo hará ya para treinta años. De aquél nos trajimos un buen hato de castañas, algunas colmenas de corcho desvencijadas y mucha enseñanza; de éste de ahora nostalgia, buen rato y mejor gente, y como siempre, siempre, mucho bien aprendido.

Dejamos los coches en un anchurón al pie de la carretera de San Lorenzo y Huertezuelas, que es también la que lleva al nacimiento del Río Grande o del Robledilo, que andando aguas abajo se abraza con el Pinto para gestar nuestro Rumblar. El llanete que hace las veces de parking, polvoriento y desangelado, da paso a un camino de firme terroso y un bosquete de eucaliptos -mala hierba bien agarra-, que queda esquinado a la diestra. Situada a tiro de piedra, en nada nos apremia una pequeña urbanización que se alarga y eleva, a la par que la traza que ahora llevamos de la mano de “Mikiki”, Juani y Sonia, la gente de la Asociación Charco del Batán. Mientras que por la siniestra vamos dejando chalés y casonas de mejor o peor cariz, a poniente se desparrama un monte joven, vigoroso, de retama, jara y jaguarzo, de chaparreras que quieren aparentar y quejigos de porte, de madroñas que dan lustre y dibujan una postal amable, de tierra buena y sierra fértil, que se quiere. Cuando ganamos altura, aparecen las primeras matas de enebro y un bosque disperso formado por pinos de reforestación. Siendo este paraje Sierra Morena, no es el lugar pago como por los que uno anda a la solana del macizo, pues se asemeja más a Despeñaperros y al macizo del Burgalimar, y aún a Las Hermanas y Puerto Claro. Pese a ello, al comienzo del sendero, de cuando en cuando y muy tímidamente, quiere mostrarse un salpicón de pizarra, como la nuestra, la que da forma a la cuenca del medio Rumblar.

A poco, cuando superamos la portera del monte público del Viso y en una curva bien cerrada, nos dejamos caer a la diestra por una estrecha vereda que rompe más en caída que en descenso el macizo de cuarcita que ahora surcamos, que ya quiere volcar al barranco para asomarse a lo hondo del arroyo. Nos dejamos ahora caer por un senderillo que se apega cuanto puede a la malla. A media altura y en una y otra vertiente, a modo de escalones gigantescos y como si fueran entrecejos malhumorados, se elevan una decena de poyos de cuarcita, como si la naturaleza hubiera querido abancalar las alturas desde siempre, dando ejemplo y modelo a la hacienda agrícola de los hombres que habrían de doblegarla. En el frente, en uno de aquellos poyos, la panorámica nos adelanta uno de nuestros objetivos: la Cueva de la Ventana. ¡¡¡Nadie nos avisó de la señora pendiente que venía!!!

En descenso, un continuo zigzag nos deja junto al hilo de agua, donde un ejército de gigantescos hoplitas arbóreos da escolta y sombra a la frescura del arroyuelo. Al hilo, como si de un veterano jefe se tratara, un recio fresno de proporciones desmesuradas se planta en medio de la espesura, a modo de un eterno guardián de los silencios que guarda la sierra. Por bajo mismo, las aguas apaciguan su dejarse llevar preñando una pantaneta, la misma que surte de agua potable al pueblo de El Viso. Tras un necesario descanso y reagrupamiento del grupo –que en estas cosas de la organización e intendencia, la Asociación Charco del Batán que nos comanda es de sobresaliente-, comenzamos la subida a la Cueva, ¡que si la bajada era de aúpa, la cuesta es ahora de nota superior! En todo caso, con paciencia y buen paso llegamos arriba de manera más o menos decente.

Es la Cueva de las Ventanas un geositio interesante, una cueva de doblados pliegues de cuarcita que debió ser empleada por el hombre en diferentes épocas y momentos. Aunque no apreciamos indicios de pinturas rupestres, con seguridad sirvió como aprisco de ganado y, según nos contaron, como refugio de “maquis”, como así nos permitían fabular las balas de plomo encontradas a su vera. Aprovechando la bonanza y apacible sombra del lugar, a su vera se organizó el desayuno. Un servidor, menos entrado en estos oficios, utilicé el ratillo del refrigerio para olisquear el sitio e intentar conocer con más profundidad sus cosas. Y, como es uno de mucho bajar la vista y escudriñar cada piedra, en un ratillo ya tenía una talega de casquijos, que entregué a la gente de la Asociación para que los hicieran llegar al Museo Local. Aunque la mayoría de los cacharros eran de diferentes momentos de la Edad Moderna, algunos de un barnizado de alta calidad, me pareció que una pieza, muy deteriorada, podía ser de origen romano. Otras dos debían pertenecer a la Edad del Bronce (fueron cocidas mediante reducción). Uno de los trocitos, muy pequeño, mostraba con coquetería una esplendida carena.

El regreso, ahora en caída casi irrefrenable, tuvo como escenario la misma vereílla, un senderillo que ofrecía unas espléndidas vistas de la incipiente llanura manchega. Al llegar al arroyo, junto a la pantaneta, la gente de la asociación abrió una portera que nos permitió seguir el curso descendente del arroyo ¡¡¡espectacular!!! Al poco, cruzando una y otra vez la reguera, llegamos a un bonito salto de agua, Los Chorros, todo un espectáculo natural que de haber sido año de buenas lluvias hubiera sido imposible narrar por la belleza que cobija. Por bajo, recibiendo las aguas y dando forma al Charco, se dibuja una hoya tomada por magnífica horda de castaños, una fronda impregnada de magia. Junto a la margen izquierda del arroyo se elevan unos robustos machones fabricados con cuarcita y calzos de teja, soporte de los caces que, en su día, derivaban el regato para suministrar energía hídrica al vecino batán, situado apenas unos cien metros más abajo. Protagonista de la bondad de muchas haciendas, también de mil desventuras, es hoy figurante del mayor de los abandonos. Pese a ello, como un gigante herrumbroso muestra hoy la grandeza de su cubo pétreo.

Siendo el regreso por el mismo lugar, no hubo más que subrayar que no fuera la espectacular panorámica que nos ofreció la cota más alta de la vuelta, que nos permitió apreciar el despliegue de los caseríos de Calzada y Puertollano, pero también pudimos distinguir como rompía el pico de la Atalaya el horizonte y de qué manera la recia efigie del histórico castillo de Calatrava se perdía en la lontananza.

Y, por supuesto, agradecer enormemente la excelente dirección de la Asociación Charco del Batán y la agradable compañía de todos los que nos acompañaron. Punto y seguido a este sendero de reminiscencias tan prerromanas y ecos quijotescos, ¡¡¡hasta la próxima!!!















5 comentarios:

  1. Enhorabuena!!! Está genial, muchas gracias por el texto por las fotos y por tu agradecimiento

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    1. ¡¡¡Un placer escribir estas cosas!!!, espero seguir conociendo la zona con más profundidad.

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  2. Gracias por enseñarnos parajes de nuestro cercano entorno, nacimiento del río grande,dos hermanas(me suena¿Por el centenillo?). Una buena entrada de tu blog.

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    1. ¡¡¡Gracias Encarna!!!, espero seguir conociendo aquella parte de nuestra sierra que nos cuesta ver.

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