lunes, 26 de febrero de 2024

Cerro del Cueto

Ocupado desde la primera Edad del Bronce, el cerro del Cueto fue protagonista principal de la riqueza minera de su entorno (cobre arsenicado y galena argentífera). Así lo constatan las excavaciones arqueológicas realizadas tanto en el interior como al exterior del castillo de Baños, que han alumbrado testimonios cerámicos y herramientas de piedra también usadas en la cercana rafa minera del Polígono-Contraminas (que fue aprovechada ya en la prehistoria reciente, pero también en época romana y por sacagéneros en la primera mitad del siglo XX). Pero también se ha identificado estructuras murarias pertenecientes a la muralla y las viviendas de un antiguo poblado argárico y función metalúrgica (segundo milenio antes de nuestra era), así como una escalinata de acceso a la meseta central y capiteles labrados en arenisca pertenecientes a un templo romano tetrástilo (cuatro columnas) y carácter funerario, posiblemente dedicado a una tal Ilicia (en las excavaciones se localizó una estela con este nombre). En el interior del castillo, pero en niveles almohades y utilizadas como solería de calle, se pueden apreciar numerosas losas de piedra que también podrían proceder del mausoleo; por su parte, al exterior dela fortaleza, en diversos puntos del conjunto histórico, se han localizado varios cipos o pilastras de granito, completos o fragmentados, que podrían corresponder a los fustes de las columnas del citado templo funerario. Menos conocido, pero no de menor interés, es la existencia de numerosos tambores de piedra, hoy muy dispersos (uno de ellos se conservó hasta hace poco en las instalaciones superiores del Centro de Adultos), pertenecientes a pilastras con columnillas adosadas que podrían dar forma a un pórtico de arcos apuntados y tradición gótica. Posiblemente edificado a finales del siglo XV, paralelamente a la fábrica inicial de San Mateo, debió pertenecer a la Casa del Alcaide, aunque también tendría otras funciones de carácter administrativo, y que posteriormente sería reutilizada como soporte edilicio de la iglesia de Santa María del Cueto.

Fotografías: Sebastián Moya García, director del proyecto de excavación del castillo.




martes, 13 de febrero de 2024

La 'fábrica' de San Mateo

Con toda probabilidad, mis correrías por Valdeloshuertos comenzaron pronto, pero creo que no guardo en la retentiva ninguna mella anterior a la balompédica que ahora me trae.

Encajado en la cabecera del barranco, el campo de fútbol era más bien recortado, pero, por la lozanía de su herbazal, nada tenía que envidiar a las mejores canchas provinciales —entiéndase a nivel corral de cabras al uso—, más aún si consideramos que hasta entonces nuestros tropiezos con la pelota se habían limitado al empedrado de las eras de Casa y Vidalón o al polvoriento terreno de juego de la ‘vuelta la pera’. De hecho, había quién se veía sacando el córner en una de las esquinas del Bernabéu o lanzando un penalti en el mismísimo Camp Nou. Uno callaba. En mis adentros, esperaba saltar del banquillo y calentar la banda del Manzanares. Cauce arriba, cerraba contra un giro del arroyo de los Huertos y la alberca de Patrocinio, mientras que por donde huían las aguas moría contra el puente de la traída de aguas de Gorgogil. Al otro lado de la obra hidráulica, pasada la conducción, emergían la singular noria del Morito y su alberca, semiexcavada en la piedra. Por la margen fluvial derecha, bajo el castillo, rompía contra la roca del antiguo camino de Valdeloshuertos y la vereda de las Aguas y, por el lateral contrario, se deshacía bajo las aguas del arroyo y contra su murete de encauzamiento.

Hoy, todo aquello, es un erial de cardos, estiércol y ‘madres’, un chortal de agua sucia.

Con todo aquello, y para ser fieles a la verdad, mis primeros recuerdos sobre Valdeloshuertos navegan sobre una barcaza desguazada, un navío que regurgitaba singladuras que nunca fueron y quedó apeado “in aeternum” en la margen fluvial de la ‘cola’, junto al puente de las aguas de Gorgogil. Fondeada en aquellos jirones del embalse de la Cerrá de la Lóbrega, nos evocaba lo que nunca fue, galeón de Manila abierto a los inmensos océanos.

Cierta tarde de aquellas de estar mano sobre mano, con mucho que inventar y más que desbaratar nos vimos zarpando con rumbo imaginario y siempre exótico, pero sin otra meta que la orilla contraria, la del cerro del Gólgota o del Algarrobo. Sin capitán y con mucho grumete, unos pocos se subieron al navío mientras que el resto nos fuimos a la orilla de enfrente, a esperar en mejor puerto. Como a todas luces la barca hacía aguas, y no había más herramienta para achicar que una vieja y oxidada lata de tomate, la barcaza pareció venirse a pique. En esas estaba la tripulación, cuando el grumete de proa, no teniendo cofa a la que subirse y viendo que el bote se iba al garete, se tiró a las procelosas aguas del Rumblar de aquellos años, una condensación negruzca de aguas embalsadas y residuales. La cosa estuvo en que no había más de tres cuartas de líquido putrefacto y el timonel cayó de la peor manera: en plancha y a todo lo largo que le daba el cuerpo. A la vuelta, improvisando artificios que justificaran el naufragio fluvial, los que íbamos de punto en blanco caminábamos a paso ligero para evitar el tufo hediondo de los que, a bordo, habían recreado una aventura tan disparatada.

Al hilo de todo esto, o quizá no, el barranco me inducía numerosos interrogantes que todavía hoy bullen por mi cabeza y que llevó mucho tiempo mascando, como el posible origen romano de la fuente Cayetana. Y con ese roe que te roe, con cada caminata a Peñalosa me decía el próximo día me echo el metro, que esas piedras no me dan la talla romana. Y día con día regresaba con las mismas. Aparte de otros inconvenientes, y que a primera revista me daba mal tufillo el tamaño poco ciclópeo de sus sillares, el poco desgaste de las piedras me olía a quemado, sobre todo en las esquineras. Una carga tan pesada, de tantos siglos, y la abundante humedad del lugar debían dar una cara que no llegaba a ver. En su fábrica tampoco reconocía el aparejo almohadillado, tan normalizado en la arquitectura clásica romana, y me llamaba la atención la ausencia de cualquier tipo de muesca, ya fuera para mover las piedras con palanca o tenaza, y grapa. De doble cola de milano, u otras soluciones más sencillas, el hueco de las grapas solía rellenarse con plomo fundido para asegurar el perfecto ensamblaje de las piedras. Por supuesto, ni rastro de ‘opus caementicium’. Pues eso, que no había ocasión para echarme el metro y medir las proporciones de los sillares, creía que en esa cuestión podría estar la resolución del asunto.

Cierto día, en una de aquellas idas y venidas, recordando los buenos consejos de mi abuelo José María, hice de mi capa un sayo y tiré de lo más sencillo, de lo que uno tiene más a mano. Por arriba, dejé la vieja vereda de las Aguas, ahora ensanchada en todos sus términos, y bajé por un senderillo mal pergeñado dispuesto a medir el asunto mediante cuartas y dedos. Sí ya me sorprendió que todos los sillares tuvieran la misma altura, una cuarta y cinco dedos de los míos, más me llamó la atención que entre los sillares apareciera una fina laja de pizarra, por cierto, siempre presente en las construcciones monumentales de Baños desde la más temprana Edad Moderna (finales del siglo XV), y que la unión de las juntas presentara una estrecha capa de argamasa elaborada con cal, por norma ausente en los buenos aparejos romanos. Conocer aquellos datos me alimentó aún más la curiosidad y, como quien pierde el último tren, salí escopeteado para el pueblo. Sin saludar a ninguno de los contertulios, que por aquellas horas ya pululaban por la plaza, me fui a medir mano en ristre la obra vieja de la iglesia de San Mateo, la gótica. Como diría aquel, ¡¡eureka!!, los sillares inferiores presentaban una cuarta y cinco dedos de altura. Y, por supuesto, como en el viejo ingenio hidráulico de la Cayetana, entre los sillares de la parroquial no faltaba el mortero de cal y su correspondiente lajita de pizarra. Y con las mismas, ahora sí, me fui a casa a buscar el metro y conocer la correspondencia en centímetros. Pues nada, 29,6 cm. No había lugar a dudas, aunque la fábrica no fuera romana, los maestros de obra de San Mateo sí habían tomado el pie romano como medida de longitud. No era nada extraño pues, levantada durante el gótico más tardío, la influencia del renacimiento italiano, y por tanto la herencia romana, ya empezaba a tener presencia en el arte castellano.

Con todos estos argumentos, igual yerro, pero interpreto que el aparejo de la alcubilla (fuente) primitiva —la otra, la más moderna que cierra en bóveda de ladrillo, se levantó mucho después, en el primer tercio del siglo XX— bebió en gran parte de la obra más vieja de San Mateo, siguiendo un mismo patrón: pie romano, pizarra (para amortiguar la rigidez de la arenisca) y mortero de cal. Ahora, eso sí, tras analizar toda la fábrica de la parroquial, pude apreciar que los sillares de la Cayetana presentan muchas más similitudes con el aparejo de las ampliaciones posteriores, las que tienen lugar durante el primer tercio del XVIII. De una parte, los sillares de ese momento, sobre todo los de la cabecera de San Mateo, son mucho más uniformes en altura que los góticos; y, remirando con más detalle, ¡ay de mí!, los sillares de la Cayetana muestran un fino ribete o encintando exterior mucho más pulido que el núcleo del sillar, el mismo que está presente en los sillares del crucero y la cabecera de San Mateo (1732) y, justo enfrente, ¡en los de la Casa Grande (1724)! Pero también son similares a los utilizados en Jesús del Camino (1719), la cabecera del camarín, sacristía y casa de los santeros del Santuario de la Virgen de la Encina (1723), Casa Consistorial, Jesús del Llano (1682-1744) y, de manera singular, en la portada de la casa parroquial de Santa María del Cueto (1787), aunque también en casonas de cierto renombre, como Casa de Priores (1756) y Escalante (1767), entre otras. Pese al mucho daño que hicieron los encalados y la posterior bujarda, juraría que esta manera tan específica de trabajar la fábrica, incluida la obra más primitiva de la Cayetana, se ejecutó en el primer tercio del siglo XVIII siguiendo un mismo patrón: los sillares fueron labrados bajo la batuta de unos maestros de obra muy concretos y, aunque no con un único cincel (escoda), fueron tallados por oficiales picapedreros gestados en la misma escuela.

Con todo ello, y sin riesgo de equivocarme, la primera obra gótica de San Mateo señaló el rumbo que habría de seguir toda la fábrica constructiva posterior: aunque los sillares estén muy bien labrados y exhiban una perfecta cuadratura (caso del Ayuntamiento o la Casa Grande), en las juntas siempre aparece la pizarra y el mortero de cal. El canon impuesto en San Mateo no sólo encarriló la manera de hacer de la obra religiosa, también lo hizo con la civil, en todas sus acepciones (casa consistorial, tercia, cerco, carnicerías, ingenios hidráulicos, etc.), y marcó la impronta de las construcciones más populares, las que hoy dibujan la imagen general de nuestro pueblo. Aun con estos argumentos, hay quienes, erróneamente y de manera generalizada, se confunden y piensan que la arquitectura bañusca es típicamente medieval.

Grave error.

 
San Mateo desde el castillo


Sillares de la fuente Cayetana

Fuente Cayetana

miércoles, 7 de febrero de 2024

Naufragio en el Rumblar

Con todo aquello, y para ser fieles a la verdad, mis primeros recuerdos sobre Valdeloshuertos navegan sobre una barcaza desguazada, un navío que regurgitaba singladuras que nunca fueron y que quedó apeada en la margen fluvial de la ‘cola’, junto al puente de las aguas de Gorgogil. Fondeada en aquellos jirones del embalse de la Cerrada de la Lóbrega o Rumblar, nos evocaba lo que nunca fue, galeón de Manila abierto a los inmensos océanos.

Cierta tarde de mano sobre mano, mucho que inventar y más que desbaratar nos vimos zarpando con rumbo imaginario y siempre exótico, pero sin otra meta que la orilla contraria, la del Gólgota o cerro del Algarrobo. Sin capitán y con mucho grumete, unos pocos se subieron al navío y el resto nos fuimos enfrente, a esperar y buscando buen puerto. Como a todas luces la barca hacía aguas, y no había más herramienta para achicar que una vieja y oxidada lata de tomate, la barcaza parecía venirse a pique. En esas estaban, cuando el grumete de proa, harto de sacar agua y no teniendo cofa a la que subirse y agarrarse, viendo que el bote se iba al garete, se tiró en bomba a las siempre procelosas aguas del Rumblar de entonces. La cosa estuvo en que no había más de tres cuartas de líquido putrefacto y el timonel cayo sentado. A la vuelta, improvisando artificios que justificaran el naufragio fluvial, los que íbamos de punto en blanco caminábamos a paso ligero para evitar el tufo hediondo de los a bordo de tan disparatada aventura.



Fotografía: Antonio Moreno 'Miravés'