Con toda probabilidad, mis correrías por Valdeloshuertos comenzaron
pronto, pero creo que no guardo en la retentiva ninguna mella anterior a la balompédica
que ahora me trae.
Encajado en la cabecera del barranco, el campo de fútbol era más bien recortado,
pero, por la lozanía de su herbazal, nada tenía que envidiar a las mejores
canchas provinciales —entiéndase a nivel corral de cabras al uso—, más aún si
consideramos que hasta entonces nuestros tropiezos con la pelota se habían limitado
al empedrado de las eras de Casa y Vidalón o al polvoriento terreno de juego de
la ‘vuelta la pera’. De hecho, había quién se veía sacando el córner en una de
las esquinas del Bernabéu o lanzando un penalti en el mismísimo Camp Nou. Uno
callaba. En mis adentros, esperaba saltar del banquillo y calentar la banda del
Manzanares. Cauce arriba, cerraba contra un giro del arroyo de los Huertos y la
alberca de Patrocinio, mientras que por donde huían las aguas moría contra el
puente de la traída de aguas de Gorgogil. Al otro lado de la obra hidráulica,
pasada la conducción, emergían la singular noria del Morito y su alberca, semiexcavada
en la piedra. Por la margen fluvial derecha, bajo el castillo, rompía contra la
roca del antiguo camino de Valdeloshuertos y la vereda de las Aguas y, por el
lateral contrario, se deshacía bajo las aguas del arroyo y contra su murete de
encauzamiento.
Hoy, todo aquello, es un erial de cardos, estiércol y ‘madres’, un
chortal de agua sucia.
Con todo aquello, y para ser fieles a la verdad, mis primeros recuerdos
sobre Valdeloshuertos navegan sobre una barcaza desguazada, un navío que
regurgitaba singladuras que nunca fueron y quedó apeado “in aeternum” en la
margen fluvial de la ‘cola’, junto al puente de las aguas de Gorgogil. Fondeada
en aquellos jirones del embalse de la Cerrá
de la Lóbrega, nos evocaba lo que nunca fue, galeón de Manila abierto a los inmensos
océanos.
Cierta tarde de aquellas de estar mano sobre mano, con mucho que
inventar y más que desbaratar nos vimos zarpando con rumbo imaginario y siempre
exótico, pero sin otra meta que la orilla contraria, la del cerro del Gólgota o
del Algarrobo. Sin capitán y con mucho grumete, unos pocos se subieron al navío
mientras que el resto nos fuimos a la orilla de enfrente, a esperar en mejor puerto.
Como a todas luces la barca hacía aguas, y no había más herramienta para
achicar que una vieja y oxidada lata de tomate, la barcaza pareció venirse a
pique. En esas estaba la tripulación, cuando el grumete de proa, no teniendo
cofa a la que subirse y viendo que el bote se iba al garete, se tiró a las procelosas
aguas del Rumblar de aquellos años, una condensación negruzca de aguas
embalsadas y residuales. La cosa estuvo en que no había más de tres cuartas de
líquido putrefacto y el timonel cayó de la peor manera: en plancha y a todo lo
largo que le daba el cuerpo. A la vuelta, improvisando artificios que justificaran
el naufragio fluvial, los que íbamos de punto en blanco caminábamos a paso
ligero para evitar el tufo hediondo de los que, a bordo, habían recreado una
aventura tan disparatada.
Al hilo de
todo esto, o quizá no, el barranco me inducía numerosos interrogantes que todavía
hoy bullen por mi cabeza y que llevó mucho tiempo mascando, como el posible
origen romano de la fuente Cayetana. Y con ese roe que te roe, con cada
caminata a Peñalosa me decía el próximo día me echo el metro, que esas piedras
no me dan la talla romana. Y día con día regresaba con las mismas. Aparte de
otros inconvenientes, y que a primera revista me daba mal tufillo el tamaño poco
ciclópeo de sus sillares, el poco desgaste de las piedras me olía a quemado,
sobre todo en las esquineras. Una carga tan pesada, de tantos siglos, y la abundante
humedad del lugar debían dar una cara que no llegaba a ver. En su fábrica tampoco
reconocía el aparejo almohadillado, tan normalizado en la arquitectura clásica
romana, y me llamaba la atención la ausencia de cualquier tipo de muesca, ya
fuera para mover las piedras con palanca o tenaza, y grapa. De doble cola de
milano, u otras soluciones más sencillas, el hueco de las grapas solía rellenarse
con plomo fundido para asegurar el perfecto ensamblaje de las piedras. Por
supuesto, ni rastro de ‘opus caementicium’. Pues eso, que no había ocasión para
echarme el metro y medir las proporciones de los sillares, creía que en esa
cuestión podría estar la resolución del asunto.
Cierto
día, en una de aquellas idas y venidas, recordando los buenos consejos de mi
abuelo José María, hice de mi capa un sayo y tiré de lo más sencillo, de lo que
uno tiene más a mano. Por arriba, dejé la vieja vereda de las Aguas, ahora
ensanchada en todos sus términos, y bajé por un senderillo mal pergeñado
dispuesto a medir el asunto mediante cuartas y dedos. Sí ya me sorprendió que
todos los sillares tuvieran la misma altura, una cuarta y cinco dedos —de los míos—, más me llamó la atención que entre
los sillares apareciera una fina laja de pizarra, por cierto, siempre presente
en las construcciones monumentales de Baños desde la más temprana Edad Moderna
(finales del siglo XV), y que la unión de las juntas presentara una estrecha capa
de argamasa elaborada con cal, por norma ausente en los buenos aparejos
romanos. Conocer aquellos datos me alimentó aún más la curiosidad y, como quien
pierde el último tren, salí escopeteado para el pueblo. Sin saludar a ninguno
de los contertulios, que por aquellas horas ya pululaban por la plaza, me fui a
medir mano en ristre la obra vieja de la iglesia de San Mateo, la gótica. Como
diría aquel, ¡¡eureka!!, los sillares inferiores presentaban una cuarta y cinco
dedos de altura. Y, por supuesto, como en el viejo ingenio hidráulico de la
Cayetana, entre los sillares de la parroquial no faltaba el mortero de cal y su
correspondiente lajita de pizarra. Y con las mismas, ahora sí, me fui a casa a
buscar el metro y conocer la correspondencia en centímetros. Pues nada, 29,6
cm. No había lugar a dudas, aunque la fábrica no fuera romana, los maestros de
obra de San Mateo sí habían tomado el pie romano como medida de longitud. No era
nada extraño pues, levantada durante el gótico más tardío, la influencia del
renacimiento italiano, y por tanto la herencia romana, ya empezaba a tener
presencia en el arte castellano.
Con todos
estos argumentos, igual yerro, pero interpreto que el aparejo de la alcubilla (fuente)
primitiva —la otra, la más moderna que cierra en bóveda de ladrillo, se levantó mucho
después, en el primer tercio del siglo XX— bebió en gran parte de la obra más vieja de San Mateo,
siguiendo un mismo patrón: pie romano, pizarra (para amortiguar la rigidez de
la arenisca) y mortero de cal. Ahora, eso sí, tras analizar toda la fábrica de
la parroquial, pude apreciar que los sillares de la Cayetana presentan muchas más
similitudes con el aparejo de las ampliaciones posteriores, las que tienen
lugar durante el primer tercio del XVIII. De una parte, los sillares de ese
momento, sobre todo los de la cabecera de San Mateo, son mucho más uniformes en
altura que los góticos; y, remirando con más detalle, ¡ay de mí!, los sillares
de la Cayetana muestran un fino ribete o encintando exterior mucho más pulido
que el núcleo del sillar, el mismo que está presente en los sillares del crucero
y la cabecera de San Mateo (1732) y, justo enfrente, ¡en los de la Casa Grande
(1724)! Pero también son similares a los utilizados en Jesús del Camino (1719),
la cabecera del camarín, sacristía y casa de los santeros del Santuario de la
Virgen de la Encina (1723), Casa Consistorial, Jesús del Llano (1682-1744) y,
de manera singular, en la portada de la casa parroquial de Santa María del
Cueto (1787), aunque también en casonas de cierto renombre, como Casa de Priores
(1756) y Escalante (1767), entre otras. Pese al mucho daño que hicieron los
encalados y la posterior bujarda, juraría que esta manera tan específica de
trabajar la fábrica, incluida la obra más primitiva de la Cayetana, se ejecutó en
el primer tercio del siglo XVIII siguiendo un mismo patrón: los sillares fueron
labrados bajo la batuta de unos maestros de obra muy concretos y, aunque no con
un único cincel (escoda), fueron tallados por oficiales picapedreros gestados
en la misma escuela.
Con todo
ello, y sin riesgo de equivocarme, la primera obra gótica de San Mateo señaló el
rumbo que habría de seguir toda la fábrica constructiva posterior: aunque los sillares
estén muy bien labrados y exhiban una perfecta cuadratura (caso del Ayuntamiento
o la Casa Grande), en las juntas siempre aparece la pizarra y el mortero de cal.
El canon impuesto en San Mateo no sólo encarriló la manera de hacer de la obra religiosa,
también lo hizo con la civil, en todas sus acepciones (casa consistorial,
tercia, cerco, carnicerías, ingenios hidráulicos, etc.), y marcó la impronta de
las construcciones más populares, las que hoy dibujan la imagen general de nuestro
pueblo. Aun con estos argumentos, hay quienes, erróneamente y de manera
generalizada, se confunden y piensan que la arquitectura bañusca es típicamente
medieval.
Grave
error.
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