lunes, 6 de agosto de 2018

El bosque de ovejas de piedra y fantasmas cimbreantes (Cuento de Triana, Cap. 3)

Metida de nuevo en los trajines de la ventolera, un poco mareada por tanto zarandeo, intentó mirar hacia abajo. Lo que al principio le pareció una extensa e inescrutable mancha verde formada por los cientos de copas de los árboles, un bonito y apretado bosque de pinos, poco a poco se fue aclarando permitiéndole que viera las cosicas de su interior. La mágica luz que había en el interior de las piedrecicas le facilitó ver todas y cada una de las plantas que nacían a la sombra de los árboles, la belleza de aquella umbría la dejó sin palabras.

Pudo entrever una inmensidad de candilicos que buscaban la protección y sombra de las rocas, también la humedad que había a su vera. Vio cientos de gladiolos dispersos por todo el monte, formando diminutos bosquetes de un llamativo color azullillo. A modo de distinguido contraste, apreció también el amarillo luminoso de las escobas, que formaban pequeñas manchitas en las cotas más bajas del cerro, ya linderas con la ribera del río. También había un ejército de orquídeas, diminutas y moradas, fugaces, que se cuenta son las larvitas de los duendes que hacen y deshacen a su antojo en el bosque. Pero en realidad, a la sombra de tan vetustos árboles, lo que más dominaba es el musgo y los líquenes, innumerables helechos, frondosos lentiscos y alguna y severa encina, que hermanados luchan por recuperar un terreno que les fue robado por tanto pino y eucalipto… Y, por todo lo ancho del monte, campaban cientos o miles de “peos de lobo”, pequeñas bolitas blancas y deformes ocultas entre una maraña de hojitas de pino.

Planeando plácidamente, superó una corraliza gigantesca, donde se dice que los duendes ceban seres fantasmagóricos que rondan por la noche, y pasó por la coroneta del cerro, el lugar donde minutos antes había caído Trompetilla. A su izquierda quedaba el otero de Cerro Molinos, rematado por un castillete de pizarra muy antiguo, con miles de años; a la derecha se escondía el barranco del arroyo Paridero, escalonado por una sucesión de frondosos y generosos huertos; y al frente se asomaba un rebaño de piedras brillantes.

Unos simpáticos arrendajos se le pusieron a la par venga y venga charlotear, le acompañaron en su vuelo durante unos instantes que a Semillita se le hicieron interminables. Mientras volaba, le pareció ver dos siluetas en la línea del horizonte, que ajeno a la rutina diaria de cada cual mostraba el camino a la noche. La una andaba muy lentamente, armada con varios pinceles y una paleta, como si husmeara cada rincón del paisaje. La otra le seguía complaciente, cargada con un atril y esperando la toma de decisiones de la primera.

En un plisplás superó la cima y volcó a la solana de Piedras Bermejas. El hato de rocas presente en Las Migaldías mudó en un rebaile a rebaño de proporciones gigantescas. Las piedras, vistas desde arriba, parecían una piara de lustrosas y reborondas ovejas a la que daban forma miles de peñascos en eterna trashumancia, de toda forma y tamaño, incontables. En medio de tanto pedrusco, no había huequecito de tierra que no estuviera tomado por la jara negra, una planta de dureza extrema pariente de Semillita. Entre todas formaban una mancha verde parda, de enormes proporciones, moteada de pequeñísimas florecitas blancas y puntitos amarillos. De tanto en tanto, una retama en flor y algún altramuz amarillo ponían una nota de mayor color. Por mucha atención que puso, Semillita no apreció ninguna mata de su familia más directa, ¡nada! Se entristeció bastante y derramó una lagrimita de pena al verse tan sola. 

Un tanto desprevenida por la congoja, no fue consciente del cambio que hizo Brisa de Poniente, que bruscamente viró el impulso de su soplo hacia el Este. Cruzaron por encima del arroyo de la Alcubilla, un hilo de poca agua, mucha pizarra y alguna adelfa, y se elevaron de un arreón hasta el pelado del Cerro Estacas. Estando arriba, surcaron un llanete pequeño tomado por una multitud de bardales, corralizas y majanos… un pedregal. Algo más allá, en la cuerda, les saludó un fantasmagórico bosquete formado por más de un millar de gamonitos, muy erguidos, delgados y cimbreantes. Se alzaban de tanto en tanto, como pasmarotes de manos abiertas, moviendo al viento su flexible cintura mientras balanceaban sus diminutas y bellas flores, estrellitas de impolutos pétalos blancos. En medio, en un hoyete pelao, se desparramaba una temprana mata de alcaparra, ¡ah no!, eran dos, tres y hasta cuatro. Del tronco le salían ramificaciones muy alargadas con brotes tiernos y verdes, que crecían hasta abrazarse las unas con las otras. Con los días y las calores, cuando sus cientos de flores cogieran forma de bolita, las delgadísimas ramas se harían espinosas y sangrantes.

Aburrida la cumpleañera y exhausta la pequeña, volaron bajo, muy rasante, tanto que Semillita tropezó con la vara de un gamón y cayó al suelo pelado. Rodó unos metros hasta quedar varada entre las matas de alcaparra, en un huequecito libre de vegetación. La brisa, aburrida y sin pastel, regresó sobre sus pasos, a juguetear con el agua en la Junta de los Ríos.

La primera intención de las Matas fue arroparla bajo la protección de sus brotes, para que descansara un poco de tanto vaivén. Así hicieron y la dejaron dormir un ratillo. Entretanto, escucharon acercarse un zumbido, que cada vez era más sonoro y cercano, más fuerte, ocultaron aún más a la pequeña por prevenir. Pero en nada se dieron cuenta del origen, se trataba de una escuadra de abejas que venía bastante alterada y con cara de malas pulgas.

-¿A dónde va, buena gente? –preguntó la Mata Uno con interés.
-A dónde va a ser –contestaron al unísono-, la locaria de Trompetilla, que anda con lo suyo dándonos mala fama.
-¡Y cuándo no! –dio como respuesta la misma mata-. Pues por aquí ni rastro, si apareciera ya le damos norte, ¡si es que es posible dárselo!

Mientras las abejas se retiraban, Semillita comenzó a removerse debido al barullo montado. Por la agradable acogida y la humedad, que siendo escasa era suficiente, hizo un primer intento de echar raíces que no pasó desapercibido para las matas. Éstas, con pena, intentaron impedirlo, pues aún teniéndole cariño y queriendo su bien, reconocían que si echaba raíces entre ellas, con el tiempo, la protección mudaría a daño seguro. O lo harían ellas, directamente, pinchándole con sus púas, o sería el hombre quien lo hiciera, dándole un pisotón cuando viniera buscando las alcaparras y los alcaparrones de su cosecha.

-¡Eh, tú!, ¿volvéis para el río? –preguntaron a voces a la abeja más rezagada.
-Sí –contestaron a la vez y de forma unánime varias de ellas.
-Haced el favor, llevad de huésped a Semillita, seguro que por allí hay mejor tierra y más cobijo para ella. Podéis dejarla a tiro de piedra de aquí, en la umbría de las Migaldías, donde los lentiscos y los escaramujos son más abundantes. ¡Seguro que allí echa raíces con fuerza!

Semillita, arropada por los brotes, asomó un poquito su linda carita, miró a las abejas con sus grandes ojitos e hizo una mueca de resignada aprobación. Entonces, cuando salía de una de entre el verde de las matas, los gamonitos comenzaron a bailar de forma desenfrenada, tan trepidante que a punto estuvieron de romper su delgada cintura. Nadie se dio cuenta del aviso, el motivo de aquello estaba en una brisa que se producía de tarde en tarde y a la puesta del sol, cuando un vientecillo enfurecido elevaba sus cabreos desde el río hasta el pueblo cercano. De un zarpazo cogió a Semillita y la mandó por los aires.

-¡Uuuuuuuuuuuuuuuy!, ¡leches! Hasta oooooooooooooooooooooootra. –No le dio tiempo a decir nada más.

Mientras surcaba el cielo a gran velocidad apreció las primeras lucecitas artificiales, que ya vestían de claridad la creciente oscuridad que se cernía sobre el pueblo.

-¡Yo nunca he estado en un pueblo! –pensó-, ¿cómo será?, ¿tendrá los edificios y la magia que me contaron las mayores?

Cada achuchón del viento la aproximaba un poquito más a las casonas de la vecindad, aunque todavía se apreciaban a cierta distancia.

Ilustración: Juan Basilio Martos Ramos