domingo, 12 de noviembre de 2017

Los pilares de un paisaje urbano: Baños de la Encina

En los primeros años de la "Modernidad", la aldea de “Bannos” se constituye como plaza básica en la protección y abastecimiento del Camino Real de Andalucía a través del Puerto del Rey (su Concejo tenía Concesión Real para el cobro y deberes de “robda”). No en vano la propiedad concejil de la Venta de Miranda era el único punto de aprovisionamiento en el corazón de Sierra Morena -antes lo fue la de Los Palacios en la vía del Muradal-, a medio camino entre el Viso del Marqués y el valle del Guadiel, se posiciona como principal posta del Camino. Gestionada por un arrendatario, su abultado alquiler -14.300 reales anuales- le convierte en uno de los más importantes ingresos de las arcas municipales.

Pese a la baja calidad agraria de los suelos serranos, la bondad climática invernal hace de este territorio al sur de Sierra Morena uno de los principales pastaderos de extremo para la oveja merina castellana, verdadero pilar económico de la Castilla bajomedieval. La brusca unión de las estribaciones serranas con el valle de arcillas miocénicas de la Campiñuela, engendra los primeros destinos territoriales de esta cañada sin necesidad de penetrar en una serranía por aquellos años muy agreste y feraz. La toponimia de algunos de estos parajes nos evidencia su uso ganadero primigenio: Mesto, Majavieja, cerro de la Mesta o Dehesa del Llano.

Junto a estos dos pilares económicos hemos de reconocer un tercero que permitió que la población arraigase en una tierra que, en principio, no era atrayente debido a su carácter agreste: la concesión, realizada por Fernando III, de un “término privativo” propio gestionado por los pobladores de la entonces aldea dependiente del Concejo de Baeza, bajo cuya jurisdicción recaía. Este hecho, posteriormente ratificado por su hijo Alfonso X y distintos monarcas, entre ellos los propios Reyes Católicos, propiciaba la gestión económica de un territorio, sin cargas económicas, bajo el mando de un muy reducido “concejo aldeano” que en principio encabezaba el propio alcaide del castillo. A Corveras y Carvajales, mandatarios encastillados durante las Guerras de “Banderías” acaecidas en las postrimerías de la Edad Media, sucedieron varias ramas familiares que llegaron a estar completamente emparentadas entre sí, y que comandarían la ya Villa a lo largo de los siglos XVII y XVIII: Molina de la Zerda, Delgado de Castilla, Zambrana, Salcedo o Galindo.

Fotografía: Antonio Miraves

jueves, 9 de noviembre de 2017

El vientre de los Turrumbetes

Un tiempo atrás, husmeando por la redes, por fin encontré una mínima referencia a una toponimia tan bañusca como lo es “turrumbetes”. Hasta entonces desconocía totalmente el trasfondo semántico de la misma, más aún, dudo que algún paisano la conociera. Se trataba de una web, de un pequeño municipio de la “vieja” Castilla, que recogía una especie de vocabulario local. Ahí enumeraba la palabra “turrumbero” o “turrumbete”, que definía como barranco o despeñadero.

Con los pies en el Cueto (alto enriscado en castellano viejo) y formando parte de la primera mesnada castellana que arribó con propiedad al castillo, que mejor apelativo que éste para definir el barranco que rodeaba y rodea al coloso.

Era este lugar, por los años de de mi infancia, un excelente lugar para poner patas arriba el trascurrir cotidiano. Por aquellos días y siendo pago donde se elevaba el único hotel del pueblo, el muy afamado Mirasierra, por allí había que moverse para ver a todo “bicho raro“ que llegara al pueblo: maletillas, actores, comerciales… y turistas. Fruto de la efervescencia turística que planeó sobre el municipio en la segunda mitad de los años 60, el inmueble y sus gestores fueron motor de muchas cosas. Recuerdo, muy vagamente, visitar a una señora que vivía en una de las habitaciones del hotel, creo que amiga de mi madre, pintora o costurera…, poco más me viene a la memoria.

Por allí andaba mi vieja escuela de parvulillos, la llamada como Santo Reino. De cotidiano le faltaban a unos pies para salir corriendo del lugar y, cuando llegaba el fin de semana, nos faltaba tiempo para invadirla saltando por encima de los tejados de las cocheras. El objetivo no era otra que dar por sentado que forzabas la voluntad de los mayores… o así lo creo pasados muchos lustros.

Y allí andaba el chalé del Quemado y las escombreras del pueblo, un fenómeno novedoso en momentos en los que se espabilada lo de construir después de muchos siglos de andar la villa agostada. Con una chapa vieja, la significativa pendiente del lugar y la mucha piedra y ladrillo suelto emulábamos por adelantado lo que luego serían los toboganes de los aquapark que habrían de venir, dándonos de morros con el arroyo de “madres” o la perrera de Luis “Chapa”, el propietario del hotel, posiblemente el mejor cocinero de gastronomía local que anduvo por Sierra Morena. Con su cocina ambulante y una pequeña rehala de perros de caza, era por aquella época la verdadera estrella de muchas de las monterías de nuestra sierra.

Por eso, pasados los muchos años, cuando fui por primera vez a Sierra Nevada y me postulaba como posible geógrafo en ciernes, lo primero que hice, nada más bajarme del autobús, fue meter en la nieve los “litros” que llevaba en la mochila -por ponerlos a “punto de nieve”- y buscar un plástico viejo para tirarnos por la misma… y evocar aquellos espectaculares años de nuestra infancia.