miércoles, 31 de marzo de 2021

Sobre la Semana Mayor y la memoria cotidiana

Domingo de Ramos, victoria

Cuando chico y por aquellos días, a los zagales que rondábamos el Corralón, un altozano en sempiterna ruina, un magnífico cubil para ocultar las muchas invenciones y trastás de la chiquillería, nos daba por entretener las mañanas de sopor, y no aburrirnos, con trajines que hoy sonarían a disparate.

Cuando el sol estaba tendido en todo lo alto, con regocijo, los chiquillos veíamos a Juan Manuel doblar la empinada calleja del Cotanillo cabalgando sobre su cascajoso Pascuali, como si el buen señor condujera el mismo pollino de Cristo ataviado de palmas y ramoniza. El artilugio no era más que un alboroto de hierros y reventones de carburador, un vehículo de un amarillo descolorido que avisaba anticipadamente y con gran estruendo de su llegada. Y era el piloto un señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del demonio, de enérgico vozarrón, un estampido según horas, pero de un corazón tan grande que en nada desmerecía el inmenso y espantoso trueno de la voz.

Después de tantos traqueteos y enseñanzas, habiendo dejado atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el estridente rumor de las chicharras, llegaba al pie de las cuadras dominado por un frenesí tan intenso que parecía más baile de San Vito que el efecto de una estrepitosa conducción. Y de tal calibre llegaban a ser los meneos que, una vez puestos los pies en tierra, aún se mantenía unos momentos sin control y a la deriva. El remolque, que llegaba entre vítores y cargado hasta las trancas con alpacas de paja o haces de ramón, según tiempo, por su esperpéntica forma en nada desmerecía a las más afamadas y legendarias torres. Unas veces se parecía a la muy fotografiada Torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga, pero no eran menos las ocasiones en las que la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la compostura.

Miércoles Santo, traición

Martín Esteban había sido cabrero y ganadero de lana desde que se enganchó a la teta de su madre, desde siempre, como lo fue su padre, lo fue su abuelo y con seguridad lo fue el abuelo de aquél. Y no hay que poner en duda que algún pariente suyo fuera en la tropa de Abraham cuando el patriarca movió su hato de ovejas por todas y cada una de las majadas del Creciente Fértil. De andares poco vacilantes y dormir un instante, como burro y a cabezás, era hombre de morder aquí y allá, como las hormigas, de juntar mucha plata, gastar ninguna y vender a su padre si era menester.

Habiendo heredado un rebaño considerable, en poco tiempo, y por su mucho bullir, lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo. Contrariamente, día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Pero, hete ahí que en las cosas de gestionar su hacienda, y dejándose llevar por los consejos de los que decían tener buenas entendederas y mejor apostolado, había cambiado el campo abierto y la ancha vereda por la pestilente estrechez de las cuadras, pastorear a la par que el ganado por darle metódica vuelta y grano contado, cantar coplas al viento y disfrutar soleándose por un bregar sin tino ni rumbo… y ahora, consumido, abatido, se quejaba de andar sin cuartos para tanta pompa y día con día se le resecaba el alma.

Jueves Santo, humildad

Pese a lo intempestivo de las horas, el lugar te recibía con hospitalidad. Olía a tierra mojada, generosa. La atmósfera era limpia y la sensación acogedora, como tarde cuando amaina la tormenta. El anciano, hombre humilde, de huerta y pocos excesos, de pan y vino de diario, me observaba con las manos atrás y ligeramente encorvado hacia delante. El Tuerto, le llamaban. Unos lo tenían por huraño y cenobita, otros lo consideraban muy leído y hombre de costumbres austeras. Él se tenía por gente de bien en su justa medida, de lavarle los pies a cualquiera siempre que viniera de buenas. Lo cierto es que el labriego era de porte bronco y ojo más seco que ripio, según se dice fruto de un disparate digno de no contar. Su silueta se elevaba más tiesa que erguida, solitaria y retorcida como almendro centenario en estepa. En su papel de augur, se titulaba como autodidacta y sabio que pocos comprendían, y era considerado viejo para todo y por todos. Quizá fuera octogenario, al menos así lo parecía.

De cotidiano andaba entregado a las obligaciones de su hacienda mientras recitaba una cantinela perenne: contaba que con aquello de ser la huerta aprisco de muy atrás, por allí caía gente de todos los estamentos, los de un bando y los del otro, los que se rigen por el César y los que se arriman a lo sagrado. Los unos y los otros desembarcaban aparatosamente y con aspavientos, dando instrucciones de cómo debía hacer esto y desandar lo otro. El labriego, por su parte y con rotundidad, afirmaba que estaba hasta las narices de tanto sujeto empeñado en evangelizar, que él ya sabría qué oración y a quién rezar cuando tocara. Auspiciaba, con vehemencia, que cualquier día soltaba los perros a tanto apóstol ungido.

Viernes Santo, sacrificio

En noches como aquélla, con rigores climáticos tan contrarios, Juana, que llamaban la Recortá por su escasa altura y volumen, hacía honor a su apodo e intenta conciliar el sueño totalmente encogida, en posición fetal y como si fuera muy poca cosa. Dormía bajo la bóveda que sostenía el Camarín del Cristo, apegada al brocal del aljibe horadado en sus entrañas. Más amodorrada que durmiendo, juraba mantener los pies siempre en alto no fuera a fulminarla un rayo.

Era el cubil estrecho y a la sazón húmedo, de paredes reducidas y la techumbre apretada contra el solar. Sostén del propio Camarín, era cimiento de la cruz del Cristo y causa de la suya propia. Ocupaba el lugar lo más hondo de un macizo torreón que, a modo de bandera, ondeaba en su cúspide un caballete con una enorme veleta cruciforme. Según opinaba la Recortá, aquel amasijo de hierro, a modo de pararrayos, tenía encomendada la protectora función de aminorar las descargas eléctricas. Todo aquél que sabía de ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus obligaciones. Nacida en el tajo e hija y nieta de santeras. Pero en noches de trajín eléctrico como lo era aquélla, pese a todo su afán y querencia por lo que custodiaba, todo le traía al pairo…, incluido su buen consorte que nunca regresaba con hora.

Y era Horacico cojo y marido de la susodicha. Siendo de diario hombre de huerta y cantina, siempre caminaba de reata con su Verea, una pollina deslomada y dócil. El nombre del animal no era casual y parecía más bien puesto por Juana que por el compañero de ronda de la borrica, pues noche sí y noche también le abría camino y lo entregaba en situación poco decorosa. Y en tardes como aquélla, Horacico, justificándose con las inclemencias del tiempo y la obligada necesidad de no mojarse por su poca salud, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando así calarse por fuera, acababa empapado por dentro.

Sábado de Gloria, purificación

En mañanas como aquélla, de agua calaera y purificadora, de olor a tierra y laero removido, gustaba de hacer poco de pretenciosa utilidad y conseguir mucho parlamento, de respirar con anchuras por Santa María y andar a la par con Antonio. Con la charla, nos daba por rodear el castillo y patear las terrazas “de la Mona”, por ver si aparecía algún tiesto raro, un cacho de herrumbre raído y fuera de costumbre o cualquier moneda sin valor ni dueño…, y aquella mañana de sábado no tenía por qué ser de otra manera.

Pese a la lluvia, intermitente, el goteo de viajeros no cejaba. Siendo, como lo era, de naturaleza curiosa, aquella gente hurgaba en los misterios de la fortaleza buscando entendederas. Algún que otro despistado, fuera de redil, se asomaba al mirador huyendo de la batuta del guía. Mil veces puesto en el mismo vericueto y situación, no tardabas en escuchar el mismo eco:

—¡Cuánto olivo!

A esto, ocioso y haciéndose uno el despistado, le respondía como si no fuera ajeno a la escena:

—Hace muchísimo tiempo la extensa llanura que ve a sus pies fue ocupada por una cuña marítima, su colmatación, muy lenta y debido a la continua sedimentación de materiales —arcillas, margas…— provocó la existencia de este valle. Hasta hace poco más de 8 millones de años, todo lo que ve estaba ocupado por una enorme lámina de agua marina. De ahí la fertilidad de estos suelos y la presencia de este inmenso mar plateado de olivos.

Alejándose con aspavientos, Antonio vocea improperios sin dirigirse a nadie en concreto:

—¡¡¡Un mar!!!, pues no dice que ahí abajo había un mar. ¡Lo habrá visto él!

—Que sí Antonio, que es así, —le respondía yo—. ¿Es que no sabes de las muchas y enormes conchas que aparecen por encima de la Casa de las Señoras?, —le argumentaba creyendo aún que podría convencerlo, cosa de facto imposible.

Entretanto, abajo, en el llano, el humo de cien hogueras alimentadas con sierpes verdes intenta elevarse. Antonio aligera el paso y se adelanta unos metros. Mientras se aleja, meneando con vigor la garrota y a media voz, sigue rumiando su perorata:

—¡Vaya “socólogos” estos!

Domingo de Resurrección, renovación

A mediodía, metidos en la andanza y sin haber encontrado la compostura hidráulica que buscaban, doblaron al barranco de la Salsipuedes, donde las aguas que traían como guiadera volcaban en el riacho principal. En la lejanía, por encima de ellos, vieron removerse una confusa silueta. Se trataba de Braulio, un viejo huraño que se entretenía trajinando calicatas sobre un promontorio elevado, un otero que se alzaba donde los arroyos de la Rumblosa y Valdeloshuertos entraban en nupcias. La loma, que semejaba un reseco espolón, se asomaba al lugar donde las aguas de los dos regatos se entregan al padre “Herrumblar”. Se le apreciaba trasteando entre las chaparreras, removiendo pizarrones y tiestos bajo el enorme cortado de Peñalosa, un gigantesco y mágico despeñadero, un lugar donde, desde viejo, anidaban enormes búhos reales y la esquiva cigüeña negra. Sobre el peñasco, con cada renacer, se desperezaba el astro solar.

Subieron en su busca por revelarle lo que traían y pedir opinión. El anciano, tras los saludos de rigor y sin dar pie a que le contaran la obligación que rumiaban, les comenta que “andaba tras los pasos de una ciudad invisible y eterna, y que siendo como era de no dejarse ver habría de llegar el día que sin más remedio diera por verse”. Previendo la sorna y las burlas de los contertulios, se ratifica diciendo “que entonces pocos se reirían de su entrega y afán”.

Moraba el vejestorio riacho arriba, bajo una peña, más tinada o paridera que casucha, bienviviendo con lo justo, lo que le daba un huerto pergeñado junto al regato, cuatro gallinas de poner huevos y un soto de conejos… en amable consonancia con un paisaje en continua renovación. Y era Braulio hombre enjuto, nervudo y fibroso, de poca y plateada cabellera, con tantos años a la espalda que cuando intentaba enderezarla tenía que hacer un sobre esfuerzo de más. Y era el morabito persona de meter cabeza en agujero chico y ya no sacarla.

Aquella tarde, después de toda una mañana certificando ruina y muerte, se dejó caer sobre el bardal de mediodía, como cuando niño. Entonces curioso, ahora derrotado, pero siempre con la mirada puesta en el horizonte infinito. Derramó su pena por los llanos, hasta donde la vista le permitió. Como en aquellos días tan lejanos, y después de una lluvia intensa, comenzó a oír un sonido amortiguado, lejano. Primero le llegó un eco temeroso, después lo escuchó en todo su vigor. ¡¡¡Volvía el croar de las ranas!!! Venía de la vega impregnando la atmósfera de un nuevo aliento. Era la madre naturaleza, la vida en su más pura esencia, que muda y se recompone. Otros vendrán a recoger el testigo, a tropezar una y otra vez. Se caerán y se levantarán, volverán a desplomarse y se hundirán de una. Poco a poco, sin estridencias y con mucha dulzura, el sonido, lejano, mudó a fragor vigoroso.