viernes, 17 de marzo de 2017

Peñalosa, la ciudad callada

Y sobre una empinada loma que parece avanzar sobre las aguas del río Ferrumblar, se derrama un todo pétreo, donde casas, calles, tumbas, cisterna y corralizas se suceden de manera anárquica apretadas por una recia muralla de pizarra descompuesta por los desaires del tiempo.

Al amparo de una mastodóntica acrópolis, más torre que alcázar, que bien se asemeja a la del mito heleno del laberinto, grandes paredones enfrentados van descendiendo, a modo de escalones, hasta llegar al río. En su interior, se gesta un entramado urbano que da forma a un asentamiento que dominó la economía minera del valle del Rumblar durante el segundo milenio antes de Cristo.

La maciza muralla externa, en casos de más de un metro de anchura, simula serpentear por la pendiente viéndose salpicada, a intervalos, por bastiones circulares de gran grosor. Orientados a norte y sur, agrupados en pareja, y como si se abalanzaran hacia el exterior del recinto, dos pares de ellos ofrecen entre sus “fauces” un pequeña hueco, a modo de puerta apretada, que retorciéndose entre callejas nos deja penetrar en las entrañas prehistóricas de la Sierra Morena de Jaén.

Peñalosa, mecida hoy por las aguas del Rumblar, esgrime murallas que se elevan de la madre tierra, presenta macizos bastiones circulares, traza complejos pasillos murados que pugnan por asemejarse al mismísimo laberinto del Minotauro de la Creta legendaria, rinde culto a la gran piedra por donde nace el sol cada día y se levanta sobre las sacras aguas rojas del Barranco de Salsipuedes,… Peñalosa es hoy una ciudad que grita en su silencio.








miércoles, 8 de marzo de 2017

El Castillo de Baños, un otero elevado sobre las aguas

Así pues, ávido caminante comenzamos un bello paseo por la historia de este pueblo… El camino de Mesta que traemos, nos pone por frente el escalón de Baños, que ya nos adelanta el fin del llano, del olivar y de la tierra calma, y que el agreste pellejo de Sierra Morena nos viene encima.

Han sido los pagos ocupados por la histórica aldea bajomedieval de "vannos" tierras de retener mucha agua y de gentes que daban muchas tretas para obtenerla. Quizá el nombre de su castillo, que por entonces coronaba un cerro enriscado germen de la futura villa, le venga de antaño, de cuando Castilla llegó a esta frontera allá por el siglo XIII y, a la vera de su alcázar, se diera de bruces con un amplio humedal que le franqueaba el paso. Y los castellanos, que tiran de llaneza y sencillez, y de poco calentarse la cabeza en devaneos, no tuvieron otra que nominar Cueto al enrisco, Charcones y Cantalasranas al enfango y castillo de Baños a aquél que oteaba sobre las aguas. Y desde entonces hasta ahora, siempre fue de "los baños", pese a que se han rebuscado otros apelativos según las querencias y modas de cada época, como ocurrió en tiempos pasados y presentes. Y así, cuando se ensalzaban reconquistas, era Burgalimar, y cuando son las tierras de África a las que se hace un guiño, nos decantamos por Burch Al Hammam.

Hijos que somos del “trajinado milenario de este castillo”, nuestra interpretación se fue quedando excesivamente apresada entre los muros del coloso y la larga enumeración de títulos que fueron atesorando fortaleza y villa. Así, se dejó de lado el territorio que lo cobija  y perdimos la perspectiva histórica. Pero, por encima de milenios, banderas y reyes, el mayor emblema de este pueblo emerge ahora justificando que sus muchos años le deben bastante a la roca que lo sustenta. Siempre se ha dicho que las formas del recinto amurallado que hoy apreciamos, semejan un raro ovoide, ¡quizá no haya mayor aseveración al respecto! Y es que sus lienzos se amarran férreamente a las formas externas del enriscado Cerro del Cueto sobre el que se eleva.

Así es, el actual recinto del castillo se levanta sobre una masa tabular, más o menos uniforme, de arenisca rosácea del triásico, la que decíamos del Cueto, una gigantesca plataforma de piedra, un firme cimiento, que cabalga sobre los viejos y discordantes pliegues de pizarra del Carbonífero, un verdadero hormigón natural que sirve de sustento a esta obra de los hombres. La muralla sigue la delimitación externa de la arenisca, lo que condiciona la caprichosa forma ovalada de la fortaleza.

Y es que cuando se accede al pueblo desde la campiña, como hacemos ahora, avistamos las estribaciones de la Sierra Morena, un frente de montañas redondas y achaparradas que difícilmente superan los 500 metros de altitud. Hoy, son testigo veraz de lo que un día fuera un sistema fluvial que depositaba gravas, arenas y lodos (sedimentados hace poco más de 200 millones de años), ¡queda a la imaginación del lector lo que fuera una  amplia marisma! El delta de un río, que vendría a desembocar a la cuenca marina que hoy ocupa el valle de Bailén, a los pies del pueblo de Baños. Como herencia de la sedimentación de entonces, han quedado estos cerretes de cumbre llana, de arenisca, cuya piedra utilizan los bañuscos para construir sus casas, y algunas elevaciones menores formadas por cantos rodados con los que dan forma a los empedrados de sus calles. Entre los primeros, afloran parajes como Los Llanos, la Dehesilla, el Cerro de la Calera o el mismo Cerro del Cueto; mientras que los segundos están representados por la Cuesta de las Chinas o la Obra de los Moros, un hito de gran interés geológico que campa al borde de la carretera de la sierra una vez superada la presa del Rumblar.

El camino ganadero que nos ha traído al pueblo, que no es otro que la “verea” de Linares, corta en perpendicular el polvoriento y otrora empedrado Camino Viejo de Andalucía, Real o del Puerto del Rey, preñando en su encuentro uno de los muchos y pétreos ingenios hidráulicos que, como un rosario, salpican los ruedos de la villa: el Pozo de la Vega. En su día, durante el largo tránsito local que medió entre las edades Media y Moderna, formó parte de un complejo programa hídrico que la oligarquía local implantó mediante la creación de un conjunto de pozos, pilares, fuentes y alcubillas, según la jerga local, que suministrarían agua potable a viajeros, recoveros, arrieros, recuas y ganado local en el transitar por este eje viario, ya fuera para los que enfilaban hacia el puerto indiano de Sevilla, o para aquéllos de más corto lance en sus mercadeos entre el llano y la sierra.

Ahora, con la villa por montera, superado el Molino Vilches, que este pueblo es muy aceitero, y según ascendemos la empinada calle de la Trinidad, somos conscientes de que el verdadero espíritu que domina esta población es la eterna presencia de la piedra. Aquí y allá, en trazas y casonas, aparece enmarañada entre el colorido de la cal y el verdor de geranios, jazmines, gitanillas,… que cuelgan refugiándose bajo los frescos vanos de las moradas pétreas. Se trata de la ya mencionada arenisca rosácea, que igual da forma a casonas palaciegas (Priores, Escalante, Delgado de Castilla, Molina de la Cerda,…), que eleva iglesias y ermitas (Virgen de la Encina, Jesús del Llano, Cristo del Camino,…), que dota de señorío las edificaciones civiles y militares (Casa Consistorial, Torreón Poblaciones Dávalos, Cerco de los Corvera,…), que permite laborar a industrias e ingenios (Casería del Salcedo, Molino de Viento del Santo Cristo, Casa de Consumos y Carnicerías, almazaras y molinos,…); o que, simplemente, llena de tintineos sonoros el callejero al son de nuestro andar.

En dos traspiés nos ponemos en los canteros de la Cestería, arrimados al Laero, un quiñón de tierra calma que limpiamente se desliza bajo el castillo.

Ahora, situados sobre la meseta de Santa María y al exterior del recinto fortificado, en el vértice oeste, observamos al frente el vecino cerro del Gólgota y, en lo hondo, el barranco que corre entre éste y el del Cueto, por el que antaño discurría el arroyo de Valdeloshuertos. Lo que hogaño es una bella lámina de agua, en días mejores fue la principal vía de comunicación entre la Campiñuela (el valle que está a los pies del pueblo), es decir las tierras del Alto Guadalquivir, y la sierra, para dar paso posteriormente a la llanura manchega. Ofrecía la brecha dos vías alternativas para subir a las tierras de la “Oretun Germanorum” de los íberos. La una era pareja al río Rumblar y su afluente El Grande, arribando por la Sierra de San Andrés y del Agua a los términos actuales de El Viso del Marqués y San Lorenzo de Calatrava, utilizando en parte, desde el mítico "Mojón de la Legua", lo que hoy es el desusado cordel ganadero “Principal de la Plata”; y la otra, cruzando longitudinalmente la vaguada del Marquigüelo, iba a superar el siguiente escalón serrano -el Cerro Navamorquín- y, a través de La Castellana, el Camino de la Plata y Navalcardo, ascender a los pagos de Mestanza. No en vano, se identifica este acceso como la vía romana de Cástulo a Sisapo, dos de los principales centros mineros a una y otra vertiente de Sierra Morena.

En este marco de las vías de comunicación valle-sierra, es evidente que el Cerro del Cueto ha sido desde tiempos inmemoriales un histórico y estratégico otero. ¡Navegamos ahora cinco mil años atrás! Frente a nosotros, en el lateral sur del Gólgota y sobre la línea de falla, asoman los restos de lo que parece una escombrera y una maraña vegetal, que es solo la punta del iceberg de una trinchera que se alarga hacia el suroeste algo más de 1.500 metros. Se trata de la rafa minera o mina a cielo abierto del Polígono-Contraminas que, aunque explotada en época romana (galena argentífera) y rentabilizada durante gran parte del siglo XX por “sacagéneros”, hunde su origen en la Edad del Cobre para consolidarse en la del Bronce (azurita y malaquita). Con seguridad, durante el primer periodo, poblados como Cerro Tambor, sobre la trinchera, y el Cueto (castillo) están directamente relacionados con su explotación económica, como después lo estaría el núcleo metalúrgico de Peñalosa, localizado en el encuentro del arroyo de Valdeloshuertos con el río Rumblar.

Tras la excavación arqueológica del interior del castillo, podemos apreciar en la sección noroeste restos murarios de esa época, que también se suceden ladera abajo, ya en el exterior del recinto fortificado. Se trataría de un poblado que seguiría las pautas urbanísticas de la cercana Peñalosa: en el interior de macizas murallas, apretadas casas de piedra, tierra y madera se reparten por terrazas que se suceden en altura, comunicándose entre sí por calles estrechas y laberínticas. El poblado estaría coronado por una acrópolis bien defendida, que coincidiría aproximadamente, en el caso del Cueto, con lo que hoy es el recinto central del castillo. Su estratégica situación visual y la inmediatez a recursos mineros, agrícolas y ganaderos lo dotan de un protagonismo sobresaliente en el marco de la Edad del Bronce de la Cuenca del Rumblar.

Ocupado también por oretanos, será durante época romana cuando este altozano adquiera un carácter más que sobresaliente. A caballo entre valle y sierra, de una eficacia visual extraordinaria, se torna en morada eterna de Felicia, una notable dama romana posiblemente vinculada a los publicani que regentaron la explotación minera de esta parte de Sierra Morena, cuya cabeza más visible se localizaba en la vecina ciudad de Cástulo: la “Societas Castulonensis”. La parte superior del cerro, hasta entonces formada por encrespadas rocas de arenisca, se pica y nivela hasta crear una plataforma plana y elevada a la que se accede por una amplia escalinata frontal aún presente. Sobre esta meseta se eleva un templo o mausoleo funerario de proporciones más que considerables, que avisa de la importancia de la familia de la finada, a la que de facto se rendía un culto que se escapa hoy de lo humanamente entendible. Aún hoy podemos apreciar esta pequeña llanura artificial, que da cobijo en sus entrañas a dos aljibes y enarbola las ruinas del templo, como así ponen de manifiesto varios y dispersos capiteles y las baldosas de piedra del enlosado, reutilizadas posteriormente como firme de las que serían callejas almohades. Todo una exaltación de cómo gira la rueda del tiempo.

La caída de la empresa minera durante el bajo imperio romano, aceleró una tendencia que despoblaría la serranía y que, paralelamente, fue salpicando la Campiñuela (valle agrario bajo el pueblo) de pequeñas explotaciones agrarias, alquerías, cortijadas y quintanas (villae), como así ponen de manifiesto las ruinas de Las Mendozas, Las Marquesas, Nacimiento o Santuario de la Virgen. Pese a la intensidad de este primer desarrollo agrícola, el tránsito definitivo a la Edad Media trajo consigo un vacío casi generalizado del territorio, sobre todo en el pellejo serrano, donde la población queda reducida a la mítica “Folenam”, proceso que tuvo su mayor expresión durante el Emirato y el Califato Omeya.

La sangría poblacional puesta de manifiesto durante este primer periodo de dominio musulmán, viene ratificado por la nula presencia de yacimientos arqueológicos y por la total ausencia de topónimos árabes que vinieran a refrendar una probable ocupación serrana que, quizá, nunca se produjo de manera intensa en los cinco siglos de presencia islámica. Pero, con seguridad, el factor que más incide en este éxodo humano, testimonial en el valle (y en el Cerro del Cueto), es el desplazamiento hacia el oeste de las vías de comunicación entre el Guadalquivir y la Meseta, que ahora se desarrollarán principalmente a través del Valle de Los Pedroches (Córdoba). Esta recóndita parte de la sierra y su valle quedan relegados de la territorialidad principal, conformándose La Campiñuela como un reducto secundario dedicado a labores ganaderas donde, de manera puntual, las antiguas instalaciones del Cueto son reutilizadas como fortín militar.

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Era una mañana de sábado fría, que tuvo como precedente una dura noche de agua. El café, hirviendo, me armó de valor para encauzar la empinada escalera y buscar sus monólogos. En nuestros encuentros poco lugar había para dar opinión, mucho escuchar, filtrar algún que otro chisme y desvarío y aprender, y mucho. La garrota, como sus cuerdas vocales, en constante mudanza. Después de su saludo de rigor -¿cómo están los chiquillos?- nos varamos momentáneamente estudiando el horizonte; era una manera más o menos acordada de dejar claro los intereses del día; esa mañana no tenía qué hacer, y así lo dejé entrever respondiendo con alguna barbaridad a sus improperios y huecas amenazas.

En días como aquél, de agua y tierra removida, gustábamos de rodear el castillo por ver si aparecía alguna moneda de poco valor o alguna flecha raída, pero aquella mañana buscamos el interior de la mole. Aún en el exterior, donde comienza a elevarse la corta pendiente que nos lleva a la puerta del coloso, a nuestra derecha, a unos centímetros del suelo e incrustado en el murete que separa la calle del hondo de Santa María, le señalo una pequeña muestra de calicanto que nos da indicios de la presencia, otrora, de un muro lateral, que reutilizaría la posterior iglesia funeraria (aún quedan vestigios de su cripta y ábside frente a la puerta del castillo y a un nivel inferior). Con seguridad, formaba parte de una estructura defensiva, una entrada en codo, muy utilizada por la arquitectura militar almohade allá donde el foso de agua era argumento imposible.

Por su parte, en un movimiento pertinaz de la garrota, señala violentamente un barro moteado de blanco que rodea la farola de la izquierda, un muerto –me confirma-, como si no conociera ya la canción. Una muela, aislada, inculca fe a los no creyentes de que la tumba, en su día, estuvo. En unos pocos pasos nos plantamos frente a la puerta, a nuestra espalda, infiltrado entre la tapia que delimita los corrales de las casas vecinas, un nuevo testigo de tapial viene a ratificarnos la presencia del artificio codado, que no barbacana.

En esas, nos topamos con el doble y pétreo arco de herradura y el amigo improvisa que la entrada, años ha, fue ligeramente adulterada cuando él daba sus primeros pasos como peón de albañil. El acceso, encarado entre dos torres, es uno más de los elementos de protección del complejo sistema defensivo, aunque hoy falta el matacán que debió coronar el frente de fachada, perdido en aquellos engalanamientos de la portada.

No sin esfuerzo, el amigo abre la pesada puerta con algo que parece más ganzúa estrambótica que llave. El remate de hierro que da fin a la extremidad inferior de la garrota, va repicando bruscamente en el contacto con los escalones que nos adentran en las entrañas protegidas del castillo. La rampa asciende a una pequeña meseta, aunque originalmente un muro lo impedía obligando al invasor a girar bruscamente a la izquierda. Penetraba por un estrecho pasillo flanqueado a siniestra por los muros del castillo y, en la diestra, por una línea de viviendas posiblemente destinadas a caballerizas. La estrategia defensiva se seguía aplicando a todos y cada uno de los modelados urbanísticos aquí ejecutados.

Ahora, discurrimos por una calle de traza apretada y con retazos de lo que fuera un pavimento empedrado con arenisca descompuesta. Si alzamos la vista hacia el lienzo lateral, podremos apreciar en él la sucesión de unas serie de incisiones, muy esquemáticas, que alternan franjas moteadas con líneas en zigzag y elementos vegetales desnaturalizados que dan forma a un ataurique, una decoración geométrica impresa sobre el enlucido de cal que protegía los muros de la acción erosiva de los agentes atmosféricos.

Como venía ocurriendo casi a diario, a media mañana, un tropel de vociferantes escolares se cuela en avalancha llenando de carreras el corazón de la fortaleza. Unos al frente, prestos a asomarse al ventanuco que mira al río; los otros al alcazarejo, buscando la escalinata que penetra en la almena gorda; los menos, se contentan con subir a la meseta y esperar las indicaciones de los mayores.
Se toca ligeramente la gorra, baja apenas el ángulo de la visera y doy por entendida la insinuación. Damos por finado el cónclave.

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Elevadas sus murallas cuando Sierra Morena figuraba de protagonista fronterizo, cuando Castilla y las huestes almohades andaban en dura gresca y en los prolegómenos de Las Navas, es el Castillo heredero de las clásicas fortalezas bizantinas que tuvieron su predecesor en los campamentos castrenses de Roma. Este modelo, con una amplia dispersión a una y otra margen de la franja sahariana, tiene en el de Baños, con seguridad, su mejor testigo en toda Europa.

Varado sobre un racimo de casas blancas y tabiyya o calicanto como principal componente, está organizado en quince torres cuadradas -aunque una es ligeramente pentagonal- que avanzan desde el lienzo de muralla en lo que se ha dado en llamar formación “en cremallera”.

Tierra roja libre de materia orgánica, chino de río, cal como aglutinante y agua es la fórmula magistral que ha permitido que este coloso, después de muchos siglos, siga perfectamente en pie. En la cota inferior, un cimiento de mortero con presencia de ripios de piedra de considerable tamaño permite nivelar la irregular superficie, dando paso en altura a sucesivas hiladas de este calicanto, denominado por los musulmanes tabiyya o tapial. En realidad, no es otro material que el “opus caementicium” heredado de la arquitectura romana. En cada hilada de mortero se vertía el material sobre un molde rectangular de madera o encofrado, a modo de cajón sin fondo ni tapa, que medía dos codos de altura y entre cuatro y seis codos de longitud (el codo equivale aproximadamente a 42 centímetros). Entre hiladas, se situaban pequeños maderos resinosos (agujas) que sostenían el encofrado de madera y que, al encogerse por la pérdida de humedad, funcionaban a modo de junta de dilatación. Aún podemos apreciar la huella que dejaron estos maderos en la sucesión de agujeros o mechinales que surcan todos los muros del castillo. El cajón se ayudaba de otros elementos complementarios, como el costal o vara vertical que evitaba que los cajones se abrieran; y el codal, que hacía lo propio impidiendo que se cerraran. El material se vertía en tandas, que eran apelmazadas con un fatigoso pisón de madera.

En su interior, una compleja trama urbana, de época almohade (siglo XII) y bajomedieval, tenía como objetivo principal desorientar, provocar el caos y desarmar las embestidas de un posible atacante que ya hubiera ultrajado sus primeras defensas. Elevándose apenas sobre el laberinto urbano, un pequeño patio de armas ocupa las ruinas del que fuera mausoleo romano organizando a su alrededor, en su justa medida, el simulado desorden de las viviendas. Comparte meseta con los aljibes, dos naves excavadas en la roca y cerradas en altura por una doble bóveda de medio punto elaborada con ladrillo. Los muros laterales de los pozos están construidos con la técnica del “opus signinum”, es decir, el mortero se elabora de una sola vez, y no en tandas o encofrados, forzando de esta manera la ausencia de agujas y mechinales, y evitando así las filtraciones y pérdidas del agua embalsada.

El complejo urbano intramuros, salpicado de calles pétreas que preconizan en el tiempo los empedrados que caracterizarían algunos siglos después la villa moderna de Baños, ha dejado un poso de pequeños detalles que nos narran como eran las cosas en esta tierra de frontera. Las casonas cobijan cuadras y molinas, alternan jaraíz con bodegas, despliegan conducciones, redores y registros pluviales, pisan sobre suelos de barro y cal, sientan goznes y trancos, y…, en fin, viven en tiempos que fueron de guerra, pero también de encuentro con un territorio que les era de nuevas.

Ya bajo control castellano, la estructura interna del castillo es alterada mediante la construcción de un reducido y bien defendido castillete o alcazarejo realizado con sillares pétreos medianamente regulares. Paralelamente, se reviste de piedra el exterior de la torre situada más al noreste, dando lugar a una estructura cilíndrica que se eleva en altura sobre las demás: la torre del homenaje o almena gorda. En una primera fase gana en robustez logrando, a duras penas, doblegar bajo su mando al resto de hermanas; será ya en las postrimerías del siglo XV, posiblemente durante las luchas de “banderías” que acaecieron en los estertores del reinado de Enrique IV, cuando la terraza superior, almenada, muda en sala que cierra en bóveda apuntada, se alza aún más y torna a mirar de frente a los nuevos poderes emergentes de la Plaza Mayor.

En 1626, la aldea de Baños se segrega del concejo de Baeza constituyéndose como villa. El nuevo orden jurídico y civil, in crescendo hasta la promulgación de las primeras ordenanzas municipales de la villa (1742), pone una losa definitiva a la actividad vital del castillo. La población y el poder se van desparramando extramuros, alejándose del coloso que acabará dando cobijo a la muerte.