viernes, 31 de julio de 2020

Noche de tormenta

Con la profética rueda de las cabañuelas, con su eterno y cíclico regreso, llegaron tardes de viento y desasosiego, brisas que remueven el poso de la conciencia, que levantan los cadáveres ocultos bajo la losa del tiempo y sortean el engaño de la hermana amnesia. Tardes de viento que en días como aquéllos venían a recordarte dónde anduviste y qué hiciste. Ahora, evocando aquellas noches estivales, se aprecia que la vida se va en un suspiro. El viento devoró el asfalto, dejó la tierra desnuda y levantó remolinos de polvo que parecían dormidos. El hollín lo envolvió todo con una metralla invisible y puso en evidencia la desnudez de la Humanidad. Hirió cada molécula del cuerpo y nos recordó que somos ceniza.

Fondeado en la quietud del mediodía, el cielo se tornó de un rojo vivo, como cuando los últimos rescoldos del hogar se desperezan y avivan bajo el efecto del fuelle. Y llegó la tarde. Cielo, tierra y ríos eran de color ceniza, y lo eran las plantas, calles y viviendas, y la gente se vistió de gris. El intenso calor sepultó los recuerdos y el viento, que andaba en calma chicha, se rebeló en un instante. Cuando la negra oscuridad cubrió la noche, vino la lluvia, abundante, y durante la madrugada no fue menos. Llegó aparejada con una tormenta de las que desbarata cualquier plan premeditado.

En un ataque de furia desmedida, el vendaval elevó bruscamente las aspas del molino haciéndolas volar por los aires. Con el mismo impulso, movió el eje y mandó al garete el palo de gobierno provocando que en medio de tanto estropicio se arruinara toda la techumbre y se desencajara el fraile, los estampó contra los corrales de enfrente. Con el molino a descubierto, el desconcierto del eje hizo añicos la rueda catalina, la linterna y la tolva, que se derrumbaron sobre las muelas como si de un peso muerto se tratara. Los empiedros se quedaron sin sustento y partieron las vigas de los dos entresuelos, que cayeron envueltos en un atronador estruendo. Todo el ingenio interior se vino abajo, maderas, herrajes, granos, haciendas y sueños. Una hora, dos, el viento se calmó y la lluvia comenzó a deslizarse con suavidad, “calaera”, deshaciendo pacientemente los adobes de barro. Los travesaños, destrozados y fragmentados en mil astillas, mostraron su desnudez interior, un laberinto de canalillos y madera devorada, serrín. Minúsculos raíles subterráneos horadados día a día, con constancia, testimonio de la cansina e impenitente labor de la polilla.

Avanzó la noche y la lluvia volvió a ser intensa, se transformó en aguacero que recordar. La tormenta movilizó una deforme masa de broza, piedras, maderas, barro y agua, desde Cerro Tambor hasta Burguillos, inundó los llanos de las Mendozas y fue a fondear toda su ira al arroyo de la Boquituerta. Y tal fue el ímpetu puesto en la hacienda, que se llevó por delante la barrera de maleza que taponaba el cauce, destrozó parte de la noria y la alberca de Juan de las Vacas, desarmó el melonar y dejó en ruina parte del cortijo. Algo más abajo, la torrentera cedió su envenenada herencia al Rumblar, que ya había desmantelado el Molino de Arriba e hizo lo propio con el de Abajo llevándoselo por delante. El nieto de Braulio, enclaustrado entre los anchos e insonoros muros del molino y bajo los etílicos vapores del vino, no se enteró de nada. Aunque ya no fue consciente de ello, cuando quiso darse cuenta sus huesos yacían inertes a tiro de piedra del santuario de Nuestra Señora de Zocueca. La crecida del río fue tan grande que las aguas arrancaron de cuajo el caz y penetraron en el interior del molino, desencajaron su tosca maquinaria y malparieron desolación. Tras unos instantes de contenida calma, reventaron el muro posterior del ingenio para seguir su curso y mandar el tipo a la Peñasca.

Aquella tarde, después de toda una mañana certificando ruina y muerte, Juanico se dejó caer sobre el bardal de mediodía, como cuando niño. Entonces curioso, ahora derrotado, pero siempre con la mirada puesta en el ancho horizonte. Derramó su pena por el llano, hasta donde la vista le permitió. Durante unos minutos, quizá horas, naufragó en un silencio casi sepulcral, pero en un instante, como solía ocurrir en aquellos días ya lejanos y después de una lluvia intensa, comenzó a oírse un sonido amortiguado, lejano. Primero le llegó un eco temeroso, en cierta manera hueco, después aumentó paulatinamente y al final lo inundó todo con una barahúnda inmensa.

¡¡¡Enmudecido durante toda una vida, por fin volvía a escuchar el croar de las ranas!!!

El sonido venía de la vega e impregnaba la atmósfera con aliento renovado. Era la madre naturaleza, la vida en su más pura esencia, que muda y se recompone sin importarle las leyes de los hombres. Otros vendrán a recoger el testigo, a tropezar una y otra vez. Se caerán y se levantarán, volverán a desplomarse y se hundirán de una, pero llegará otro que fondeará en el mismo amarre.

Poco a poco, sin estridencias y con mucha dulzura, el lejano sonido mudó a fragor vigoroso y lo inundó todo.






jueves, 30 de julio de 2020

Disparatada revolución agraria

Pero, y a todo esto, llegó la segunda mitad del siglo XX y con ella arribó a nuestros campos una desacertada revolución agraria. Para los municipios de la Sierra Morena de Jaén, y en general para todo el agro provincial, supuso un periodo crítico que acarreó la total desaparición de las labores económicas tradicionales y, en gran medida, de la cultura material vinculada a ellas. Se modificó así, cuando no se arrasó, un paisaje cultural y humanizado modelado durante siglos. Con ello, los caminos históricos y cañadas tradicionales, las torrucas, los chortalejos, las eras, los pilarejos, los rajales y colmenas…, fueron desapareciendo paulatinamente y sin pausa bajo el oscuro hollín del olvido, entre escombreras y estercoleros, que surgieron por doquier bajo la falsa excusa de una fatua modernidad. Fuentes, pozos y alcubillas fenecieron, sus veneros se vieron taponados por la inmundicia, mientras que molinos, caserías y cortijos sucumbieron aplastados por su propia ruina. Paralelamente, apabullados por la creciente pujanza del olivar, los emparrados se cortaron por la cepa y las tierras de calma fueron tomadas por inacabables hileras de olivos. Ni las fértiles tierras de huerta y vega fueron ajenas a este devastador proceso, que mermaron ante tan agresiva avalancha aceitera. La mancha verde plata, que en ocasiones se vistió de un falso dorado, redujo a la mínima expresión los viejos y desgastados reductos hidráulicos, unos parajes únicos, singulares, que habían sido levantados a la sombra de unos déficits hídricos con presencia endémica en las estribaciones de esta parte de Sierra Morena.

La tradicional cultura del agua que estos usos había gestado quedó relegada a reliquia.


De derecha a izquierda y de arriba a abajo: Camino de San Lorenzo, Cordel de Guarromán, Puente de Los Charcones, Molino del Santo Cristo, Piedra Escurridera, Pocico Ciego

miércoles, 29 de julio de 2020

Antología X Recital Sierra Morena Poesía

Noche de Reyes

El crío, descalzo y somnoliento, baja los escalones del altillo. Lo hace con parsimonia y en silencio, apenas levitando sobre los maderos, como si con el peso de sus pocos años y su mucha cautela quisiera evitar el crujir de tanta historia. La escalera es vieja y quejumbrosa, casi tanto como la casona que se eleva desde siempre donde la empinada cuesta muda a altozano. Hay quien, sabiendo de manuscritos y linajes, afirma que sus piedras, antes de cocer panes, cobijaron una ermita y que mucho antes fue atalaya de fiscalizar las aguas del aljibe lindero. Pero, si hemos de atenernos a la verdad, sólo se puede jurar que el horno está plantado junto a un palacete de prestigio y lustre, un caserón decadente que años atrás volcaba sus mejores prendas a calle principal venida a menos, la misma que comunicaba la Plaza Mayor con la Ermita del Cristo.

Ahora, situado en el anchuroncete del descansillo, el chiquillo se encoge y aprieta cuanto puede a la recia y apolillada baranda, lo hace en un intento de esquivar la mirada paterna. Fugazmente, observa la tarea de sus mayores, recula al instante y se acurruca placenteramente arropado por aromas a canela y matalahúga. Así, abrigado por la mucha penumbra del lugar, intenta en vano fundirse con el paredón de barro y cal para quedar en sombra apagada e imaginar los trajines de su progenitor. Éste, armado con una media y sempiterna sonrisa, la que le permite el cigarrillo, disimula. Hace tiempo que ha barruntado la presencia del vástago. El chiquillo, con el poco saber que acumula y lo mucho que le maravilla todo lo novedoso, no alberga otra intención que reconocerse en el extraño universo de sus ancestros, una escena que se sumerge en la más honda noche y empapa el altillo con envolventes aromas de aceite desahumado y cáscara de naranja.

El crío, desde su clandestina atalaya, confunde el vetusto horno con una enorme y achaparrada caldera, o quizá con un cetáceo ocre que eructa persistentes volutas de vapor e impregna la mañana con olor a pan caliente y azúcar tostada. El lugar es acogedor, en parte le recuerda la calidez que desprende la cuadra de los abuelos, que no sus malolientes pestilencias, o la sugestiva atmósfera de la bodega de decantes del molino. Allí todo es oscuridad, aquí no hay más luz que la que presta la hornilla. En el obrador cuelga un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas un codo sobre los cuarterones de la robusta mesa de bolear panes. De frente, tras el mostrador, emerge una oronda artesa labrada en el corazón de una encina centenaria, un dornajo dorado que cada noche gesta cientos de hogazas y tortas. En la tahona, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto tiene su lugar y función. Como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades junto a la artesa, o el cuezo generoso, un hoyo de madera veja y olor agrio que fecunda una masa madre secular. Bailando al compás de la penumbra, una masa polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida mientras dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cada rincón. En el lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina, destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma, una receta no memorizada o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, el descolorido calendario de pared conserva impreso el borrador de un viejo dicho y, sobre la tela de araña que envuelve la bombilla y despide destellos de plata, se derrama un soneto de luz.

Por momentos vencido, arropado por una nana de carcomido silencio, el crío duerme y devora sueños que lo mismo serán realidades. A intervalos, sin apenas truncar la plácida monotonía que gesta la soledad, se escucha el cadencioso retumbar de la chapa que abre y cierra la boca del horno, un quejido armonioso y continuo, tanto que se hace cansino. Al cobijo de la hornilla, al amparo de su templanza, una cafetera desportillada espera humeante la callosa mano que no llega. Se impacienta y silba con vehemencia.

Despierta, se revuelve apenas un ápice y vuelva a abrigarse con el sosiego de la noche.

El crío, que desde el altillo imagina un mundo fascinante, va edificando una memoria formada con recuerdos que huelen a harina tostada, masa madre y leña seca. De entonces, rememora sonidos a corteza crujiente y crepitar de jara. La nostalgia de entonces, le sabe a miga ligera, de ésa que te mira con unos ojos enormes, y la empapa en aceite de oliva. Desde el otero de sus fantasías aprecia un armario desencajado, un amasijo de tablones que no desprende lágrimas de resina y sí destila aromas a raspadura de limón. La tahona evoca en el niño recuerdos que aún no tiene, pálpitos a tierra vieja y aceite nuevo.

El padre alza la vista, lo observa y sonríe:

—Venga, acércate, te vas a quedar como un pasmarote —le dice con un gesto cargado de complicidad.

Bajo la atenta mirada del padre, el chiquillo desciende los escalones de dos en dos y se sitúa en una esquina de la ancha mesa, sobre una vieja caja de madera que lo eleva lo suficiente para dominar el quehacer paterno. Y entonces, con cierta inquietud, comienza a gesticular con sus minúsculas manos, como esperando las órdenes del mayor.

El padre, sorprendido, desvía la mirada a la bóveda que sostiene la escalera. Bajo la misma, una reluciente bicicleta hiberna varada en el deseo.

—¿No pediste una bicicleta? ¿Acaso no te gusta?, —le pregunta dubitativo.

Pero el crío, obviando los comentarios paternos y con cierto brillo en los ojos, hunde sus diminutos puños en una masa terrosa, quebradiza.

Y es entonces cuando el progenitor, ya sin argumentos, sustrae del cajón de la mesa una figura de hojalata, una estrella de cuatro puntas, y pacientemente transforman la mesa en un cielo espolvoreado de astros, pequeños y dulces.


lunes, 27 de julio de 2020

Sierra Mágina

Como si se tratara de una gigantesca isla rocosa ceñida por las aguas del Guadalquivir, Jandulilla y Guadalbullón, la mole montañosa de Sierra Mágina se alza de entre un ondulado mar de olivos emulando a un mágico, blanquecino y rechoncho vigía de los vientos, a un arca generosa que riega con sus refrescantes manantiales cada uno de los puntos cardinales mientras que de los acantilados de su litoral cuelgan racimos de casillas blancas y menudas, un laberíntico entramado de callejas estrechas y retorcidas que amenaza con despeñarse en el abismo.

Almadén 

 Subida a Los Prados y el Puerto de la Mata

Torres desde el Puerto de la Mata 

Castillete de Mata Begid 

 Bedmar y su Serrezuela

Belmez de la Moraleda desde el collado de Torre Lucero

viernes, 24 de julio de 2020

El Molino del Santo Cristo, Baños de la Encina

Durante lustros, en el esquinazo norte del pueblo se conservaron los hormazos mal pergeñados de la ermita de Santa Olalla, en buena y lejana hora erigida en un extremo de la mesa del Calvario Viejo, donde el Camino del Hoyo y el cordel merino de Guarromán venían a darse la mano y continuaban como uno solo hasta la ‘Villa Vieja’. Hay quien, bajo su cuenta y riesgo, afirma que en su génesis y día fue torreón vigía y que tuvo como encomienda, apoyándose en la que después sería ermita de Santo Domingo, mediar entre la torre vieja del Santuario de la Virgen de la Encina y el mismo castillo del pueblo. Con la desamortización del primer tercio, perdió capellanías y santero, derramó sus piedras por la cuerda y acabó en nada. Se dice que la imagen de la mártir emeritense tiene altar y devoción en casa de postín, que los sillares buenos acabaron enderezando las esquinas de las casuchas y las corralizas vecinas y que los ripios se utilizaron para gestar una ancha era de pan trillar a la sombra de la ruina.

El Jacaero conocía bien el lugar por donde anduvo la capilla, pues no en vano vivió muchos años a sus pies y bajo la tutela de su tío el Pelusa. El paraje, conocido no sin razones como Buenos Aires, coronaba el punto de mayor altitud de todo el entorno y era, a juicio del Bermejillo, el lugar más adecuado para levantar un molino de viento al uso manchego. Y así, decididamente, se elevó con no pocos imprevistos y muchos dineros, pues la Iglesia para la cosa de especular con su venta, aunque fuera con escombros, era aventajada y sagaz. Y se erigió después el artilugio como si de una torre fuerte se tratara: con anchos muros y doble acceso, piedra arenisca de las canteras locales, harinal labrado sobre la roca y tres alturas. El piso bajo se empleó para la guarda de las bestias y para proceder a la carga y descarga de grano y harinas, el primero se usó como estancia para almacenar y vivienda eventual y el postrero, que se había construido con adobes de barro ‘colorao’ del Santo Cristo y mucho ventanuco para oler los vientos, se destinó a las faenas propias de la molienda. Los utillajes, que eran de madera noble y buena cura, se pergeñaron en la ciudad conquense de Mota del Cuervo, pues se afirmaba que allí se tenía mucha tradición en aparejar estos avíos. Por su parte, las enormes piedras de moler, tanto la solera como la volandera, se labraron en granito gris y de una enorme pieza. Con este fin, se utilizaron patrones muy similares a los seguidos en los empiedros y rulos utilizados en las caserías y almazaras, cuya labor, por su propia complejidad, fue encargada a canteros y picapedreros del pueblo pedrocheño de Alcaracejos, que se decía andaban más puestos en estos saberes y tallas.

No siendo suficiente razón tratar con el viento, indagaron también sobre la existencia de molinos abandonados y batanes. Con esta encomienda, olisquearon en la Junta de los Ríos, a la vera de Cerro Molinos, en el paraje apelado como de la Picoza y conociendo que debían utilizar las aguas del río Grande para tal fin. También lo hicieron en el curso medio del Rumblar, por bajo de la boquera del arroyo de la Boquituerta, donde se mencionaban molinos muy viejos. Con estas componendas y cavilando qué hacer, decidieron visitar el segundo enclave, que se decía andaba en ruinas más o menos decentes de enmendar.



miércoles, 22 de julio de 2020

A la Verónica por el Huerto la 'Vizca', Baños de la Encina

Casi de siempre, desde que bien chico descubrí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada rincón de mi tierra por descubrirme en ella. He perseguido el hilo de dos piedras que parecían callar mucho, he mirado debajo de toda charabasca que ocultara un ripio y he husmeado detrás de cualquier hormazo por identificarme con ella. Y procediendo de esta manera, el otero de La Verónica, que no quedó ajeno a tan inquietante trajín infantil, me robo el alma desde muy pronto, con la misma sencillez que la ‘rociá’ hace suyo el primer hilo de la luz de la mañana.
Pronto y en lugar, de muy zagal y mirándome en mis mayores, aprendí a andar por lo hondo de la Herradura sin un ápice de vértigo y a salir del barranco sin que se me rompiera el aliento. Después, mucho después, cuando supe de acrópolis y fortines, con los ojos como rastros, diseccioné todo palmo de tierra, olisquee cada cascajo y creí sentir la calidez que pudiera transmitirme cualquier tiesto. Busqué y mil veces busqué…, una roca bermeja, ancha y abarquillada, una estela o una cazoleta horadadas en la roca, un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, las suaves formas de una tulipa, la turgencia de una carena o el atezado toque aristocrático de una copa funeraria. Me encaramé a la supuesta y doblada rigidez de un bastión, a cada una de las terrazas escalonadas, a los estrechos e imaginarios adarves y quise apreciar, muy a lo lejos y en cualquier altozano, la vaporosa impronta de una torre de humo que se elevaba rodeada por una inquietante cohorte de pavesas.
Pero fue tarde, creo que en el trascurso de una silenciosa tarde del otoño, cuando aprendí a detenerme, a sentarme sobre una peña y observar cada detalle por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de disfrutar de algo tan sencillo como el horizonte, un paisaje que se retorcía una y mil veces huyendo hacia el infinito norte. Quizá, fue también entonces cuando por fin descubrí el viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.
Y mientras tanto, colgado sobre el barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras y la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Aquellos versos cicatrizados sobre la roca siempre estuvieran así de cerca, como aquellas terrazas escalonadas que mostraban una huella imperecedera, casi eterna, que antes no supe ver. No sabría decir si el huerto fue antes, después o tan argárico como el poblado de La Verónica, pero lo cierto es que siempre fue.
Desde los primeros días de la Humanidad hubo unas directrices para lidiar con esta tierra, el huerto las conocía a pie juntillas y las narraba con vehemencia, pero las doblamos ocultándolas en cualquier cajón descabezado. Imitando al norte perdimos el sur. La eficacia y la racionalidad nunca estuvieron en derramar más sangre y más sudor, tampoco en el mecánico hastío de la rutina diaria ni en la productividad de tirar y quemar. La tierra siempre nos dictó sus normas, aunque ahora las ocultemos en la ancha papelera del escritorio.
Nadie nos dijo que no había que correr tanto ni ir tan lejos para acercarnos a la verdad, aunque con ello tan sólo nos aproximáramos un poquito, y como idiotas perdemos el tiempo, y hasta la vida, intentando adelantar a los demás.
Portera, Huerto la Vizca

Cordel de Guarromán, Calvario Viejo y Molino al fondo

Cordel de Guarromán, delimitación de la Vía Pecuaria
Barranco la Yegua, Cuenca del Río Grande al fondo. Vallado tradicional con mojones de granito

Fortín Argárico de La Mesta

Corraliza para ganados, Barranco la Yegua

Pastando de la dehesa, vacas de "carne"

Herradura de la Verónica, Embalse del Rumblar (Río Grande)

Corraliza en la Verónica, los meandros del río al fondo

Casucha en Huerto la Vizca, evolución del hábitat

Casucha en Huerto la Vizca, agarrada a la pendiente de un bancal

Vida en el apagado cauce del arroyo que alimenta el huerto

En primera línea, en encinar que se regenera. Al fondo, bancales del huerto

Huerto en barranco, bancales

La casa del huerto desde la bajada al arroyo

Poblado argárico de la Verónica, acceso

Acrópolis de la Verónica

Terrazas, la Verónica

Muro de las terrazas al descubierto, la Verónica

Terrazas, la Verónica

Terrazas, la Verónica

Torruca, por encima del huerto. Baños al fondo

La vida, que sigue

viernes, 17 de julio de 2020

Al caño del Aguadero -1-, la subida de Belmez a Torre Lucero

Andaba días atrás en brega con los sopores que nos doblan, cuando decidí escaparme de mi sierra, árida y reseca como pocas, y patearme otra más generosa. A ser posible, que fuera una donde el susurro del agua me envolviera el ánimo y tuviera la sanadora propiedad de remojarme el ingenio.
Por necesidad de las obligaciones, la escapada debía de ser de un ir y venir sin posibilidad de posta. Así que me aventuré a adentrarme en la hechizante curiosidad que desprende el techo de nuestra provincia, Sierra Mágina. La intención primera fue dirigirme a Cuadros y subir al Caño del Aguadero por la cara norte de la sierra, persiguiendo las siempre desdeñadas huellas de los viejos trasterminantes, a la antigua usanza caminera. Pero, como deseaba llevar compañía y no las tenía todas conmigo en cuanto a la forma física del acompañante, pensé que sería mejor opción realizar un trayecto algo más reducido. De esta manera, si finalmente me engañaba la previsión y se daba una situación mucho más óptima, podríamos subir al abrevadero antes mencionado siguiendo la variante meridional que asciende desde el pueblo de Belmez de la Moraleda. En todo caso, se reduciría el trayecto en un porcentaje más que notable. Así que, definitivamente, tomé la decisión de conducir hasta el municipio de Belmez, famoso por sus ‘caras’, y ascender por la solana hasta el Hoyo de la Laguna utilizando en parte la traza de una vereda ya en desuso, el Camino de los Chorrillos a Belmez. Procediendo de esta manera, discurriríamos entre los huertos y acequias que flanquean el arroyo de Moraleda, o así me las prometía feliz por la información recopilada. Ya en el puerto, y si las fuerzas nos lo permitían, nos engancharíamos a la subida que viene desde Cuadros por el antiguo y modificado Camino del Pecho de La Herradura y proseguiríamos ruta por la alternativa planteada inicialmente hasta el Caño del Aguadero.
Llegados al lugar, a la Plaza del Nacimiento, donde el callejero de la localidad de Belmez se entreabre en dos pliegos uncidos por el barranco y arroyo de Moraleda, arrancamos con las primeras luces, cuando la tierra se digna en liberar los vapores de su aliento y el hombre corta y quema cualquier ínfula de una vegetación por siglos domeñada. O, como diría Braulio, cuando el olor a café entona el alma y el carajillo de anís encorajina la boca. El panel de inicio, ubicado por encima de la Plaza y en un extremo de la Avenida de Sierra Mágina, nos indicaba que el recorrido tenía algo más de cinco kilómetros, ida, y presentaba una dificultad media. ¡Ay!, ¡cómo y con qué mala gana me recordaría el acompañante que la información era un tanto errónea! Es cierto que la distancia no era excesiva y la pendiente, no siendo poca, tampoco era desmesurada, pero lo que verdaderamente vino a ocurrir es que la inclinación del tramo inicial, la de los dos primeros kilómetros, era de aúpa. Por otra parte, a partir de ese punto, y ya en la mesetilla que vuelca al arroyo de la Cueva de los Cervatos, la señalización hasta coronar el Hoyo de la Laguna era bastante precaria. Pero bueno, aún con ésas el recorrido se presentaba con bastante encanto e imaginábamos que era medianamente accesible. ¡¡¡El regreso fue ya otra cosa!!!
Como decía, comenzamos la subida con la fresca. Según fuimos dejando atrás el pueblo, pudimos apreciar que aquello de los huertos y acequias fue y tuvo un papel principal, y así quedaba reflejado en antiguas cartografías, pero que ya no era tal o, al menos, el hormigonado hilo caminero lo disimulaba y ocultaba a la perfección cualquier atisbo de aquello, salvando la presencia de alguna alberca diminuta y mucha tubería. El terrazgo hortícola se había reducido día con día bajo la opresora tenaza de las ordenadas huestes de olivos y los viejos bancales, arrasados o derruidos parcialmente, derramaban lágrimas pétreas pendiente abajo. Como reminiscencia de lo que fue, de tanto en tanto, de entre los bardales y dando fe de lo que llegó a ser, asomaba aquí una higuera, algo más allá un granado y al fondo varios balates escalonados salpicados de almendros resecos. De la cultura hídrica que un día fue dominante, se apreciaba algún testigo menor. El ligero susurro del regato había mudado a reventones de válvulas y llaves de paso, de las acequias poco testimonio vimos, a no ser que tomáramos por tales las amorcilladas tuberías embutidas de negro pvc.
Con todo, el paisaje nos ofrecía su encanto y un horizonte bastante atrayente. Quedo atrás el empinado hormigón, que dio paso a una estrecha y polvorienta vereda, un zigzagueante rompe piernas que minaba los ánimos. En todas y cada una de las muchas paradas, por recuperar el aliento, alzábamos la vista al horizonte y apreciábamos la atrayente llamada de la montaña. ¡¡¡Venga que ya está ahí!!! Sin saber qué. Por poniente asomaba la cúspide de Cerro Gordo, mientras que, a levante y muy arriba, haciendo honor a su propio nombre, nos guiaba la medieval Torre Lucero. Entre uno y otro referente, con la Morra de Mágina de fondo —aunque desconozco si también es nominada con el apelativo de Peña Grajera—, se dejaba caer el barranco del arroyo de Moraleda y el sendero que nos traía ascendía en quiebres cada vez más crecientes, casi desmesurados. Por fin, cuando el olivar dio por finalizada su conquista, pudimos apreciar con más claridad el frente de los viejos bancales, que, en ascenso, iban escalonando un barranco salpicado de decrépitos almendros, diminutos puntitos de un verde brillante sobre un telón blanquecino. Aún nos quedaba lo peor de la subida, la huida hacia adelante en busca de un horizonte que se perdía muy arriba, sobre una senda encajada, retorcida, blanquecina y polvorienta. Siempre bajo la atención inmisericorde del lucero, que ya remontaba su vuelo.






martes, 14 de julio de 2020

El Castillete de Mata Begid

Llegué con la siega hecha, cuando la muerte se oculta en cualquier descuido y la chicharra viste la mañana con su estridente sintonía.
Ascendí por el arroyo de Los Prados, también llamado del Castillejo, a buscar la guarida del centinela de Mata Begid, una mole de ripios en declarada ruina que, contrariamente, da cobijo al inquieto gusanillo de la curiosidad. Aunque había que atravesar entre las fuerzas enemigas, un ejército agostada en la más inerme y anquilosa tradición, llegar hasta el lugar no es hoy tarea difícil. En un suspiro quedaron atrás las falanges de tronco retorcido, un damero perfectamente ordenado en hileras verde plata, para adentrarme, sin apenas tránsito, entre las defensas del castillo: un denso cuerpo de caballería integrada por encinas solitarias que se elevaban sobre una charabasca de infantería formada por cornicabras de uñas afiladas y coscojas de minúsculos aguijones.
Llegué con la trilla avanzada, a un mundo que se desmoronaba día con día y no encontraba reemplazo que lo sustituyera.
Cuentan que fue fortaleza de estratégico interés, pues controlaba el paso que, desde Cambil, llevaba a Torres por el Puerto de la Mata. Dicen que el castillete viejo, no éste, era de origen andalusí y se elevaba regato abajo, en una posición menos privilegiada. Relatan que fue tomado por unos y por otros varias veces, desbaratado por el infante Don Pedro en 1316, reedificado en la posición actual y donado por los Reyes Católicos a la ciudad de Jaén en 1494, como recompensa por los servicios prestados en la conquista de las plazas fuertes de Cambil y Alhabar.
Y a mí todo esto me decía poco o nada. Yo vislumbraba hombres con el alma partida, ennegrecidos, y mujeres dobladas de dolor y sufrimiento, hormigas que pululaban aquí y allá armadas de hocinos y alcotanas. Y apreciaba montes que menguaban y boliches que se deshacían en volutas de humo y esperanza.
Llegué con la rastrojera, cuando los bancales se derramaban en lágrimas pétreas y ya no habitaba la mano reparadora. Y se dice que sin grano no hay era.
Elevé entonces la mirada y aprecié quiénes se erigen como los verdaderos colosos del lugar, quietos, imperecederos, adueñándose del horizonte, como si siempre hubieran estado ahí, resistiendo al viento helado y al ceremonioso desgaste de la nieve. El Almadén, que se eleva inquietante por poniente, el Ponce y el Cárceles que centran la vista, y la Peña Jaén, por donde eternamente asoman los primeros hilos de luz con el solsticio de verano. Mientras, por la umbría, se desliza la mañana con parsimonia. Entre tanto, el agua del deshielo sigue impenitente su curso, nutriendo un bosque de cuento, lleno de encanto, formado por encinas y quejigos de un porte más que singular, mientras que los regatos sortean y alimentan bosquetes de agracejos y escaramujos, de enebros y majuelos, y prados generosos en los que campa a sus anchas la cabra blanca andaluza.
Esperaré al otoño, mientras llega la sementera y con ella la magia.