miércoles, 29 de julio de 2020

Antología X Recital Sierra Morena Poesía

Noche de Reyes

El crío, descalzo y somnoliento, baja los escalones del altillo. Lo hace con parsimonia y en silencio, apenas levitando sobre los maderos, como si con el peso de sus pocos años y su mucha cautela quisiera evitar el crujir de tanta historia. La escalera es vieja y quejumbrosa, casi tanto como la casona que se eleva desde siempre donde la empinada cuesta muda a altozano. Hay quien, sabiendo de manuscritos y linajes, afirma que sus piedras, antes de cocer panes, cobijaron una ermita y que mucho antes fue atalaya de fiscalizar las aguas del aljibe lindero. Pero, si hemos de atenernos a la verdad, sólo se puede jurar que el horno está plantado junto a un palacete de prestigio y lustre, un caserón decadente que años atrás volcaba sus mejores prendas a calle principal venida a menos, la misma que comunicaba la Plaza Mayor con la Ermita del Cristo.

Ahora, situado en el anchuroncete del descansillo, el chiquillo se encoge y aprieta cuanto puede a la recia y apolillada baranda, lo hace en un intento de esquivar la mirada paterna. Fugazmente, observa la tarea de sus mayores, recula al instante y se acurruca placenteramente arropado por aromas a canela y matalahúga. Así, abrigado por la mucha penumbra del lugar, intenta en vano fundirse con el paredón de barro y cal para quedar en sombra apagada e imaginar los trajines de su progenitor. Éste, armado con una media y sempiterna sonrisa, la que le permite el cigarrillo, disimula. Hace tiempo que ha barruntado la presencia del vástago. El chiquillo, con el poco saber que acumula y lo mucho que le maravilla todo lo novedoso, no alberga otra intención que reconocerse en el extraño universo de sus ancestros, una escena que se sumerge en la más honda noche y empapa el altillo con envolventes aromas de aceite desahumado y cáscara de naranja.

El crío, desde su clandestina atalaya, confunde el vetusto horno con una enorme y achaparrada caldera, o quizá con un cetáceo ocre que eructa persistentes volutas de vapor e impregna la mañana con olor a pan caliente y azúcar tostada. El lugar es acogedor, en parte le recuerda la calidez que desprende la cuadra de los abuelos, que no sus malolientes pestilencias, o la sugestiva atmósfera de la bodega de decantes del molino. Allí todo es oscuridad, aquí no hay más luz que la que presta la hornilla. En el obrador cuelga un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas un codo sobre los cuarterones de la robusta mesa de bolear panes. De frente, tras el mostrador, emerge una oronda artesa labrada en el corazón de una encina centenaria, un dornajo dorado que cada noche gesta cientos de hogazas y tortas. En la tahona, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto tiene su lugar y función. Como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades junto a la artesa, o el cuezo generoso, un hoyo de madera veja y olor agrio que fecunda una masa madre secular. Bailando al compás de la penumbra, una masa polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida mientras dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cada rincón. En el lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina, destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma, una receta no memorizada o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, el descolorido calendario de pared conserva impreso el borrador de un viejo dicho y, sobre la tela de araña que envuelve la bombilla y despide destellos de plata, se derrama un soneto de luz.

Por momentos vencido, arropado por una nana de carcomido silencio, el crío duerme y devora sueños que lo mismo serán realidades. A intervalos, sin apenas truncar la plácida monotonía que gesta la soledad, se escucha el cadencioso retumbar de la chapa que abre y cierra la boca del horno, un quejido armonioso y continuo, tanto que se hace cansino. Al cobijo de la hornilla, al amparo de su templanza, una cafetera desportillada espera humeante la callosa mano que no llega. Se impacienta y silba con vehemencia.

Despierta, se revuelve apenas un ápice y vuelva a abrigarse con el sosiego de la noche.

El crío, que desde el altillo imagina un mundo fascinante, va edificando una memoria formada con recuerdos que huelen a harina tostada, masa madre y leña seca. De entonces, rememora sonidos a corteza crujiente y crepitar de jara. La nostalgia de entonces, le sabe a miga ligera, de ésa que te mira con unos ojos enormes, y la empapa en aceite de oliva. Desde el otero de sus fantasías aprecia un armario desencajado, un amasijo de tablones que no desprende lágrimas de resina y sí destila aromas a raspadura de limón. La tahona evoca en el niño recuerdos que aún no tiene, pálpitos a tierra vieja y aceite nuevo.

El padre alza la vista, lo observa y sonríe:

—Venga, acércate, te vas a quedar como un pasmarote —le dice con un gesto cargado de complicidad.

Bajo la atenta mirada del padre, el chiquillo desciende los escalones de dos en dos y se sitúa en una esquina de la ancha mesa, sobre una vieja caja de madera que lo eleva lo suficiente para dominar el quehacer paterno. Y entonces, con cierta inquietud, comienza a gesticular con sus minúsculas manos, como esperando las órdenes del mayor.

El padre, sorprendido, desvía la mirada a la bóveda que sostiene la escalera. Bajo la misma, una reluciente bicicleta hiberna varada en el deseo.

—¿No pediste una bicicleta? ¿Acaso no te gusta?, —le pregunta dubitativo.

Pero el crío, obviando los comentarios paternos y con cierto brillo en los ojos, hunde sus diminutos puños en una masa terrosa, quebradiza.

Y es entonces cuando el progenitor, ya sin argumentos, sustrae del cajón de la mesa una figura de hojalata, una estrella de cuatro puntas, y pacientemente transforman la mesa en un cielo espolvoreado de astros, pequeños y dulces.


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