Llegué con la siega hecha, cuando la muerte se oculta en cualquier
descuido y la chicharra viste la mañana con su estridente sintonía.
Ascendí por el arroyo de Los Prados, también llamado del Castillejo, a
buscar la guarida del centinela de Mata Begid, una mole de ripios en declarada
ruina que, contrariamente, da cobijo al inquieto gusanillo de la curiosidad.
Aunque había que atravesar entre las fuerzas enemigas, un ejército agostada en
la más inerme y anquilosa tradición, llegar hasta el lugar no es hoy tarea difícil.
En un suspiro quedaron atrás las falanges de tronco retorcido, un damero
perfectamente ordenado en hileras verde plata, para adentrarme, sin apenas tránsito,
entre las defensas del castillo: un denso cuerpo de caballería integrada por encinas
solitarias que se elevaban sobre una charabasca de infantería formada por cornicabras
de uñas afiladas y coscojas de minúsculos aguijones.
Llegué con la trilla avanzada, a un mundo que se desmoronaba día con día
y no encontraba reemplazo que lo sustituyera.
Cuentan que fue fortaleza de estratégico interés, pues controlaba el paso
que, desde Cambil, llevaba a Torres por el Puerto de la Mata. Dicen que el
castillete viejo, no éste, era de origen andalusí y se elevaba regato abajo, en
una posición menos privilegiada. Relatan que fue tomado por unos y por otros
varias veces, desbaratado por el infante Don Pedro en 1316, reedificado en la posición
actual y donado por los Reyes Católicos a la ciudad de Jaén en 1494, como recompensa
por los servicios prestados en la conquista de las plazas fuertes de Cambil y
Alhabar.
Y a mí todo esto me decía poco o nada. Yo vislumbraba hombres con el alma
partida, ennegrecidos, y mujeres dobladas de dolor y sufrimiento, hormigas que
pululaban aquí y allá armadas de hocinos y alcotanas. Y apreciaba montes que
menguaban y boliches que se deshacían en volutas de humo y esperanza.
Llegué con la rastrojera, cuando los bancales se derramaban en lágrimas
pétreas y ya no habitaba la mano reparadora. Y se dice que sin grano no hay
era.
Elevé entonces la mirada y aprecié quiénes se erigen como los verdaderos colosos
del lugar, quietos, imperecederos, adueñándose del horizonte, como si siempre
hubieran estado ahí, resistiendo al viento helado y al ceremonioso desgaste de
la nieve. El Almadén, que se eleva inquietante por poniente, el Ponce y el
Cárceles que centran la vista, y la Peña Jaén, por donde eternamente asoman los
primeros hilos de luz con el solsticio de verano. Mientras, por la umbría, se
desliza la mañana con parsimonia. Entre tanto, el agua del deshielo sigue
impenitente su curso, nutriendo un bosque de cuento, lleno de encanto, formado
por encinas y quejigos de un porte más que singular, mientras que los regatos sortean
y alimentan bosquetes de agracejos y escaramujos, de enebros y majuelos, y
prados generosos en los que campa a sus anchas la cabra blanca andaluza.
Esperaré al otoño, mientras llega la sementera y con ella la magia.
Me alegra que regreses a la literatura. Aunque discrepe con los que hablan sobre las eras, con grano o sin él, siempre serán eras. Saludos.
ResponderEliminar¡¡¡Rosa, siempre gracias por tus palabras!!! La verdad es que me está costando escribir. De hecho, intenté regresar con otro escrito que tengo a medias, o aún menos, y ahí sigue. Pero éste me salió en un instante, de corrida. ¡Un abrazo!
Eliminar