miércoles, 27 de mayo de 2020

El Cotanillo

La efímera bonanza económica había elevado considerablemente la altura de las casuchas linderas, vaciando cámaras y mudándolas a alcobas, pero aún así los primeros rayos del día seguían saludando prematuramente al desordenado herbazal que coronaba el Corralón. Se trataba de una vieja casona venida a menos cuya memoria dormía bajo sus escombros, por entonces un privilegiado otero que ya sólo era refugio de las travesuras infantiles. La solería, de tierra apisonada y salpicada de hoyos, se alzaba poco más de dos metros sobre la calle principal, la Amargura, cuando su empinada cuesta se convertía en altozano. En lo esquivo de tan inhóspito escondrijo, los chiquillos encontraban el lugar idóneo para evadirse de la tutela de los mayores y plantar sus disparates.

Por poniente, cerraba con el Cotanillo, apenas calleja apretada entre paredones de ripios de arenisca calzados con lajas de pizarra, una vereda olvidada que se perdía en un escenario tabicado de ruinas.

El Cotanillo daba paso a portillos y portones, a cuadras y pajares, a traseras de casuchas otrora influyentes y ahora ennoviadas con el abandono, presas fáciles de zagales arrimados a la aventura y de una imaginación volátil. La de la Moscarra, el Prisco o la Ratilla… pero también las había con lustre e historia, como la de Joaquinito, casona que, como el resto, volcaba sus mejores prendas a la calle Mestanza, un eje viario muy principal.


jueves, 14 de mayo de 2020

Recuperando juegos tradicionales en Posá la Cestería

Peleando con la triste situación en la que nos encontramos, y por no estar en la Posá mano con mano, hemos aprovechado para fabricar una serie de cajas que nos permitirán guardar folletos de los servicios del pueblo y su entorno, así como información sobre la historia y tradiciones culturales del municipio, y que, por otra parte, sean soporte de tableros relacionados con juegos de honda raíz histórica, ¡¡¡hay quién los lleva hasta el Neolítico!!!


De entre ellos, destaca el llamado alquerque de doce. La versión local de este entretenimiento, conocida como juego de los lobos, fue muy popular hasta los años 60/70 del siglo pasado y dejó alguna que otra huella en las piedras de las casonas de nuestro pueblo, lo que posiblemente permite remontar la presencia en la localidad a la mismísima Baja Edad Media y de la mano de los ganaderos trashumantes.




Otro juego, no menos interesante y de amplio recorrido popular, es el alquerque de tres, las tres en raya, para entendernos, para cuyo tablero hemos utilizado el fondo de la cajita que acoge las piezas de los lobos: 20 ovejas de blanco cuarzo local y dos lobos, aprovechando lo que quedaba de las asas de un cántaro y una cantarica recogidos en el entorno de la fuente Cayetana.

Las piezas son chinos del Arroyo Andújar, de su desembocadura en el Rumblar.

Menos conocido, pero de honda raíz local, es el alquerque de nueve o nueve en raya. El tablero, a modo de tapadera de la cajita para folletos, fue un regalo de la gente del Ecomuseo del Río Caicena, en Almedinilla (Córdoba). En este caso las piezas, nueve por contrincante, las unas son de caliza, procedentes de la Subbética Cordobesa, y las otras de pizarra local.



Por último, para dar acogida a diferentes juegos más comunes, como ajedrez, damas, dados... y los monos, para los más pequeños, nos hemos enjaretado un cajón cuya tapa, reutilizando un antiguo lavadero, hace las veces de tablero de las damas españolas. Y con sempiterna presencia, la flor de cuatro pétalos del castillo de Baños.



Sobre los alquerques y el juego de los lobos se puede obtener más información en los siguientes enlaces:

Una joya de tablero
El juego de los lobos en Baños de la Encina
Estudio sobre los alquerques, Baños de la Encina

Posá la Cestería

martes, 5 de mayo de 2020

En lo hondo de Sierra Morena

La cohorte fue dejando atrás la intrincada espesura de Sierra Morena, un camino de ida sin que se tuviera certeza de regresar. De viejo, se contaba que la aspereza serrana estaba poblada por fantoches de una crueldad desmedida, mitad hombres y mitad espantajos, seres que perdían su origen en el pozo de los tiempos y en la desmemoria mitológica. Estaban los que llamaban hombres búho, que se decía eran vistos entre los farallones más rocosos y elevados, siempre atinela y prestos para atacar y despellejar al viajero despistado. Se les distinguía por el cerco de los ojos, pintado del color del cobre, y unos rayitos de azufre, a modo de astro solar. Eran cautos, silenciosos y crueles. De la misma manera, se contaba que había otros esperpentos que también poblaban la sierra, los hombres abubilla, tipejos que se adornaban con una cresta elevada y se alimentaban de la carroña humana que desechaban los primeros. Lo cierto es que, de unos y otros, no se tenía más referencia que las fábulas y cuentos que cantaban los más chismosos.

Y con aquellas quimeras entretenían la tertulia mientras sorteaban el macizo.

Al comienzo, peregrinaron por una orografía bastante escarpada, encrespada de tanto en tanto, que alternaba con anchuras colonizadas por prados y bosquetes de alcornoques, quejigos y madroñas, que eran sustituidos por melojos en las gélidas umbrías que miran al norte. Después, navegaron por lomas onduladas que parieron navas y viejas roturas ahora despobladas, por dehesas salpicadas de encinas centenarias, mastodontes arbóreos que se elevan al cielo serrano desde siempre. Finalmente, la tierra se manchó de negro y labró hondos barrancos que tuvieron que vadear por regatos imprevisibles y de aguas turbulentas, rompiendo manchones de jara interminables, una breña cerrada, inescrutable, agobiante. Salvaron la aspereza de Sierra Morena y se colaron en una ratonera.




En las fotografías, las Tres Hermanas desde Cerro Caballero (norte) y Nava el Sanz (sur)

lunes, 4 de mayo de 2020

El Cerro del Gólgota

Por frente, desde lo hondo de la quebrada y en interminable progresión, como si se tratara de unos inmensos escalones que te elevaran al firmamento, se van sucediendo quiñones que fueron de tierra calma, de grano y legumbres... de olivos resecos y plateados que comulgan en callada armonía con chaparreras y retamas, con torvisco y mejorana, con cantueso y romero en flor, charabascas que colonizaron, sin miramientos, cualquier atisbo que pusiera en evidencia la dejadez en la hacienda de los hombres. A intervalos y entre tanto rastrojo reseco pervive un huerto en terrazas, como si se tratara de un bastión que un día fuese inexpugnable, singular y ahora decadente, en lucha por una improbable supervivencia, salpicado aquí y allá de granados de perfil extravagante y zarzas que te hunden en la oscuridad más tenebrosa. Una cuerda de piedras y tierra que cuelga de la loma y bebe de las bondades de un regato insignificante, casi milagroso, en una sierra árida como pocas. Casi en lo alto, en un puntalillo a medio pecho del llamado Cerro del Gólgota, mirando de reojo a la fértil campiña que le parece ya tan lejana, una casucha destartalada se asoma ofreciendo su peor cara al coloso del castillo. Más allá, en el llanete que corona la colina, una era empedrada se derrama pastoreando lo poco que esta tierra llegó a apacentar.