lunes, 28 de mayo de 2018

El bosque de color caramelo

Contraria a la tradición de los últimos años, aquella primavera fue de lluvia intensa, fina pero constante. Digamos que fue calaera, como siempre pedían los mayores: buena para la cosecha, abundante para los pantanos y no haciendo destrozo alguno en campos, calles y casas. La tierra derramó agua a borbotones y la sierra se vistió de uno y mil colores, impregnó de mágicos olores la atmósfera y salpicó de vida barrancos, campiñas y valles, solanas y umbrías. Y tanta fue la lluvia de aquel año, que durante los primeros días de verano siguió el cielo llorando mieles, un día sí y otro no.

La floración se alargó más que nunca, los insectos bullían en un sin vivir constante.

Debido a estas bondades y a un calor que llegó tardío y sin apretar, en la margen oeste del río Rumblar era todo un no parar. En la sierra, cada bicho viviente bregaba con júbilo y a lo suyo. En el interior de una corraliza abandonada, junto a los hormazos de un chozo, una cuadrilla de mariquitas disfrutaba balanceándose en los tiernos brotes de un jaguarzo. Por la izquierda, en un clarillo de monte, unas arañas muy chiquitas se descolgaban graciosamente de un gamonito retorcido por el peso de las flores mientras que un escarabajo caminaba laborioso y con parsimonia entre unas diminutas senderuelas. Por frente, decenas de minúsculas mariposas revoloteaban alegremente sobre un jaralillo recortado. Por detrás, en los pizarrones que en su día dieron forma a una paridera, las abejas simulaban jugar a la pillá entre candilicos y narcisos enanos de un amarillo casi translúcido. Ajenos a tanto bullir, como si no fuera con ellos, una mariquita se refrescaba en el rocío de una amapola y un travieso cigarrón dormitaba bajo una hermosa margarita, que lindamente ofrecía sus hojitas a la extraordinaria luz de la mañana.

Un poco más arriba, en lo que fue una robusta torruca de piconeros, casi en la coroneta del cerro, una hilera de hormigas trajinaba con todo un granero. Junto a ellas, en las pizarras del interior del chozo, unos curicas chiquitos y negros como cagarrutas de gato, por esquivar cualquier mirada ajena se ocultan en la maleza. Al fondo de la ruina, a la sombra de una esparraguera de piedra, unos diminutos alacranes se desperezaban sobre la espalda de su madre; mientras que en la terriza y al amparo de la penumbra de un espeso lentisco, un buen número de marranicas jugaban al escondite entre una multitud de brotes de hierba y flores de variopintos colores.

La escena se desarrollaba bajo la atenta e inquietante mirada de una lagartija, inmóvil como una roca, que por el momento prefería solearse.

Junto a un regato lindero, una pareja de diablillos de colores se hacía carantoñas… avanzaba un precioso día de julio. El rocío de la mañana multiplicaba la claridad de una forma extraordinaria impregnando todo de luz, el lugar fue tomado por un bullir constante aparejado de un rumor creciente… se deslizaba una avalancha de alegría que los envolvía a todos en unas inmensas ganas de vivir.

Aunque había comenzado el verano, las solanas al otro lado del Pinto todavía formaban una extensa e irregular manta entre verde y parda, de un brillo intenso y acaramelado, aquí y allá salpicada de encinas y minúsculas motas blancas, amarillas, azules… Pese a estar en una fecha del año muy avanzada, los brotes de la jara se encontraban en todo su esplendor, formando un ondulado monte que sabía a dulce. Entre tanto láudano pringoso, como incordiando a sus primas mayores, destacaba una pequeña manchita morada. una multitud de lindas flores en desorden, un abanico abierto formado por incontables jaras estepas que yacían apaciblemente bajo un sol que calentaba lo justo.

Avanzado mayo suelen llegar los primeros calores, con ellos toda mata que se precie suelta su polen al viento. Pero ese año y debido a la mucha lluvia, los rigores que adelantan el verano no se hicieron notar hasta los primeros días de julio. Fue entonces, tardíamente, cuando la atmósfera se atiborró de polen y acunó los juegos y balanceos que los granitos y pelusas describen en su afán de buscar pareja. De un día para otro, el viento comenzó a bailar con miles de medusas de delgadísimos filamentos vegetales, hilitos brillantes que multiplicaban por cien los reflejos de luz, y las esparció en todas direcciones. Con el tiempo, exhausta y danzando al compás de una canción amorosa, cada espora fecunda otra planta similar dando lugar a cientos de semillas que se reparten por los cuatro vientos. Caen al suelo meciéndose al son de una nana y, debido a la mucha y tardía humedad penetran de inmediato, se acurrucan al calor de la tierra y comienzan a germinar.


miércoles, 9 de mayo de 2018

Mas sobre "Mis zapatos de domingo", un homenaje a mi padre

No eran los rincones y estantes de la casa familiar de dar cobijo a libro o cuartilla alguna, ni siquiera a los que solían ponerse más a la vista y que daban lustre cuando llegaban las visitas. Y sí era un servidor de mucho olisquear donde hubiera una mota de polvo y ninguna huella que la hubiera profanado. 

En una correría por el Santo Cristo, con mi abuela Pura fuera de guardia, olisqueé lo posible y removí cuanto pude en la cámara de mis mayores. Frente a la ermita y plantada en un ancho callejón, era casa en sempiterna y obligada mudanza, que recuerdo de poco mueble para tan ancho hogar. Estaba situada a espaldas de mi chacha Mariana, corral y “mentidero” por medio. Ofreciendo puerta por patio y por calle terriza y regular, pues de tanto en tanto mudaba de viario a corralón de vacas, los nietos teníamos por firme costumbre entrar en la casa por la ventana de la cocina, un habitáculo pulcro y diminuto. Aunque en el altillo había poco que calcucear, pues mi abuelo era de ganar cuatro reales a media mañana y no llegar con cuartos a la noche, rebuscando encontré argumentos que me parecieron fuera de lugar y ajenos a los usos de la prole. Olvidados en un rincón, envueltos en el lienzo de la desmemoria, tropecé con algunos cuentos de “Roberto Alcázar y Pedrín” y un buen tocho de novelas de pistoleros en un lamentable estado de deterioro. Las unas tenían descompuesto el lomo, los otros andaban sin portada, casi todos hacían gala de unas páginas amarillentas y roídas, cosidas con alambre previendo evitar destrozos mayores. Con el botín, me dejé caer sobre una mecedora vieja, de tela desteñida y con algunos jirones, comencé a hojear uno de los folletines. No pasaron unos minutos cuando presa del interés me sumergí en lo más profundo de sus entresijos… las agujas del tiempo se acunaron en un silencio placentero.

Cuando quise darme cuenta la penumbra se había adueñado del cuartucho, aún así me dio tiempo a leer el wéstern casi por completo, de un tirón. Recuerdo que aquella furtiva tarde, sin tránsito ni aviso, el extraño placer de la lectura me cortejó con insistencia.

Escuché como en el piso de abajo removían sartenes, en la cocina, seguro que mi abuela estaba de vuelta y metida en sus pucheros. Temiendo represalias, cogí al azar dos ejemplares y me los escondí en la cintura del pantalón y ocultos bajo la camiseta. Sujetos por la apretura del calzón, aparejé bien la cincha no fueran a caérseme en la huida, que por entonces estaba uno para no andar sin lastre en días de viento. Bajé las escaleras casi de una y salí de la casa como una exhalación, por la puerta que daba a la calle, no sin oír como en un murmullo que mi abuela trajinaba en la cocina. Quizá fue porque estaba enfrascada en la hacienda y cautivada por los aromas de sus guisos, quizá porque no me faltaron pies para correr, pero lo cierto es que no le di tiempo a que me oliera el rastro.

Pasaron algunos días, se sucedieron los párrafos e inventé mil escenas. En un desliz, dejé los folletines descuidos en un rincón del comedor, por entonces la lectura ya era cosa de mi cotidiano. Doblarse a la costumbre, también el azar, provocaron que mi padre se diera de bruces con el botín. El apaño de los alambres le hizo reconocer que las novelas eran de su propiedad, me miró y pergeñó una leve sonrisa. No medió una luna cuando el resto de novelas y cuentos mudaron de la cámara del Santo Cristo al dormitorio que en la casa del Cotanillo compartíamos mi abuelo José María y un servidor, habitáculo donde una cama de hierro colado, de cabecero redondo y color azul, un diminuto armario y el poco y necesario hueco para bullir encogidos armaban la estrecha alcoba.

No debió trascurrir mucho tiempo, cuando la desgracia vino a vestir de negro la casa. En aquellas vísperas, cuando acaecía alguna tragedia cercana como lo era la muerte de un familiar, el pueblo tenía por costumbre alejar por unos días y de la casa paterna a los chiquillos. Fue por entonces, en aquella coyuntura, cuando una hermosa canasta arrinconada en el altillo de mi tía Rafaela, hasta el colmo de libros y cuentos, cubierta de polvo, me abrió definitivamente y de par en par el mágico misterio de la lectura. La reducida vereda, que poco antes habían inaugurado los escritos de la cámara de los abuelos, mudó a ancho carril. No cabía vuelta atrás.

Cuando me quedé sin letras que engullir, mi padre me recomendó que canjeara sus novelas por una módica comisión en el Kiosco de Doro, un destartalado casuchín de chapa verde y cristales cuadriculados plantado en un anchuroncillo al comienzo del Carril. Y cuando mi progenitor tenía viaje a Linares y yo andaba sin obligaciones, lo acompañaba a la calle Serrallo a las mismas y ahorrando una parte del corretaje fijado. Los años, también su afán porque leyera, auspiciaron mi entrada en un reducido círculo de amigos que intercambiábamos cuentos según precio de cada ejemplar. Cuando me hice veterano en estas artes del trueque descubrí una librería de saldos, con catálogo mensual y compra contra reembolso -Balmes, en Logroño-, con la que me uní en nupcias durante gran parte de mi infancia y la primera adolescencia. Víctima de aquella dependencia, la paga semanal mermaba con mayor o menor premura, de manera proporcional al enganche del momento.

De por entonces atesoro algunos de mis más preciados ejemplares, que quizá no lo sean por su valor literario o económico, pero sí por lo que pesan en la balanza de la nostalgia propia. De entre aquéllos, tiene un papel destacado el primer libro que tuve de los que podría llamar “serios”, un “Diccionario Enciclopédico” que pasó por toda mano, lápiz y bolígrafo de cada uno de los infantes de la familia. Aún lo tengo, quizá un poco destartalado, bajo una cada de polvo, sujetando con su peso una ancha fila de libros... recordando trayectorias.

Aunque éramos de poco o nada regalar en fechas señaladas, un buen día, por su cumpleaños, le hice un agasajo a mi padre. Entiendo que acerté con ofrecerle una colección en facsímil, que no fue otra que una recopilación de viejos cuentos apaisados de “Roberto Alcázar y Pedrín” y “El Hombre Enmascarado”. Recuerdo que se le escapó una sonrisa. De entonces, supe valorar cuánto pesaron los primeros días de escuela en la vida de mi padre, como el apego a la lectura marcó la concepción que se formó de cómo andar por este mundo. Descubrí también, con amargura, que no pudo subirse a un tren que hizo amago de recalar en su estación pero que nunca llegó. Paso de largo, sin hacer escala.  Por todo esto, cuando participé en la idea y redacción de un cuadernillo sobre la historia de la educación y la escuela en Baños de la Encina, lo hice colaborando con un escrito que dediqué a mi padre y a las sensaciones que me transmitió de aquellos años y en aquel trance. Aunque en el texto hablaba en primera persona el protagonista no era yo, lo escribí con pluma prestada:

“Mis zapatos de Domingo”

No era un buen día, o así me lo parecía.

Yo era de calle llana y respirar con anchura, de piso terrizo y polvoriento, de rincones con magarza y extensas solaneras. Era de horizonte abierto apenas roto por solitarias casuchas desvencijadas y bardales a medio derruir. Era de arremangarme el calzón en canteras anegadas de agua podrida, pobladas de légano, tiros y cabezolones. Y era de sembrar tropelías que levantaban el vuelo de gallinas, de correr bestias trabadas sin más interés que desfogar los pocos años, de estorbar en los trajines de las muchas matanzas a pie de calle que llegaban con los primeros fríos del invierno. Pero, cosas de mi corto entender y decidir, aquel día me veía obligado a descender a lo bajo del pueblo por calles estrechas y empinadas, de pavimento duro y sombra casi perpetua; callejas apretadas como lo eran mis rígidos zapatos de domingo, los que ajenos al calendario misal ahora, entre semana, producían rozaduras en mis pies y levantaban tintineos de una solería pétrea donde apenas crecía la hierba del otoño.

Mi madre, ajena a la costumbre familiar, ahogaba lo que yo entendía como la libertad que sí tuvieron mis hermanos mayores, que apenas pisaron colegio. Se acabaron mis andanzas por corralones, mis correrías entre eras y barbechos, mis travesuras a la vera de pilares y alcubillas.

Era mi primer día de escuela.

Con las tempranas aguas del otoño y después con las primeras heladas del invierno, los desplazamientos diarios al viejo corazón de la villa se hicieron cotidianos. Mudaron mis muchos ratos entre corrales y calle por horas eternas en habitaciones oscuras, gélidas y poco ventiladas, donde crujía la madera vieja y olía a polvo rancio. Cambie los pálpitos que me producía un suelo desnudo, atado al calor de la tierra, por mirar y remirar sin interés los gastados y fríos dibujos de las baldosas de cemento que ordenaban aquel símil de mazmorra, habitáculos desangelados que gruñían bajos mis indeseables zapatos de domingo. Truncaron mi innata curiosidad, mi azogue, lo canjearon por constantes regañinas cuyo motivo no entendía, pero que me ataban como una estatua inerte a un duro pupitre, tan sólido como lo eran las lúgubres piedras de la Casa de Purita, el calabozo que ahora amarraba mi libertad de antaño.

Con el invierno, creí que había perdido en la mudanza.

Lo que parecía un mal domingo con zapatos nuevos y sangrantes esollejones, fue haciéndose cotidiano, como aceptar por imposible el matrimonio de la noche y el día. Las esquilas del campanario de San Mateo, que en lo llano de mi Santo Cristo emitían un murmullo lejano y apenas audible, vinieron a ordenar con sus sonoros tañidos los husos de mi diario.

Los juegos fueron a menos y cuando los hubo cambiaron de escenario, del amplio y caótico llano de Buenos Aires a la lonja de la iglesia, un atrio encogido, ordenado en unas pocas cuadrículas de reborde pétreo; de los huertos y quiñones de la Dehesa a los arrabales del castillo; de las plácidas aguas del Rumblar al vértigo de las murallas… Como cada día a media mañana y en avalancha, un tropel de vociferantes chiquillos tomaba con griterío la sinuosa calle Santa María. Unos buscaban el anchurón terrizo de la plaza, los otros, los menos y más avezados, alcanzábamos el otero del Cueto con la intención de olisquear nidos en los mechinales de tapial del castillo o volar aludas en el Laero. En unos minutos la marabunta se deshacía en grupúsculos menores, cada uno a lo suyo, no llegando la trifulca a mayor altercado.

Con el tiempo, que todo muda y a todos nos hace y dobla, los zapatos de domingo fueron perdiendo la rigidez del cuero nuevo, se ensuciaron y rasgaron, malograron su agarrotada forma hasta amoldarse a mis extremidades. Por momentos, llegué a pensar que siempre habían estado allí, calzados en mis pies, formando parte de mi cotidiano. Pero no, un día estuvieron guarecidos en la coqueta buena de lo hondo de la alcoba, en espera, aguardando sin falta la llegada dominical.

La mudanza fue arrugándose hasta hacerse costumbre. Ahora, gastada y vieja, fue conduciendo mi diario sin aspereza alguna. Fueron los días madurando, alargándose, hasta percatarme que con mis andanzas se había gastado el rígido material que daba forma a los zapatos de domingo. Ahora, la rociá del alba, la luz brillante de media mañana, la rejuvenecida calor de la primavera se colaban a raudales entre los despojos de cuero.

Mientras mis zapatos de domingo perdían consistencia, como si hubiera sido de un día para otro comencé a hilvanar, a desenmarañar, los garabatos impresos en un libro estampado con un viejo raquítico y un rapaz achaparrado y entrado en años. Hasta entonces me había acompañado como una carga más que soportar, como lo eran mis zapatos de domingo. El pupitre de mis primeras desdichas, desportillado y cojo, me abrió un hueco cálido en sus entrañas ofreciéndome el placer, la virtud de la lectura, de la escritura, de las cuatro reglas. Fue tan reconfortante mi encuentro con las letras que no comprendí, o ya lo hice tarde, que ocupaba un diván donde dejaba pasar horas ajenas de unos días prestados. Apenas fui consciente del placer de la cultura cuando el préstamo ya reclamaba su caducidad.

Ahora lucía con orgullo mis destartalados zapatos de domingo, aunque estuvieran casi harapientos de tanto usarlos. Noche tras noche me despojaba de ellos y mi madre, contraria a la firme decisión de mi progenitor, los cosió y los remendó alargando una existencia que parecía definitivamente extinta. Cada tachuela, cada costura, prorrogaba la vida del calzado un día más, un suspiro más.

De nuevo hubo mudanza, se acabaron los trasiegos a lo bajo pero no mi encuentro cotidiano con las letras, pues cada tarde casi de noche cambiaba las alpargatas de diario por los remendados zapatos de domingo. Como un suplente y endurecido pellejo, gastado y avezado ya en mil trasiegos, era inmune a los cambios externos. Los garabatos, que ya eran palabras perfectamente inteligibles, iban colando escenas que llenaban lo que un día fue horizonte vacío; las frías mañanas de matanza, atenuadas en su día por el calor de la lumbre, se alejaban en el recuerdo dejándome una creciente e inusitada libertad. En ésas estaba cuando quise detener el tiempo, hacer de aquella mudanza una estampa fija, pero ya era demasiado tarde, o eso llegué a creer. Con los años ganados, con la ilusión de la mucha juventud, quise alternar la dureza de jornadas interminables trajinando embutido en esparteñas con pequeños y sugestivos instantes calzado de domingo, unos minutos que me daban alas para devorar letras, dibujar escenarios cambiantes en un paisaje que iba ensanchándose más y más mientras me atiborraba con las mil y una gestas impresas en papel.

El préstamo definitivamente reclamó su devolución. Aún intenté doblar una esquina de la vida que simuló alargar mi encuentro con las enseñanzas, quise avivar los rescoldos que aún quedaban sin consumir. Comencé a trasegar con legajos deshilachados, unidos con dificultad mediante grapas de alambre duro, a devorar ásperas cuartillas repletas de historias trepidantes y ajenas, exóticas, marcadas con nombres incomprensibles, impronunciables, como Keith Luger o Silver Kane, unas pocas con Marcial Lafuente Estefanía. Busqué refugio en la cámara de mis mayores donde en un intento desesperado, de ficción, traté de hacer llegar el calor de los escritos a mis hermanos, a los amigos, aunque mis aparentes enseñanzas eran amagos ya caducos, eran ceniza.

Me inventé un presente que era un deseo imaginario, fantaseé con un futuro inmediato que apenas podría levantar vuelo bajo el peso de la fría realidad que me venía encima. Había llegado el momento del reembolso, para mis mayores yo era dos manos necesarias cuando llega el estío y es tiempo de cosecha.

Las letras quedaron dormidas, hibernando, preñadas de esperanza.

Baños, primera luna de primavera