sábado, 22 de diciembre de 2018

Barruntando en la nave de las cabras



Metidos en faena y charla cada cual vociferaba lo propio. Mi tío, paciente, contaba cada gota de lluvia, las ganancias y las pérdidas que acarrearía el temporal; mi primo, inquieto por la inesperada presencia de los mayores, rumiaba si la compañía era para bien o perdíamos con el cónclave; Gregorio trajinaba rememorando sus andanzas y salpimentando con chistes cualquier descuido de los tertulianos; y uno, como siempre, cavilaba fuera de norma y fraguando quimeras con la Historia. Mi primo Dioni, contrariado por el desmantelamiento de la ligá y ajeno a tan historiados trajines, argumentaba que aquellas elucubraciones y quebraderos estaban fuera de lugar; a Goyico, aquellas distracciones le ayudaban a seguir con sus delirios. Mi tío, aunque no lo parecía ni le venía a tino, andaba siempre atínela e interesado por mis interrogantes, y premiaba mis inquietudes haciendo un mohín que desaprobaba las críticas que realizaban el resto de contertulios. De cuando en cuando, aprovechaba un momento de silencio, un trago de vino del primero, que el otro removía los leños de la lumbre o un bostezo del de más allá, y dejaba caer mis inquietudes: desempolvar el nombre olvidado de algún barranco, desentrañar el origen de cuatro piedras desbaratadas o barruntar por dónde andaba cualquier vereda mancillada. Y puestos en aquello, en aquel trance y día, interesado por un tema en concreto y teniendo mis dudas sobre lo que afirmaba la tradición, pregunté y poco norte me dieron sobre la causa del apelativo y advocación de nuestra parroquia: que no es otra que la del evangelista San Mateo.

lunes, 17 de diciembre de 2018

Homenaje al viejo niño de las albarcas

Fotografía: Rosa Cruz

Sobre el lienzo de la madrugada la aurora traza sus últimas pinceladas, dibuja una mañana gris, solitaria y quebradiza, tan fría como el acero que duerme al raso. Bajo los bancales de piedra, el nogal, que siempre estuvo ahí, cuando la sementera y en la siega, con el barbecho y en tiempo de escardar, distante de las bravatas de la gente espera impenitente la visita de diario, el soliloquio del viejo niño, el susurro que le pone al corriente de la cochura de esa noche. Día tras día, el vecino se acercaba con parsimonia a la desbaratada parata, renqueante, como midiendo cada paso, con la paciencia que dan los muchos años y las buenas hechuras. Se dejaba caer en su silla plegable mientras subía la última masa, siempre en eterna espera, y apreciaba con metódica atención como cientos de diminutos murciélagos dibujaban una vibrante danza en la húmeda atmósfera de la mañana, sin más intención que penetrar en la estrecha y pétrea morada que con el amanecer les daría cobijo. La sombra, a primera hora sedente y alargada, disfrutaba de las cosas sencillas como hacía el niño niño en los primeros años de su vida, cuando marraneaba en los charcos con las relucientes albarcas que le trenzó su abuelo.

En su disparatado baile, los roedores volantes desmadejan la oscura noche y definitivamente enhebran la primera mañana con finos hilos de oro. La silla plegable del viejo niño sigue vacía y empapada por la rociá. Siempre varada junto al bardal, al cobijo y sombra de la vieja noguera.

Por frente, dando pie al pueblo llano, el nogal tiene por vecindad una vetusta tahona, una casona de ladrillo recio y barro, un mastodonte panzón que por la chepa eructa volutas de humo e impregna la mañana de aromas a pan caliente, café negro y azúcar tostada. Su interior es cálido, como los cuarterones de pino viejo de la robusta mesa de bolear panes, y acogedor, tanto como la ancha artesa labrada con el corazón de una encina milenaria, un cuezo dorado que cada noche se preña de cientos de hogazas.

En el interior no hay más luz que la que presta la hornilla y un pequeño lucero pegado al obrador, el que ofrece una diminuta y parpadeante bombilla fruto de las muchas mañas del hombre niño. La cafetera, junto al horno, espera humeante la callosa mano que no llega, y se impacienta. El grano de trigo, mudado a polvo entre níveo y tostado, se posa en cada rincón del inmueble y duerme plácidamente suspendido creando una atmósfera acogedora, poética. En el lugar más insospechado, trazado sobre la harina, arranca un romance; en la esquina más oculta, donde cuelga una tela de araña que despide destellos de plata, hay impreso un soneto; y en el viejo calendario de pared y colores desvaídos apenas es inteligible el borrador de una estrofa. Aunque todo es silencio, de cuando en cuando se escucha el tintineo, armonioso y cansino de la chapa que cierra la boca del horno, y en su continuo trajín trova versos.

En el exterior, por delante del bancal y a la vera del árbol, un pequeño recipiente de hoja de lata aprieta en su interior un puñado de cuartillas de emergencia, por si las letras juegan a improvisar mientras asoma el primer hilo de luz de la mañana. Avanzan las horas y crece la inquietud del viejo árbol, que ajeno a las cosas de los hombres sí conoce que “noviembre lleva el otoño calado hasta los huesos”. Conociendo que la muerte es inevitable y da fe de lo que se fue en vida, el nogal deja caer sus hojas para que dancen al antojo de los vientos, que ya toca. Se descuelgan una a una, con lentitud, hasta tejer una jarapa de cien tonalidades, un bello encaje multicolor.

Y teniendo certeza de lo inevitable, a modo de homenaje del buen amigo que marchó, cada hoja muestra en su envés un verso-memoria del viejo niño de las albarcas empercudías de barro.

A la memoria de Antonio Maldonado García, un hombre bueno: entrebosquesypiedras.blogspot.com

domingo, 16 de diciembre de 2018

Cuento de las "Dos Hermanas"


Pues ya tengo mi nueva "criatura" en casa: "La leyenda de las dos hermanas", una versión libre de la bella leyenda que en su día recopilara nuestro cronista local, D. Juan Muñoz-Cobo, y de la que ya realicé una primera versión, una obrita de teatro que escenificó el AMPA de nuestro colegio, ¡bienvenida sea!
Agradecer la colaboración de mi buen amigo, antiguo compañero de estudios, Juan Basilio Martos Ramos, que me ha acompañado con dos bellas ilustraciones (portada y contra).

lunes, 6 de agosto de 2018

El bosque de ovejas de piedra y fantasmas cimbreantes (Cuento de Triana, Cap. 3)

Metida de nuevo en los trajines de la ventolera, un poco mareada por tanto zarandeo, intentó mirar hacia abajo. Lo que al principio le pareció una extensa e inescrutable mancha verde formada por los cientos de copas de los árboles, un bonito y apretado bosque de pinos, poco a poco se fue aclarando permitiéndole que viera las cosicas de su interior. La mágica luz que había en el interior de las piedrecicas le facilitó ver todas y cada una de las plantas que nacían a la sombra de los árboles, la belleza de aquella umbría la dejó sin palabras.

Pudo entrever una inmensidad de candilicos que buscaban la protección y sombra de las rocas, también la humedad que había a su vera. Vio cientos de gladiolos dispersos por todo el monte, formando diminutos bosquetes de un llamativo color azullillo. A modo de distinguido contraste, apreció también el amarillo luminoso de las escobas, que formaban pequeñas manchitas en las cotas más bajas del cerro, ya linderas con la ribera del río. También había un ejército de orquídeas, diminutas y moradas, fugaces, que se cuenta son las larvitas de los duendes que hacen y deshacen a su antojo en el bosque. Pero en realidad, a la sombra de tan vetustos árboles, lo que más dominaba es el musgo y los líquenes, innumerables helechos, frondosos lentiscos y alguna y severa encina, que hermanados luchan por recuperar un terreno que les fue robado por tanto pino y eucalipto… Y, por todo lo ancho del monte, campaban cientos o miles de “peos de lobo”, pequeñas bolitas blancas y deformes ocultas entre una maraña de hojitas de pino.

Planeando plácidamente, superó una corraliza gigantesca, donde se dice que los duendes ceban seres fantasmagóricos que rondan por la noche, y pasó por la coroneta del cerro, el lugar donde minutos antes había caído Trompetilla. A su izquierda quedaba el otero de Cerro Molinos, rematado por un castillete de pizarra muy antiguo, con miles de años; a la derecha se escondía el barranco del arroyo Paridero, escalonado por una sucesión de frondosos y generosos huertos; y al frente se asomaba un rebaño de piedras brillantes.

Unos simpáticos arrendajos se le pusieron a la par venga y venga charlotear, le acompañaron en su vuelo durante unos instantes que a Semillita se le hicieron interminables. Mientras volaba, le pareció ver dos siluetas en la línea del horizonte, que ajeno a la rutina diaria de cada cual mostraba el camino a la noche. La una andaba muy lentamente, armada con varios pinceles y una paleta, como si husmeara cada rincón del paisaje. La otra le seguía complaciente, cargada con un atril y esperando la toma de decisiones de la primera.

En un plisplás superó la cima y volcó a la solana de Piedras Bermejas. El hato de rocas presente en Las Migaldías mudó en un rebaile a rebaño de proporciones gigantescas. Las piedras, vistas desde arriba, parecían una piara de lustrosas y reborondas ovejas a la que daban forma miles de peñascos en eterna trashumancia, de toda forma y tamaño, incontables. En medio de tanto pedrusco, no había huequecito de tierra que no estuviera tomado por la jara negra, una planta de dureza extrema pariente de Semillita. Entre todas formaban una mancha verde parda, de enormes proporciones, moteada de pequeñísimas florecitas blancas y puntitos amarillos. De tanto en tanto, una retama en flor y algún altramuz amarillo ponían una nota de mayor color. Por mucha atención que puso, Semillita no apreció ninguna mata de su familia más directa, ¡nada! Se entristeció bastante y derramó una lagrimita de pena al verse tan sola. 

Un tanto desprevenida por la congoja, no fue consciente del cambio que hizo Brisa de Poniente, que bruscamente viró el impulso de su soplo hacia el Este. Cruzaron por encima del arroyo de la Alcubilla, un hilo de poca agua, mucha pizarra y alguna adelfa, y se elevaron de un arreón hasta el pelado del Cerro Estacas. Estando arriba, surcaron un llanete pequeño tomado por una multitud de bardales, corralizas y majanos… un pedregal. Algo más allá, en la cuerda, les saludó un fantasmagórico bosquete formado por más de un millar de gamonitos, muy erguidos, delgados y cimbreantes. Se alzaban de tanto en tanto, como pasmarotes de manos abiertas, moviendo al viento su flexible cintura mientras balanceaban sus diminutas y bellas flores, estrellitas de impolutos pétalos blancos. En medio, en un hoyete pelao, se desparramaba una temprana mata de alcaparra, ¡ah no!, eran dos, tres y hasta cuatro. Del tronco le salían ramificaciones muy alargadas con brotes tiernos y verdes, que crecían hasta abrazarse las unas con las otras. Con los días y las calores, cuando sus cientos de flores cogieran forma de bolita, las delgadísimas ramas se harían espinosas y sangrantes.

Aburrida la cumpleañera y exhausta la pequeña, volaron bajo, muy rasante, tanto que Semillita tropezó con la vara de un gamón y cayó al suelo pelado. Rodó unos metros hasta quedar varada entre las matas de alcaparra, en un huequecito libre de vegetación. La brisa, aburrida y sin pastel, regresó sobre sus pasos, a juguetear con el agua en la Junta de los Ríos.

La primera intención de las Matas fue arroparla bajo la protección de sus brotes, para que descansara un poco de tanto vaivén. Así hicieron y la dejaron dormir un ratillo. Entretanto, escucharon acercarse un zumbido, que cada vez era más sonoro y cercano, más fuerte, ocultaron aún más a la pequeña por prevenir. Pero en nada se dieron cuenta del origen, se trataba de una escuadra de abejas que venía bastante alterada y con cara de malas pulgas.

-¿A dónde va, buena gente? –preguntó la Mata Uno con interés.
-A dónde va a ser –contestaron al unísono-, la locaria de Trompetilla, que anda con lo suyo dándonos mala fama.
-¡Y cuándo no! –dio como respuesta la misma mata-. Pues por aquí ni rastro, si apareciera ya le damos norte, ¡si es que es posible dárselo!

Mientras las abejas se retiraban, Semillita comenzó a removerse debido al barullo montado. Por la agradable acogida y la humedad, que siendo escasa era suficiente, hizo un primer intento de echar raíces que no pasó desapercibido para las matas. Éstas, con pena, intentaron impedirlo, pues aún teniéndole cariño y queriendo su bien, reconocían que si echaba raíces entre ellas, con el tiempo, la protección mudaría a daño seguro. O lo harían ellas, directamente, pinchándole con sus púas, o sería el hombre quien lo hiciera, dándole un pisotón cuando viniera buscando las alcaparras y los alcaparrones de su cosecha.

-¡Eh, tú!, ¿volvéis para el río? –preguntaron a voces a la abeja más rezagada.
-Sí –contestaron a la vez y de forma unánime varias de ellas.
-Haced el favor, llevad de huésped a Semillita, seguro que por allí hay mejor tierra y más cobijo para ella. Podéis dejarla a tiro de piedra de aquí, en la umbría de las Migaldías, donde los lentiscos y los escaramujos son más abundantes. ¡Seguro que allí echa raíces con fuerza!

Semillita, arropada por los brotes, asomó un poquito su linda carita, miró a las abejas con sus grandes ojitos e hizo una mueca de resignada aprobación. Entonces, cuando salía de una de entre el verde de las matas, los gamonitos comenzaron a bailar de forma desenfrenada, tan trepidante que a punto estuvieron de romper su delgada cintura. Nadie se dio cuenta del aviso, el motivo de aquello estaba en una brisa que se producía de tarde en tarde y a la puesta del sol, cuando un vientecillo enfurecido elevaba sus cabreos desde el río hasta el pueblo cercano. De un zarpazo cogió a Semillita y la mandó por los aires.

-¡Uuuuuuuuuuuuuuuy!, ¡leches! Hasta oooooooooooooooooooooootra. –No le dio tiempo a decir nada más.

Mientras surcaba el cielo a gran velocidad apreció las primeras lucecitas artificiales, que ya vestían de claridad la creciente oscuridad que se cernía sobre el pueblo.

-¡Yo nunca he estado en un pueblo! –pensó-, ¿cómo será?, ¿tendrá los edificios y la magia que me contaron las mayores?

Cada achuchón del viento la aproximaba un poquito más a las casonas de la vecindad, aunque todavía se apreciaban a cierta distancia.

Ilustración: Juan Basilio Martos Ramos

martes, 31 de julio de 2018

El bosque de las piedras que esconden rayitos de sol (Cuento de Triana, cap. 2

Entre la maraña vegetal, atenazada y totalmente oculta por sus mayores, robustas y endurecidas por los muchos años, una joven y pequeñita jara se esforzaba en lanzar su diminuta simiente por encima de sus parientes. Encogida, apretadita entre los estambres, la semilla no encontraba momento para armarse del valor suficiente para coger impulso y volar libre.

-Venga, una, dos y…, -siempre se animaba contando, pero nada, que no, que se quedaba siempre en la intentona.
-Vamos -le decían las ancianas del entorno-, venga anímate, que si el impulso es grande podrás llegar al pueblo del otro lado del río –le insinuaban en broma-. Allí, con suerte, podrás conocer un castillo sin rey ni hada, pero que quizá tenga un fantasma. O una ermita, que dicen brilla como el sol aunque reine la noche. También hay un gigante con cien manos, que cuentan que nunca deja de moverlas, y una iglesia enorme, tan grande que, según se dice, en majada cabrían en su interior miles de ovejas.

Por fin, la semilla se decidió alentada por la sabiduría y ánimo de sus mayores, que le hablaban de las muchas dudas que ellas tuvieron en su día y lo fácil que fue cuando se decidieron, pero también por la cantinela que su madre le había dado aquella mañana. Y así, la tarde del día 20 tomó aire, contó hasta tres –aún no sabía de la existencia de más números- y sus pequeñas piernecillas la catapultaron hacia arriba.

-¡Aaaaaaaaaaaaaadiós! –dijo a voces mientras se despedía de toda la vecindad. Según subía, se agarró fuertemente al culito de una abeja que casualmente pasaba por allí. Se quedó patidifusa, pues el bicho iba haciendo unos giros muy estrambóticos. Trompetilla la llamaban, porque decían las malas lenguas que se ponía de polen hasta las orejas perdiendo casi siempre el rumbo… había ocasiones en las que se le iba la “olla”.

Tomaron altura. Las abrazó una corriente de aire calentito que las impulsó un poquito más arriba y las lanzó mucho más lejos. Semillita se dejó llevar, por ahora no era su intención dejarse caer y germinar, ¡su deseo era viajar y conocer aquel pueblo! Cuando todo parecía ir viento en popa, se les cruzó un dislocado cigarrón que saltó frente a ellas. ¡Casi las esturrea! 

-¡Ay gachón!, qué nos llevas por delante. ¡Locarias!, hay que mirar por dónde salta uno, ¡ayayayayay…!.

Fue tal el susto, que la semilla, sin querer, abrió las manos y se soltó del culete de la disparatada abejita.

-¡Qué me caigo!

Cuando se despeñaba de unas, otra ventolera de aire caliente la elevó una barbaridad, tanto que Semillita se vio de nuevo embarcada en un viaje a lo desconocido que imaginaba más que emocionante.

-¡Vaaaaaaamos allá, a volaaaaaaaaaar! –pensó sin saber a dónde iría a parar.

Por muy potente que fuera el impulso de turno, según costumbre, caería unos cientos de metros más abajo de su vieja morada, junto al río. Pero, un ligero e inesperado viento la alzó de nuevo un tanto más al cielo, por donde pasaba casualmente la juguetona y revoltosa Brisa de Poniente. Andaba ésta muy contenta, pues celebraba su cumpleaños y esperaba le regalaran un pastel. Y así iba, dando trompicones volátiles, sopla que te sopla como imitando que apagaba las velas de su tarta. Aunque iba despistada con su tarea, vio a Semillita y la acogió con dulzura entre sus vaporosos brazos.

-¡Qué nos vamos de viaje! –le dijo-. ¿Sabes?, hoy es mi cumpleaños, -le soltó con entusiasmo.

Distraída con la tertulia, la desvió en dirección al río más próximo, el llamado como Pinto por el color vinazo de sus aguas. La hizo volar de un tirón sobre las olas, apenas unos centímetros por encima del agua, pues Trompetilla, que venía haciendo de las suyas, despistó un momento la atención de Brisa de Poniente. El azaroso percance provocó que Semillita se mojara un poquito los deditos de las patitas.

-¡Achíssss!, ¡buf, qué fría está!

Pero había sido tan enérgico el arreón que le había propinado la entusiasta brisa, que saltó de una sola vez el regato del Pinto y también la anchura de su hermano mayor, el llamado por todos como río Grande. Con las mismas, fue a caer a la ribera contraria, donde campaba a sus anchas un bosque umbrío llamado de Las Migaldías, un mágico pinar de bonitos contrastes, donde la luz y la oscuridad jugueteaban a su antojo.

-¡Uf, qué sofoco! Casi la palmo, –pensó Semilla medio tiritando por el frío y por el susto que se había llevado.

Había caído a plomo sobre una arena muy fina, calentita, de un dorado que relucía tan intenso como los últimos hilos de luz de la tarde más brillante. El lugar estaba salpicado por una infinidad de bolos redondos, de diferentes tamaños, que parecían un plácido hato de ovejas rechonchas y colorás. De un tamaño y color peculiar, de un bermejo llamativo y brillante, parecía como si en lo más hondo de las piedras de este bosque habitaran estrellitas minúsculas o rayitos robados al sol. Hay quien dice que estas piedras se formaron en lo más hondo de la tierra, que son hijas de una roca tan gigante que no hubo quién pudiera medirla, una piedra reboronda que al comienzo de los tiempos le hurtó al sol un pedacito de la luz que le es propia.

Rocco, el más robusto de aquellos peñascos, aterrorizado por la previsible y horrenda caída, por un posible y trágico desenlace, cerró los ojos cuando la vio descender y se encogió lo poco que pudo como si con aquello pudiera evitar el impacto. Pero no, el estropicio no fue tal, la esponjosa arena amortiguó el brutal trompazo. Pese a ello, Semilla quedó tirada en el suelo todo lo ancha que era, que era muy poquito. Parecía un pelín lastimada, bastante asustada y algo contusionada, ¡ay!, estaba totalmente despeinada y sin maquillar.

Semilla quedó aturdida por el brutal aterrizaje, pero en parte también lo fue por la belleza del lugar, un rincón situado a esta parte del río donde la familia de estepas nunca había viajado. Todavía con todo el susto en el cuerpo, vio volar por encima de ella a Trompetilla, como si el percance no fuera con ella. Aún seguía con su esperpéntico baile aéreo, sin darse cuenta del estropicio que había montado despistando a Brisa de Poniente.

-Buenas tardes tengan ustedes –saludó con desparpajo Trompetilla al hato de rocas -con todo su morro-, sin darse cuenta de la desbaratada situación de la semillita. Ella, toda tirada en la arena, miraba la escena lastimada y con pasmado asombro mientras abría enormemente sus grandes ojos, redondicos y de un bonito color castaño.

Semillita, mientras intentaba levantarse del suelo, siguió con la mirada el alocado e irregular vuelo de la abeja chiflada. Dejó de verla cuando el cerro comenzaba a elevarse y se perdía la vista. Allí, en lo más alto de la cima, donde el horizonte se escabullía entre los pinos y unos estirados cantuesos, le pareció observar como Trompetilla caía de bruces contra la hojarasca.

-¡Tarambana!, -le voceó, intentando no reírse del desastroso alunizaje de la abeja.

Semillita se levantó del todo sacudiéndose la mucha arena que la envolvía. De pronto, a sus espaldas y sin haberse dado cuenta de ninguna presencia, escuchó un sonoro vozarrón.

-Con tanto vuelo y con tan pocas alas no llegarás a ningún sitio. Ya verás, o no germinas o te pierdes en el intento –la voz sonó con rotundidad y pesimismo, provenía de Rocco. Afirmaba tal cosa mientras movía varias veces sus mofletes pétreos, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como negando y produciendo con ello un crujido espantoso.

Semilla, con cara de pocos amigos, fue a replicarle a la piedra, pero la Brisa, que volvía a las andadas bastante alborotada y sin pastel, la introdujo en un travieso remolino y la izó de nuevo por los aires. La elevó una barbaridad, casi tanto que la semilla creyó que iba tocar una esfera clarita. Era doña Luna, que aún estaba muy bajita en el cielo. Recién desperezada, comenzaba su ronda desaliñada y sin peinar. Semillita la saludó efusívamente recibiendo por respuesta un bostezo.


Ilustración: Juan Basilio Martos Ramos

sábado, 28 de julio de 2018

El bosque de color caramelo (Cuento de Triana, cap. 1)

Contraria a la tradición de los últimos años, aquella primavera fue de lluvia intensa, fina pero constante. Digamos que fue calaera, como siempre pedían los mayores: buena para la cosecha, abundante para los pantanos y no haciendo destrozo alguno en campos, calles y casas. La tierra derramó agua a borbotones y la sierra se vistió de uno y mil colores, impregnó de mágicos olores la atmósfera y salpicó de vida barrancos, campiñas y valles, también y por igual solanas que umbrías. Fue tanta la lluvia de aquel año, que durante los primeros días de verano, uno sí y el otro también, el cielo siguió llorando a borbotones como si tuviera unas enormes goteras.

Con el clima de tal manera, la floración se alargó más que nunca. El rocío de la mañana fue multiplicando la claridad de una forma extraordinaria e impregnando todo de luz.

Debido a estas bondades y a una calor que llegó tarde y sin apretar, a poniente del río Rumblar era todo un trajín. En la sierra, cada bicho viviente bregaba con júbilo y a lo suyo, bullían alegremente en un constante sin parar. A media ladera, en el ancho de una corraliza abandonada, una cuadrilla de mariquitas disfrutaba balanceándose en los tiernos brotes de un jaguarzo. Por la izquierda, en un clarillo de monte, unas arañas muy chiquitas se descolgaban graciosamente de un gamonito que se retorcía por el peso de las flores mientras que un escarabajo caminaba laborioso y con parsimonia entre unas diminutas senderuelas. Por frente, decenas de minúsculas mariposas revoloteaban gozosamente sobre un jaralillo recortado. Por detrás, en los pizarrones que en su día dieron forma a una paridera, las abejas simulaban jugar a la pillá entre candilicos y narcisos enanos de un amarillo casi translúcido. Ajenos a tanta agitación, como si no fuera con ellos, una mariquita se refrescaba en el rocío de una amapola y un travieso cigarrón dormitaba bajo una hermosa margarita, tan coqueta ella que lindamente ofrecía sus hojitas a la extraordinaria luz de la mañana.

En la cima del cerro, entre los hormazos de lo que había sido una robusta torruca de piconeros, una hilera de hormigas trajinaba con todo un granero. Junto a ellas, en las pizarras del interior del chozo, unos curicas chiquitos y negros como cagarrutas de gato, se ocultaban entre la maleza por esquivar cualquier mirada ajena. Al fondo de la ruina, a la sombra de una esparraguera de piedra, unos diminutos alacranes se desperezaban sobre la espalda de su madre; mientras, en la terriza y al amparo de la penumbra de un espeso lentisco, un buen número de marranicas jugaban al escondite entre una multitud de brotes de hierba y flores de cien colores.

La apacible escena se desarrollaba bajo la atenta e inquietante mirada de una lagartija, inmóvil como una roca, que por el momento prefería solearse. En el piedemonte, junto a un regato lindero, una pareja de diablillos de colores se hacían carantoñas mientras avanzaba un luminoso día de julio.

Aunque ya había comenzado el verano, las solanas al otro lado del Pinto todavía formaban una extensa e irregular manta entre verde y parda, de un brillo intenso y pegajoso, aquí y allá salpicada de encinas y minúsculas motas blancas, amarillas, azules… Pese a estar en una fecha del año muy avanzada, los brotes de la jara se encontraban en todo su esplendor, formando un ondulado monte que sabía a dulce de caramelo. Entre tanto láudano pringoso, como incordiando a sus primas mayores, destacaba una pequeña manchita morada, una multitud de lindas flores en desorden, un abanico abierto formado por incontables jaras estepas que yacían apaciblemente bajo un sol que calentaba lo justito.

Con mayo bien entrado es cuando suelen llegar los primeros calores, y con ellos toda mata que se precie libera su simiente. Pero ese año y debido a la mucha lluvia, los rigores que adelantan el verano no se hicieron notar hasta los primeros días de julio. Fue entonces, muy tardíamente, cuando la atmósfera se atiborró de polen y acunó los mil juegos que granitos y pelusas realizan en su afán de buscar pareja. De un día para otro, el viento comenzó a bailar con miles de medusas de delgadísimos filamentos vegetales, hilitos brillantes que multiplicaban por cien los reflejos de luz, y las esparció en todas direcciones. Con el tiempo, exhausta y danzando al compás de una canción de amor, cada espora fecundó a otra planta similar dando lugar a cientos de semillas que se repartieron por los cuatro vientos. Con los días, cuajaron y cayeron al suelo meciéndose al son de una nana. Se hundieron de inmediato debido a la mucha y tardía humedad, se acurrucaron al calor de la tierra y comenzaron a germinar.


Ilustraciones: Juan Basilio Martos Ramos

miércoles, 25 de julio de 2018

Antonio Manuel. "Flamenco, arqueología de lo jondo"

La tarde noche del pasado domingo, 22 de julio, la Plaza de Santa María de Baños de la Encina, magistral preámbulo urbano de su imponente fortaleza, se vistió de “faralaes” para pregonar los orígenes más remotos del Flamenco, pues el “origen del Flamenco lo lleva escrito en su nombre. Y en el nombre de sus palos. Y en el nombre de las mujeres y hombres que lo han conservado en su garganta, en sus manos, en sus pies, en el alma. Porque las cosas existen cuando se nombran”. Así comenzaba Antonio Manuel la presentación de su nuevo libro “Flamenco: arqueología de lo jondo”.

Antonio Manuel, cordobés de Almodóvar del Río, intelectual andaluz y profesor comprometido contó para la ocasión con el apoyo del Excmo. Ayuntamiento de Baños de la Encina y la especial colaboración de la Peña Flamenca “Antonio Laruta”, que coordinó el desarrollo del evento. Bajo la atenta vigilancia del coloso musulmán y la muda expectación de más de un centenar de asistentes, entregados al tañido de guitarra de Alejandro Mondaray y al quejío de los cantaores locales que participaron, Antonio Manuel fue narrando el origen del flamenco y su desarrollo en el seno de una comunidad vapuleada una y otra vez, la que se gestó en Andalucía durante tres siglos, los que se sucedieron a la expulsión morisca y judía que tuvo lugar durante el reinado de los Reyes Católicos. “Y el flamenco es una de las huellas más reveladoras de cómo un pueblo consiguió sobrevivir reconstruyendo su identidad para no dejar de ser quien era”.

Antonio Manuel fue desgranando el origen de cada uno de los Palos del Flamenco, de su apelativo y de muchas de las letras que hoy, pasado el tiempo, aún ocultan encriptados mensajes bajo la fonética de su pronunciación. Para ello contó con la guitarra de Alejandro, que acompañó excepcionalmente los fandangos y soleás, las tarantas y los tangos… de Fede de Baños, de Pedro Ortiz “El Pinche”, de José Antonio Pérez “El Tuta” y de Fernando Alberto Zamora.

En palabras de Antonio Manuel: la magia del lugar le hizo sentirse pequeño al pie de la fortaleza de Baños de la Encina, acompañado de la grandeza humilde de cantaores del pueblo, un lugar cuyo nombre no proviene de baño alguno, sino del árabe andalusí banya (بنية): 'construcción', palabra huérfana del andaluz y del Flamenco, ¡cómo tantas otras!

En una plaza, que durante más de hora y media enmudeció, el público asistente recibió una lección magistral de Flamenco, sí, pero también de cultura e identidad: la del mestizo origen de una forma de ser y estar que inunda cada uno de los poros de este pueblo: el andaluz. Como dijo el autor, el alma y la voz no se pueden expoliar, y ahí, en lo más jondo, perviven, como memoria de lo que fuimos y semilla de lo que seguimos construyendo como pueblo, único y singular, no mejor que ningún otro, pero sí diferente.

Taranta, por Fede de Baños (pulsa aquí)






Fotografías: Alex Casas Crivillé

miércoles, 13 de junio de 2018

Slow Guadiato (lentas aguas lentas) o una propuesta de estructura para crear producto turístico

Pese a formar parte de la provincia de Córdoba y estar localizado en el zona centro septentrional de la Comunidad, el Valle del Guadiato (cuenca media y alta) se encuentra en un esquinazo de Andalucía, al otro lado del hilo (macizo) de Sierra Morena, a medio camino entre la Bética y Castilla, pasillo natural de comunicación entre las ciudades de Córdoba y Mérida. Este hecho lo condiciona enormemente, pues en cierto sentido lo ha aislado históricamente de los territorios ubicados al sur y poniente.

A la comarca le dan forma un conjunto de sierras de poca altitud, suelos formados por materiales antiguos (esquistos, cuarcitas, granito) y amplias planicies vertebradas en torno al cauce del río Guadiato. Geopaisajísticamente es continuación de su vecina cordobesa de Los Pedroches y muestra muchas similitudes con la comarcas linderas de la Serena (Extremadura),  El Valle de Alcudia y La Siberia (Castilla La Mancha). De hecho e históricamente, hay quien ha reclamado una macrocomarca o región histórica denominada bajo el neologismo Balutia, que no es otra que la Beturia Túrdula de los romanos  o la Fahs al-Ballut de época musulmana.

En líneas generales, podemos definir que su territorio está formado por un conjunto de penillanuras, campiñas de tierra calma y olivar, y dehesas salpicadas por efímeros chortales de agua, una abundante cañada ganadera y numerosas manchas de encinar, un paisaje sosegado, plácido, que discurre lentamente al ritmo de su río, no en vano llamado por los árabes como “río lento o manso”, y bajo la eterna custodia de gigantes de piedra y acero (castillos y castilletes mineros). Sus pagos, su paisaje cultural, bien podrían ser el escenario de un capítulo del Libro del Buen Amor, de las églogas de Garcilaso o las Bucólicas de Virgilio.

Durante los últimos 25 años, el territorio ha venido realizando un intenso trabajo con el fin de desarrollar en la comarca producto turístico, esfuerzo que ha sido vertebrado en torno a cuatro entidades de diferente carácter y dependencia: Grupo de Desarrollo Rural del Alto Guadiato (integrado por 6 municipios y gestor de las diferentes iniciativas de desarrollo económico emanadas desde Europa), Mancomunidad de Municipios del Valle Guadiato (formada por 11 municipios), CIT Guadiato (surgido a iniciativa de la Mancomunidad) y la Asociación ERA Guadiato (empresarios turísticos). En este sentido, cabe destacar la ingente recuperación de edificios de la arquitectura tradicional que han sido puestos en el mercado turístico como “casa rural”, la mayoría de gran tamaño, número de plazas y autenticidad, bajo la modalidad de alquiler completo.

Igualmente, se vino realizando un gran esfuerzo para desarrollar una red de caminos homologados (GRs, PRs y y Vías Verdes), que al día de hoy no gozan de una buena salud pues, anotando excepciones, se están descatalogando. Por el contrario, pese al intenso trabajo realizado para desarrollar lo que se ha dado en llamar “oferta complementaria”, que la mayoría de las veces es la que dota de “vivencias” a un territorio, el resultado ha sido prácticamente nulo (Cerro Cañas, Posadillas).

Del análisis de la información anterior, se llega a diversas conclusiones. La principal, la que ha de tener una posición de salida y en torno a la que deben girar todas las actuaciones a desarrollar es que el Guadiato es un territorio caracterizado por la fuerza de su paisaje cultural, un medio físico característico, que invita a conocerlo y vivirlo de forma intensa pero con calma. Humanizado durante milenios, es hoy el escenario ideal para desarrollar producto turístico que podríamos encuadrar bajo la tipología denominada como “slow”, una modalidad estrechamente vinculada en su nacimiento con la comida sana, elaborada con paciencia y tiempo, que muy sucintamente podemos definir con los siguientes adjetivos:

Lento, auténtico, local, ecológico, sustentable. Slow Guadiato, soportado sobre su paisaje sosegado y sus recursos, debe ofrecer experiencias muy creativas, vivencias y emociones muy personales, ¡inolvidables!

El turismo slow se sustenta sobre un concepto que aporta a la sociedad actual una clase de viaje que los desconecta de la agitada vida diaria y los transporta a vivir una experiencia totalmente fortalecedora, a ritmo lento para poder observar, complacerse e integrarse en el paisaje y su cultura. Una modalidad turística que aspira a lograr que el turista se detenga un instante a observar el paisaje y se desconecte de todo, formando parte del paisaje  involucrándose en el paisaje, con la comunidad local y el cuidado del medio ambiente.

Por tanto, con estos pilares y teniendo como hilo conductor, ya sea para crear producto, ya sea para promocionar el destino, la marca “Slow Guadiato”, la primera medida a tomar, por otra parte demandada desde siempre por la entidades del territorio, de carácter global y que ha de estar presente en cualquier actuación que se desarrolle es la de…

5.1- Regenerar el paisaje. La minería ha originado algunas zonas con un paisaje desolador, escombreras y cielos abiertos no restaurados, que configuran parte de la superficie de los términos de Belmez y Peñarroya-Pueblonuevo, principalmente, a lo que hay que añadir las ruinas de todas las fábricas existentes en el Cerco Industrial de esta última. Es necesario, por tanto, realizar un programa medioambiental que se centre en la restauración de los terrenos afectados por explotaciones a cielo abierto y que integre en el entorno las zonas restauradas.

5.2- En segundo término y para poder vertebrar el uso turístico de ese paisaje cultural, es necesario establecer una red de senderos bien definida, que estructure el  territorio, tenga entidad propia como experiencia turística y permita disfrutar con intensidad del paisaje, de la práctica de un buen número de actividades de naturaleza que ahora veremos (senderismo, fotografía, observación de flora y fauna, avistamiento de aves, observación astroturística, etc.) y que a su vez permita otras prácticas de diferente índole, como puede ser la visita de los diferentes recursos de carácter cultural, arqueológico y del paisaje minero. Aunque en esta línea se ha venido realizando un gran esfuerzo, la realidad es que pese al gran número de vías pecuarias de uso público y al potencial uso como vía verde de su antigua línea férrea, el amplio inventario de GRs y PRs que tenía homologados esta comarca está en fase de descatalogación por la falta de señalética y por el estado de abandono que han venido provocando actos de vandalismo. En esta línea, sería aconsejable la implantación de senderos con nombre propio y fuerza temática (de las aldeas, de los dólmenes, etc., según estudio de mayor profundidad).

5.3- La 3ª línea de trabajo, mucho más concreta, debe trabajar en la recuperación y puesta en valor turístico de recursos a título individual/grupal, cuya selección vendría condicionada por el desarrollo de los diferentes capítulos/líneas de producto slow guadiato. A modo de primera propuesta:

5.3.1- slow orange Guadiato: recoge aquella línea de trabajo que trabaja y oferta productos creativos que tienen como principal componente y escenario la cultura y los monumentos (turismo naranja). Podríamos enumerar productos del tipo: visita activa a museos y centros de interpretación, conocimiento interactivo de monumentos y paisaje minero, conocimiento activo y creativo del patrimonio arqueológico, utilización creativa de monumentos como escenario de actividades variopintas (recreaciones teatrales, recreaciones históricas, degustación novedosa de productos agroalimentarios, festivales de música, etc.),…

En este sentido, muy grosso modo, sería interesante:

-          Poner en valor y a disposición de uso turístico una selección de bienes patrimoniales que servirán de escenario para la creación de experiencias: red de monumentos modernistas y de origen civil, red de dólmenes y arte rupestre del Guadiato, Red Bélica del Guadiato (incluidos castillos, bunker, trincheras y arquitectura de Regiones Devastadas), etc.
-          Red de Museos y Centros de Interpretación Histórica y Minera, favoreciendo su utilización como puerta para conocer el paisaje Guadiato y siendo escenarios de otros usos y propuestas de producto.
-          Recuperación del Paisaje Minero (castilletes, minas, cortas, escoriales, etc.). En esta línea, y siempre desde el respeto a la protección y las posibilidades técnicas de ejecución, sería interesante crear un “Castillete Geoestelar”, dando uso a uno de ellos o utilizando, si no fuera posible, un  castillo sobre el que si se pudiera actuar (en la línea del Cosmolarium en Hornos de Segura, pero dándole también contenidos de tipo geológico).
-          Intervención integral, bajo la dirección de la Universidad de Córdoba, en Mellaria, como estilete para desarrollar un proyecto de turismo arqueológico viable en la comarca (véase, salvando la distancia, Cástulo en Linares).
-          Apoyar, aún más, el desarrollo de recreaciones teatrales masivas en la línea de la iniciativa tradicional “Obra de Teatro de Fuente Obejuna”. En esta línea y en los últimos años se han desarrollado otras como “Mellaria Restituta” o “Una mirada en el tiempo” que utiliza como escenario la población de Belmez.
-          Utilizar el paisaje minero y el patrimonio monumental como escenario musical.
-          Recuperación meditada del patrimonio industrial y ferroviario, de tal forma que pueda favorecer el desarrollo de un turismo industrial que permita conocer los procesos históricos acaecidos en los dos últimos siglos.
-          Desarrollo de Jornadas de Teatro y Literatura, que ponga en conexión la raíz “Fuente Obejuna” con el turista “tranquilo” y el turismo slow.
-         

5.3.2- slow green Guadiato: incide en un corpus de trabajo principalmente formado por productos creativos de índole natural, aquella oferta que tiene como escenario el medio natural del territorio, que, por otra parte, huye de actividades que podemos entender como estridentes para el modelo slow (como puede ser la caza o el turismo activo agresivo). Aquí tendrían cabida deportes de bajo impacto, como nordic walking, gimkanas, orientación o geocaching, observación de aves, astroturismo, actividades náuticas, caza fotográfica, micoturismo, pesca, geoturismo, etc.

Actuaciones a proponer son:

-          Restitución del Paisaje Minero.
-          Creación real y sustentable de una Red de Caminos Slow Guadiato (GRs, PRs, Vías Verdes, vías pecuarias, etc.).
-          Adecuación para uso recreativo de las láminas de aguas (en el marco de la normativa vigente y donde no se haya intervenido con anterioridad).
-          Adecuación para la visita de una serie de elementos del paisaje de interés geológico.
-          Equipar adecuadamente los puntos seleccionados para la observación óptima de aves.
-          Equipar adecuadamente los puntos necesarios para la observación astroturística y favorecer la acreditación como Reserva Starlight, tanto del destino como de los establecimientos.
-         

5.3.3- slow yellow Guadiato: esta línea, mucho más abierta, da cabida a productos creativos relacionados con la gastronomía local, el patrimonio etnográfico en general, las fiestas, etc. En este grupo son muy interesantes actividades/productos como visita activa con degustaciones a empresas y fincas agroganaderas, degustaciones agroalimentarias en monumentos y paisaje minero, celebración de fiestas y ferias de carácter agroalimentario y artesano, participación activa en procesos artesanos de carácter etnográfico, como la elaboración de pan, la participación en la vereda trashumante o la matanza del cerdo, etc.

-          Aunque ajeno al ámbito turístico, creación de empresas de interés agroalimentario y ecológicas. En un segundo capítulo y creando las condiciones idóneas, sería adecuada su indexación con la práctica turística mediante la visita a instalaciones y fincas, la participación en ferias y fiestas temáticas, el uso de sus manufacturas en acciones de producto, etc.
-          Recuperación de las vías pecuarias de la comarca y del patrimonio cultural que las identifica (pilares, abrevaderos, bardales, apriscos, etc.).
-          Realización de fiestas temáticas en la línea de las que ya se realizan (del pan, de la siega, etc.) y ferias agroalimentarias de carácter temático en la línea y dando un paso más de la desarrollada con el Quedo en Zuheros (del queso, del jamón, micológicas, del espárrago silvestre, etc.). Por otra parte y teniendo en cuenta el papel que ha tenido el grano, el pan y los equipamientos relacionados (hornos, eras, etc.), y teniendo en cuenta el impulso de los “panarras” sería interesante crear las condiciones para que Slow Guadiato sea reconocido por su aportación a la “cultura del pan”.
-          Creación de rutas de la tapa, recorridos gastronómicos, etc.
-          Recuperar y subrayar aquellos aspectos arquitectónicos y del paisaje que caracterizan a cada una de las aldeas.

5.4.- Intervenir en el modelo de producto ya establecido, sobre todo en alojamiento y restauración, incentivando el alojamiento en casa rural, de carácter tradicional, por habitaciones (bed and breakfast) y el hotel pequeño soportado sobre bienes del patrimonio inmueble histórico. Por otra parte, sería interesante la especialización de establecimientos en función del tipo de cliente y las necesidades especiales que éste requiere: birding, astroturismo, etc.

Desde la vertiente gastronómica, sería interesante promover una triple línea: mayor número de tiendas agroalimentarias especializadas con venta directa al cliente, desarrollo de restaurantes con cocina de kilómetro 0 y creación de empresas de oferta complementaria que hagan uso de estos recursos para la creación de su producto.

5.5- Ámbito territorial de implantación. Aunque el proyecto y de entrada debe intervenir en los seis municipios que forman parte del GDR Alto Guadiato (Fuente Obejuna, Peñarroya-Pueblonuevo, Belmez, La Granjuela, Valsequillo y Los Blázquez), la extensión a los cinco del medio Guadiato integrados en Sierra Morena (Espiel, Obejo, Villaharta, Villanueva del Rey y Villaviciosa de Córdoba) deber hacerse de manera gradual y una vez establecida la marca Slow Guadiato. Un caso diferente es la comarca vecina de Los Pedroches.

Siendo un continuo geopaisajístico, cuenta con producto agroalimentario de interés y con un interesante desarrollo, también turístico. La colaboración, en muchos aspectos, debe ser inmediata (ferias, producto con visita a instalaciones de Los Pedroches desde empresas de Guadiato, continuidad de senderos en una y otra comarca, etc.), la posible integración debe valorarse con mucha meditación y una vez consolidada la marca Slow Guadiato.

Fuente fotografía: Facebook Turismo Rural Alto Guadiato

lunes, 28 de mayo de 2018

El bosque de color caramelo

Contraria a la tradición de los últimos años, aquella primavera fue de lluvia intensa, fina pero constante. Digamos que fue calaera, como siempre pedían los mayores: buena para la cosecha, abundante para los pantanos y no haciendo destrozo alguno en campos, calles y casas. La tierra derramó agua a borbotones y la sierra se vistió de uno y mil colores, impregnó de mágicos olores la atmósfera y salpicó de vida barrancos, campiñas y valles, solanas y umbrías. Y tanta fue la lluvia de aquel año, que durante los primeros días de verano siguió el cielo llorando mieles, un día sí y otro no.

La floración se alargó más que nunca, los insectos bullían en un sin vivir constante.

Debido a estas bondades y a un calor que llegó tardío y sin apretar, en la margen oeste del río Rumblar era todo un no parar. En la sierra, cada bicho viviente bregaba con júbilo y a lo suyo. En el interior de una corraliza abandonada, junto a los hormazos de un chozo, una cuadrilla de mariquitas disfrutaba balanceándose en los tiernos brotes de un jaguarzo. Por la izquierda, en un clarillo de monte, unas arañas muy chiquitas se descolgaban graciosamente de un gamonito retorcido por el peso de las flores mientras que un escarabajo caminaba laborioso y con parsimonia entre unas diminutas senderuelas. Por frente, decenas de minúsculas mariposas revoloteaban alegremente sobre un jaralillo recortado. Por detrás, en los pizarrones que en su día dieron forma a una paridera, las abejas simulaban jugar a la pillá entre candilicos y narcisos enanos de un amarillo casi translúcido. Ajenos a tanto bullir, como si no fuera con ellos, una mariquita se refrescaba en el rocío de una amapola y un travieso cigarrón dormitaba bajo una hermosa margarita, que lindamente ofrecía sus hojitas a la extraordinaria luz de la mañana.

Un poco más arriba, en lo que fue una robusta torruca de piconeros, casi en la coroneta del cerro, una hilera de hormigas trajinaba con todo un granero. Junto a ellas, en las pizarras del interior del chozo, unos curicas chiquitos y negros como cagarrutas de gato, por esquivar cualquier mirada ajena se ocultan en la maleza. Al fondo de la ruina, a la sombra de una esparraguera de piedra, unos diminutos alacranes se desperezaban sobre la espalda de su madre; mientras que en la terriza y al amparo de la penumbra de un espeso lentisco, un buen número de marranicas jugaban al escondite entre una multitud de brotes de hierba y flores de variopintos colores.

La escena se desarrollaba bajo la atenta e inquietante mirada de una lagartija, inmóvil como una roca, que por el momento prefería solearse.

Junto a un regato lindero, una pareja de diablillos de colores se hacía carantoñas… avanzaba un precioso día de julio. El rocío de la mañana multiplicaba la claridad de una forma extraordinaria impregnando todo de luz, el lugar fue tomado por un bullir constante aparejado de un rumor creciente… se deslizaba una avalancha de alegría que los envolvía a todos en unas inmensas ganas de vivir.

Aunque había comenzado el verano, las solanas al otro lado del Pinto todavía formaban una extensa e irregular manta entre verde y parda, de un brillo intenso y acaramelado, aquí y allá salpicada de encinas y minúsculas motas blancas, amarillas, azules… Pese a estar en una fecha del año muy avanzada, los brotes de la jara se encontraban en todo su esplendor, formando un ondulado monte que sabía a dulce. Entre tanto láudano pringoso, como incordiando a sus primas mayores, destacaba una pequeña manchita morada. una multitud de lindas flores en desorden, un abanico abierto formado por incontables jaras estepas que yacían apaciblemente bajo un sol que calentaba lo justo.

Avanzado mayo suelen llegar los primeros calores, con ellos toda mata que se precie suelta su polen al viento. Pero ese año y debido a la mucha lluvia, los rigores que adelantan el verano no se hicieron notar hasta los primeros días de julio. Fue entonces, tardíamente, cuando la atmósfera se atiborró de polen y acunó los juegos y balanceos que los granitos y pelusas describen en su afán de buscar pareja. De un día para otro, el viento comenzó a bailar con miles de medusas de delgadísimos filamentos vegetales, hilitos brillantes que multiplicaban por cien los reflejos de luz, y las esparció en todas direcciones. Con el tiempo, exhausta y danzando al compás de una canción amorosa, cada espora fecunda otra planta similar dando lugar a cientos de semillas que se reparten por los cuatro vientos. Caen al suelo meciéndose al son de una nana y, debido a la mucha y tardía humedad penetran de inmediato, se acurrucan al calor de la tierra y comienzan a germinar.


miércoles, 9 de mayo de 2018

Mas sobre "Mis zapatos de domingo", un homenaje a mi padre

No eran los rincones y estantes de la casa familiar de dar cobijo a libro o cuartilla alguna, ni siquiera a los que solían ponerse más a la vista y que daban lustre cuando llegaban las visitas. Y sí era un servidor de mucho olisquear donde hubiera una mota de polvo y ninguna huella que la hubiera profanado. 

En una correría por el Santo Cristo, con mi abuela Pura fuera de guardia, olisqueé lo posible y removí cuanto pude en la cámara de mis mayores. Frente a la ermita y plantada en un ancho callejón, era casa en sempiterna y obligada mudanza, que recuerdo de poco mueble para tan ancho hogar. Estaba situada a espaldas de mi chacha Mariana, corral y “mentidero” por medio. Ofreciendo puerta por patio y por calle terriza y regular, pues de tanto en tanto mudaba de viario a corralón de vacas, los nietos teníamos por firme costumbre entrar en la casa por la ventana de la cocina, un habitáculo pulcro y diminuto. Aunque en el altillo había poco que calcucear, pues mi abuelo era de ganar cuatro reales a media mañana y no llegar con cuartos a la noche, rebuscando encontré argumentos que me parecieron fuera de lugar y ajenos a los usos de la prole. Olvidados en un rincón, envueltos en el lienzo de la desmemoria, tropecé con algunos cuentos de “Roberto Alcázar y Pedrín” y un buen tocho de novelas de pistoleros en un lamentable estado de deterioro. Las unas tenían descompuesto el lomo, los otros andaban sin portada, casi todos hacían gala de unas páginas amarillentas y roídas, cosidas con alambre previendo evitar destrozos mayores. Con el botín, me dejé caer sobre una mecedora vieja, de tela desteñida y con algunos jirones, comencé a hojear uno de los folletines. No pasaron unos minutos cuando presa del interés me sumergí en lo más profundo de sus entresijos… las agujas del tiempo se acunaron en un silencio placentero.

Cuando quise darme cuenta la penumbra se había adueñado del cuartucho, aún así me dio tiempo a leer el wéstern casi por completo, de un tirón. Recuerdo que aquella furtiva tarde, sin tránsito ni aviso, el extraño placer de la lectura me cortejó con insistencia.

Escuché como en el piso de abajo removían sartenes, en la cocina, seguro que mi abuela estaba de vuelta y metida en sus pucheros. Temiendo represalias, cogí al azar dos ejemplares y me los escondí en la cintura del pantalón y ocultos bajo la camiseta. Sujetos por la apretura del calzón, aparejé bien la cincha no fueran a caérseme en la huida, que por entonces estaba uno para no andar sin lastre en días de viento. Bajé las escaleras casi de una y salí de la casa como una exhalación, por la puerta que daba a la calle, no sin oír como en un murmullo que mi abuela trajinaba en la cocina. Quizá fue porque estaba enfrascada en la hacienda y cautivada por los aromas de sus guisos, quizá porque no me faltaron pies para correr, pero lo cierto es que no le di tiempo a que me oliera el rastro.

Pasaron algunos días, se sucedieron los párrafos e inventé mil escenas. En un desliz, dejé los folletines descuidos en un rincón del comedor, por entonces la lectura ya era cosa de mi cotidiano. Doblarse a la costumbre, también el azar, provocaron que mi padre se diera de bruces con el botín. El apaño de los alambres le hizo reconocer que las novelas eran de su propiedad, me miró y pergeñó una leve sonrisa. No medió una luna cuando el resto de novelas y cuentos mudaron de la cámara del Santo Cristo al dormitorio que en la casa del Cotanillo compartíamos mi abuelo José María y un servidor, habitáculo donde una cama de hierro colado, de cabecero redondo y color azul, un diminuto armario y el poco y necesario hueco para bullir encogidos armaban la estrecha alcoba.

No debió trascurrir mucho tiempo, cuando la desgracia vino a vestir de negro la casa. En aquellas vísperas, cuando acaecía alguna tragedia cercana como lo era la muerte de un familiar, el pueblo tenía por costumbre alejar por unos días y de la casa paterna a los chiquillos. Fue por entonces, en aquella coyuntura, cuando una hermosa canasta arrinconada en el altillo de mi tía Rafaela, hasta el colmo de libros y cuentos, cubierta de polvo, me abrió definitivamente y de par en par el mágico misterio de la lectura. La reducida vereda, que poco antes habían inaugurado los escritos de la cámara de los abuelos, mudó a ancho carril. No cabía vuelta atrás.

Cuando me quedé sin letras que engullir, mi padre me recomendó que canjeara sus novelas por una módica comisión en el Kiosco de Doro, un destartalado casuchín de chapa verde y cristales cuadriculados plantado en un anchuroncillo al comienzo del Carril. Y cuando mi progenitor tenía viaje a Linares y yo andaba sin obligaciones, lo acompañaba a la calle Serrallo a las mismas y ahorrando una parte del corretaje fijado. Los años, también su afán porque leyera, auspiciaron mi entrada en un reducido círculo de amigos que intercambiábamos cuentos según precio de cada ejemplar. Cuando me hice veterano en estas artes del trueque descubrí una librería de saldos, con catálogo mensual y compra contra reembolso -Balmes, en Logroño-, con la que me uní en nupcias durante gran parte de mi infancia y la primera adolescencia. Víctima de aquella dependencia, la paga semanal mermaba con mayor o menor premura, de manera proporcional al enganche del momento.

De por entonces atesoro algunos de mis más preciados ejemplares, que quizá no lo sean por su valor literario o económico, pero sí por lo que pesan en la balanza de la nostalgia propia. De entre aquéllos, tiene un papel destacado el primer libro que tuve de los que podría llamar “serios”, un “Diccionario Enciclopédico” que pasó por toda mano, lápiz y bolígrafo de cada uno de los infantes de la familia. Aún lo tengo, quizá un poco destartalado, bajo una cada de polvo, sujetando con su peso una ancha fila de libros... recordando trayectorias.

Aunque éramos de poco o nada regalar en fechas señaladas, un buen día, por su cumpleaños, le hice un agasajo a mi padre. Entiendo que acerté con ofrecerle una colección en facsímil, que no fue otra que una recopilación de viejos cuentos apaisados de “Roberto Alcázar y Pedrín” y “El Hombre Enmascarado”. Recuerdo que se le escapó una sonrisa. De entonces, supe valorar cuánto pesaron los primeros días de escuela en la vida de mi padre, como el apego a la lectura marcó la concepción que se formó de cómo andar por este mundo. Descubrí también, con amargura, que no pudo subirse a un tren que hizo amago de recalar en su estación pero que nunca llegó. Paso de largo, sin hacer escala.  Por todo esto, cuando participé en la idea y redacción de un cuadernillo sobre la historia de la educación y la escuela en Baños de la Encina, lo hice colaborando con un escrito que dediqué a mi padre y a las sensaciones que me transmitió de aquellos años y en aquel trance. Aunque en el texto hablaba en primera persona el protagonista no era yo, lo escribí con pluma prestada:

“Mis zapatos de Domingo”

No era un buen día, o así me lo parecía.

Yo era de calle llana y respirar con anchura, de piso terrizo y polvoriento, de rincones con magarza y extensas solaneras. Era de horizonte abierto apenas roto por solitarias casuchas desvencijadas y bardales a medio derruir. Era de arremangarme el calzón en canteras anegadas de agua podrida, pobladas de légano, tiros y cabezolones. Y era de sembrar tropelías que levantaban el vuelo de gallinas, de correr bestias trabadas sin más interés que desfogar los pocos años, de estorbar en los trajines de las muchas matanzas a pie de calle que llegaban con los primeros fríos del invierno. Pero, cosas de mi corto entender y decidir, aquel día me veía obligado a descender a lo bajo del pueblo por calles estrechas y empinadas, de pavimento duro y sombra casi perpetua; callejas apretadas como lo eran mis rígidos zapatos de domingo, los que ajenos al calendario misal ahora, entre semana, producían rozaduras en mis pies y levantaban tintineos de una solería pétrea donde apenas crecía la hierba del otoño.

Mi madre, ajena a la costumbre familiar, ahogaba lo que yo entendía como la libertad que sí tuvieron mis hermanos mayores, que apenas pisaron colegio. Se acabaron mis andanzas por corralones, mis correrías entre eras y barbechos, mis travesuras a la vera de pilares y alcubillas.

Era mi primer día de escuela.

Con las tempranas aguas del otoño y después con las primeras heladas del invierno, los desplazamientos diarios al viejo corazón de la villa se hicieron cotidianos. Mudaron mis muchos ratos entre corrales y calle por horas eternas en habitaciones oscuras, gélidas y poco ventiladas, donde crujía la madera vieja y olía a polvo rancio. Cambie los pálpitos que me producía un suelo desnudo, atado al calor de la tierra, por mirar y remirar sin interés los gastados y fríos dibujos de las baldosas de cemento que ordenaban aquel símil de mazmorra, habitáculos desangelados que gruñían bajos mis indeseables zapatos de domingo. Truncaron mi innata curiosidad, mi azogue, lo canjearon por constantes regañinas cuyo motivo no entendía, pero que me ataban como una estatua inerte a un duro pupitre, tan sólido como lo eran las lúgubres piedras de la Casa de Purita, el calabozo que ahora amarraba mi libertad de antaño.

Con el invierno, creí que había perdido en la mudanza.

Lo que parecía un mal domingo con zapatos nuevos y sangrantes esollejones, fue haciéndose cotidiano, como aceptar por imposible el matrimonio de la noche y el día. Las esquilas del campanario de San Mateo, que en lo llano de mi Santo Cristo emitían un murmullo lejano y apenas audible, vinieron a ordenar con sus sonoros tañidos los husos de mi diario.

Los juegos fueron a menos y cuando los hubo cambiaron de escenario, del amplio y caótico llano de Buenos Aires a la lonja de la iglesia, un atrio encogido, ordenado en unas pocas cuadrículas de reborde pétreo; de los huertos y quiñones de la Dehesa a los arrabales del castillo; de las plácidas aguas del Rumblar al vértigo de las murallas… Como cada día a media mañana y en avalancha, un tropel de vociferantes chiquillos tomaba con griterío la sinuosa calle Santa María. Unos buscaban el anchurón terrizo de la plaza, los otros, los menos y más avezados, alcanzábamos el otero del Cueto con la intención de olisquear nidos en los mechinales de tapial del castillo o volar aludas en el Laero. En unos minutos la marabunta se deshacía en grupúsculos menores, cada uno a lo suyo, no llegando la trifulca a mayor altercado.

Con el tiempo, que todo muda y a todos nos hace y dobla, los zapatos de domingo fueron perdiendo la rigidez del cuero nuevo, se ensuciaron y rasgaron, malograron su agarrotada forma hasta amoldarse a mis extremidades. Por momentos, llegué a pensar que siempre habían estado allí, calzados en mis pies, formando parte de mi cotidiano. Pero no, un día estuvieron guarecidos en la coqueta buena de lo hondo de la alcoba, en espera, aguardando sin falta la llegada dominical.

La mudanza fue arrugándose hasta hacerse costumbre. Ahora, gastada y vieja, fue conduciendo mi diario sin aspereza alguna. Fueron los días madurando, alargándose, hasta percatarme que con mis andanzas se había gastado el rígido material que daba forma a los zapatos de domingo. Ahora, la rociá del alba, la luz brillante de media mañana, la rejuvenecida calor de la primavera se colaban a raudales entre los despojos de cuero.

Mientras mis zapatos de domingo perdían consistencia, como si hubiera sido de un día para otro comencé a hilvanar, a desenmarañar, los garabatos impresos en un libro estampado con un viejo raquítico y un rapaz achaparrado y entrado en años. Hasta entonces me había acompañado como una carga más que soportar, como lo eran mis zapatos de domingo. El pupitre de mis primeras desdichas, desportillado y cojo, me abrió un hueco cálido en sus entrañas ofreciéndome el placer, la virtud de la lectura, de la escritura, de las cuatro reglas. Fue tan reconfortante mi encuentro con las letras que no comprendí, o ya lo hice tarde, que ocupaba un diván donde dejaba pasar horas ajenas de unos días prestados. Apenas fui consciente del placer de la cultura cuando el préstamo ya reclamaba su caducidad.

Ahora lucía con orgullo mis destartalados zapatos de domingo, aunque estuvieran casi harapientos de tanto usarlos. Noche tras noche me despojaba de ellos y mi madre, contraria a la firme decisión de mi progenitor, los cosió y los remendó alargando una existencia que parecía definitivamente extinta. Cada tachuela, cada costura, prorrogaba la vida del calzado un día más, un suspiro más.

De nuevo hubo mudanza, se acabaron los trasiegos a lo bajo pero no mi encuentro cotidiano con las letras, pues cada tarde casi de noche cambiaba las alpargatas de diario por los remendados zapatos de domingo. Como un suplente y endurecido pellejo, gastado y avezado ya en mil trasiegos, era inmune a los cambios externos. Los garabatos, que ya eran palabras perfectamente inteligibles, iban colando escenas que llenaban lo que un día fue horizonte vacío; las frías mañanas de matanza, atenuadas en su día por el calor de la lumbre, se alejaban en el recuerdo dejándome una creciente e inusitada libertad. En ésas estaba cuando quise detener el tiempo, hacer de aquella mudanza una estampa fija, pero ya era demasiado tarde, o eso llegué a creer. Con los años ganados, con la ilusión de la mucha juventud, quise alternar la dureza de jornadas interminables trajinando embutido en esparteñas con pequeños y sugestivos instantes calzado de domingo, unos minutos que me daban alas para devorar letras, dibujar escenarios cambiantes en un paisaje que iba ensanchándose más y más mientras me atiborraba con las mil y una gestas impresas en papel.

El préstamo definitivamente reclamó su devolución. Aún intenté doblar una esquina de la vida que simuló alargar mi encuentro con las enseñanzas, quise avivar los rescoldos que aún quedaban sin consumir. Comencé a trasegar con legajos deshilachados, unidos con dificultad mediante grapas de alambre duro, a devorar ásperas cuartillas repletas de historias trepidantes y ajenas, exóticas, marcadas con nombres incomprensibles, impronunciables, como Keith Luger o Silver Kane, unas pocas con Marcial Lafuente Estefanía. Busqué refugio en la cámara de mis mayores donde en un intento desesperado, de ficción, traté de hacer llegar el calor de los escritos a mis hermanos, a los amigos, aunque mis aparentes enseñanzas eran amagos ya caducos, eran ceniza.

Me inventé un presente que era un deseo imaginario, fantaseé con un futuro inmediato que apenas podría levantar vuelo bajo el peso de la fría realidad que me venía encima. Había llegado el momento del reembolso, para mis mayores yo era dos manos necesarias cuando llega el estío y es tiempo de cosecha.

Las letras quedaron dormidas, hibernando, preñadas de esperanza.

Baños, primera luna de primavera