martes, 31 de julio de 2018

El bosque de las piedras que esconden rayitos de sol (Cuento de Triana, cap. 2

Entre la maraña vegetal, atenazada y totalmente oculta por sus mayores, robustas y endurecidas por los muchos años, una joven y pequeñita jara se esforzaba en lanzar su diminuta simiente por encima de sus parientes. Encogida, apretadita entre los estambres, la semilla no encontraba momento para armarse del valor suficiente para coger impulso y volar libre.

-Venga, una, dos y…, -siempre se animaba contando, pero nada, que no, que se quedaba siempre en la intentona.
-Vamos -le decían las ancianas del entorno-, venga anímate, que si el impulso es grande podrás llegar al pueblo del otro lado del río –le insinuaban en broma-. Allí, con suerte, podrás conocer un castillo sin rey ni hada, pero que quizá tenga un fantasma. O una ermita, que dicen brilla como el sol aunque reine la noche. También hay un gigante con cien manos, que cuentan que nunca deja de moverlas, y una iglesia enorme, tan grande que, según se dice, en majada cabrían en su interior miles de ovejas.

Por fin, la semilla se decidió alentada por la sabiduría y ánimo de sus mayores, que le hablaban de las muchas dudas que ellas tuvieron en su día y lo fácil que fue cuando se decidieron, pero también por la cantinela que su madre le había dado aquella mañana. Y así, la tarde del día 20 tomó aire, contó hasta tres –aún no sabía de la existencia de más números- y sus pequeñas piernecillas la catapultaron hacia arriba.

-¡Aaaaaaaaaaaaaadiós! –dijo a voces mientras se despedía de toda la vecindad. Según subía, se agarró fuertemente al culito de una abeja que casualmente pasaba por allí. Se quedó patidifusa, pues el bicho iba haciendo unos giros muy estrambóticos. Trompetilla la llamaban, porque decían las malas lenguas que se ponía de polen hasta las orejas perdiendo casi siempre el rumbo… había ocasiones en las que se le iba la “olla”.

Tomaron altura. Las abrazó una corriente de aire calentito que las impulsó un poquito más arriba y las lanzó mucho más lejos. Semillita se dejó llevar, por ahora no era su intención dejarse caer y germinar, ¡su deseo era viajar y conocer aquel pueblo! Cuando todo parecía ir viento en popa, se les cruzó un dislocado cigarrón que saltó frente a ellas. ¡Casi las esturrea! 

-¡Ay gachón!, qué nos llevas por delante. ¡Locarias!, hay que mirar por dónde salta uno, ¡ayayayayay…!.

Fue tal el susto, que la semilla, sin querer, abrió las manos y se soltó del culete de la disparatada abejita.

-¡Qué me caigo!

Cuando se despeñaba de unas, otra ventolera de aire caliente la elevó una barbaridad, tanto que Semillita se vio de nuevo embarcada en un viaje a lo desconocido que imaginaba más que emocionante.

-¡Vaaaaaaamos allá, a volaaaaaaaaaar! –pensó sin saber a dónde iría a parar.

Por muy potente que fuera el impulso de turno, según costumbre, caería unos cientos de metros más abajo de su vieja morada, junto al río. Pero, un ligero e inesperado viento la alzó de nuevo un tanto más al cielo, por donde pasaba casualmente la juguetona y revoltosa Brisa de Poniente. Andaba ésta muy contenta, pues celebraba su cumpleaños y esperaba le regalaran un pastel. Y así iba, dando trompicones volátiles, sopla que te sopla como imitando que apagaba las velas de su tarta. Aunque iba despistada con su tarea, vio a Semillita y la acogió con dulzura entre sus vaporosos brazos.

-¡Qué nos vamos de viaje! –le dijo-. ¿Sabes?, hoy es mi cumpleaños, -le soltó con entusiasmo.

Distraída con la tertulia, la desvió en dirección al río más próximo, el llamado como Pinto por el color vinazo de sus aguas. La hizo volar de un tirón sobre las olas, apenas unos centímetros por encima del agua, pues Trompetilla, que venía haciendo de las suyas, despistó un momento la atención de Brisa de Poniente. El azaroso percance provocó que Semillita se mojara un poquito los deditos de las patitas.

-¡Achíssss!, ¡buf, qué fría está!

Pero había sido tan enérgico el arreón que le había propinado la entusiasta brisa, que saltó de una sola vez el regato del Pinto y también la anchura de su hermano mayor, el llamado por todos como río Grande. Con las mismas, fue a caer a la ribera contraria, donde campaba a sus anchas un bosque umbrío llamado de Las Migaldías, un mágico pinar de bonitos contrastes, donde la luz y la oscuridad jugueteaban a su antojo.

-¡Uf, qué sofoco! Casi la palmo, –pensó Semilla medio tiritando por el frío y por el susto que se había llevado.

Había caído a plomo sobre una arena muy fina, calentita, de un dorado que relucía tan intenso como los últimos hilos de luz de la tarde más brillante. El lugar estaba salpicado por una infinidad de bolos redondos, de diferentes tamaños, que parecían un plácido hato de ovejas rechonchas y colorás. De un tamaño y color peculiar, de un bermejo llamativo y brillante, parecía como si en lo más hondo de las piedras de este bosque habitaran estrellitas minúsculas o rayitos robados al sol. Hay quien dice que estas piedras se formaron en lo más hondo de la tierra, que son hijas de una roca tan gigante que no hubo quién pudiera medirla, una piedra reboronda que al comienzo de los tiempos le hurtó al sol un pedacito de la luz que le es propia.

Rocco, el más robusto de aquellos peñascos, aterrorizado por la previsible y horrenda caída, por un posible y trágico desenlace, cerró los ojos cuando la vio descender y se encogió lo poco que pudo como si con aquello pudiera evitar el impacto. Pero no, el estropicio no fue tal, la esponjosa arena amortiguó el brutal trompazo. Pese a ello, Semilla quedó tirada en el suelo todo lo ancha que era, que era muy poquito. Parecía un pelín lastimada, bastante asustada y algo contusionada, ¡ay!, estaba totalmente despeinada y sin maquillar.

Semilla quedó aturdida por el brutal aterrizaje, pero en parte también lo fue por la belleza del lugar, un rincón situado a esta parte del río donde la familia de estepas nunca había viajado. Todavía con todo el susto en el cuerpo, vio volar por encima de ella a Trompetilla, como si el percance no fuera con ella. Aún seguía con su esperpéntico baile aéreo, sin darse cuenta del estropicio que había montado despistando a Brisa de Poniente.

-Buenas tardes tengan ustedes –saludó con desparpajo Trompetilla al hato de rocas -con todo su morro-, sin darse cuenta de la desbaratada situación de la semillita. Ella, toda tirada en la arena, miraba la escena lastimada y con pasmado asombro mientras abría enormemente sus grandes ojos, redondicos y de un bonito color castaño.

Semillita, mientras intentaba levantarse del suelo, siguió con la mirada el alocado e irregular vuelo de la abeja chiflada. Dejó de verla cuando el cerro comenzaba a elevarse y se perdía la vista. Allí, en lo más alto de la cima, donde el horizonte se escabullía entre los pinos y unos estirados cantuesos, le pareció observar como Trompetilla caía de bruces contra la hojarasca.

-¡Tarambana!, -le voceó, intentando no reírse del desastroso alunizaje de la abeja.

Semillita se levantó del todo sacudiéndose la mucha arena que la envolvía. De pronto, a sus espaldas y sin haberse dado cuenta de ninguna presencia, escuchó un sonoro vozarrón.

-Con tanto vuelo y con tan pocas alas no llegarás a ningún sitio. Ya verás, o no germinas o te pierdes en el intento –la voz sonó con rotundidad y pesimismo, provenía de Rocco. Afirmaba tal cosa mientras movía varias veces sus mofletes pétreos, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como negando y produciendo con ello un crujido espantoso.

Semilla, con cara de pocos amigos, fue a replicarle a la piedra, pero la Brisa, que volvía a las andadas bastante alborotada y sin pastel, la introdujo en un travieso remolino y la izó de nuevo por los aires. La elevó una barbaridad, casi tanto que la semilla creyó que iba tocar una esfera clarita. Era doña Luna, que aún estaba muy bajita en el cielo. Recién desperezada, comenzaba su ronda desaliñada y sin peinar. Semillita la saludó efusívamente recibiendo por respuesta un bostezo.


Ilustración: Juan Basilio Martos Ramos

sábado, 28 de julio de 2018

El bosque de color caramelo (Cuento de Triana, cap. 1)

Contraria a la tradición de los últimos años, aquella primavera fue de lluvia intensa, fina pero constante. Digamos que fue calaera, como siempre pedían los mayores: buena para la cosecha, abundante para los pantanos y no haciendo destrozo alguno en campos, calles y casas. La tierra derramó agua a borbotones y la sierra se vistió de uno y mil colores, impregnó de mágicos olores la atmósfera y salpicó de vida barrancos, campiñas y valles, también y por igual solanas que umbrías. Fue tanta la lluvia de aquel año, que durante los primeros días de verano, uno sí y el otro también, el cielo siguió llorando a borbotones como si tuviera unas enormes goteras.

Con el clima de tal manera, la floración se alargó más que nunca. El rocío de la mañana fue multiplicando la claridad de una forma extraordinaria e impregnando todo de luz.

Debido a estas bondades y a una calor que llegó tarde y sin apretar, a poniente del río Rumblar era todo un trajín. En la sierra, cada bicho viviente bregaba con júbilo y a lo suyo, bullían alegremente en un constante sin parar. A media ladera, en el ancho de una corraliza abandonada, una cuadrilla de mariquitas disfrutaba balanceándose en los tiernos brotes de un jaguarzo. Por la izquierda, en un clarillo de monte, unas arañas muy chiquitas se descolgaban graciosamente de un gamonito que se retorcía por el peso de las flores mientras que un escarabajo caminaba laborioso y con parsimonia entre unas diminutas senderuelas. Por frente, decenas de minúsculas mariposas revoloteaban gozosamente sobre un jaralillo recortado. Por detrás, en los pizarrones que en su día dieron forma a una paridera, las abejas simulaban jugar a la pillá entre candilicos y narcisos enanos de un amarillo casi translúcido. Ajenos a tanta agitación, como si no fuera con ellos, una mariquita se refrescaba en el rocío de una amapola y un travieso cigarrón dormitaba bajo una hermosa margarita, tan coqueta ella que lindamente ofrecía sus hojitas a la extraordinaria luz de la mañana.

En la cima del cerro, entre los hormazos de lo que había sido una robusta torruca de piconeros, una hilera de hormigas trajinaba con todo un granero. Junto a ellas, en las pizarras del interior del chozo, unos curicas chiquitos y negros como cagarrutas de gato, se ocultaban entre la maleza por esquivar cualquier mirada ajena. Al fondo de la ruina, a la sombra de una esparraguera de piedra, unos diminutos alacranes se desperezaban sobre la espalda de su madre; mientras, en la terriza y al amparo de la penumbra de un espeso lentisco, un buen número de marranicas jugaban al escondite entre una multitud de brotes de hierba y flores de cien colores.

La apacible escena se desarrollaba bajo la atenta e inquietante mirada de una lagartija, inmóvil como una roca, que por el momento prefería solearse. En el piedemonte, junto a un regato lindero, una pareja de diablillos de colores se hacían carantoñas mientras avanzaba un luminoso día de julio.

Aunque ya había comenzado el verano, las solanas al otro lado del Pinto todavía formaban una extensa e irregular manta entre verde y parda, de un brillo intenso y pegajoso, aquí y allá salpicada de encinas y minúsculas motas blancas, amarillas, azules… Pese a estar en una fecha del año muy avanzada, los brotes de la jara se encontraban en todo su esplendor, formando un ondulado monte que sabía a dulce de caramelo. Entre tanto láudano pringoso, como incordiando a sus primas mayores, destacaba una pequeña manchita morada, una multitud de lindas flores en desorden, un abanico abierto formado por incontables jaras estepas que yacían apaciblemente bajo un sol que calentaba lo justito.

Con mayo bien entrado es cuando suelen llegar los primeros calores, y con ellos toda mata que se precie libera su simiente. Pero ese año y debido a la mucha lluvia, los rigores que adelantan el verano no se hicieron notar hasta los primeros días de julio. Fue entonces, muy tardíamente, cuando la atmósfera se atiborró de polen y acunó los mil juegos que granitos y pelusas realizan en su afán de buscar pareja. De un día para otro, el viento comenzó a bailar con miles de medusas de delgadísimos filamentos vegetales, hilitos brillantes que multiplicaban por cien los reflejos de luz, y las esparció en todas direcciones. Con el tiempo, exhausta y danzando al compás de una canción de amor, cada espora fecundó a otra planta similar dando lugar a cientos de semillas que se repartieron por los cuatro vientos. Con los días, cuajaron y cayeron al suelo meciéndose al son de una nana. Se hundieron de inmediato debido a la mucha y tardía humedad, se acurrucaron al calor de la tierra y comenzaron a germinar.


Ilustraciones: Juan Basilio Martos Ramos

miércoles, 25 de julio de 2018

Antonio Manuel. "Flamenco, arqueología de lo jondo"

La tarde noche del pasado domingo, 22 de julio, la Plaza de Santa María de Baños de la Encina, magistral preámbulo urbano de su imponente fortaleza, se vistió de “faralaes” para pregonar los orígenes más remotos del Flamenco, pues el “origen del Flamenco lo lleva escrito en su nombre. Y en el nombre de sus palos. Y en el nombre de las mujeres y hombres que lo han conservado en su garganta, en sus manos, en sus pies, en el alma. Porque las cosas existen cuando se nombran”. Así comenzaba Antonio Manuel la presentación de su nuevo libro “Flamenco: arqueología de lo jondo”.

Antonio Manuel, cordobés de Almodóvar del Río, intelectual andaluz y profesor comprometido contó para la ocasión con el apoyo del Excmo. Ayuntamiento de Baños de la Encina y la especial colaboración de la Peña Flamenca “Antonio Laruta”, que coordinó el desarrollo del evento. Bajo la atenta vigilancia del coloso musulmán y la muda expectación de más de un centenar de asistentes, entregados al tañido de guitarra de Alejandro Mondaray y al quejío de los cantaores locales que participaron, Antonio Manuel fue narrando el origen del flamenco y su desarrollo en el seno de una comunidad vapuleada una y otra vez, la que se gestó en Andalucía durante tres siglos, los que se sucedieron a la expulsión morisca y judía que tuvo lugar durante el reinado de los Reyes Católicos. “Y el flamenco es una de las huellas más reveladoras de cómo un pueblo consiguió sobrevivir reconstruyendo su identidad para no dejar de ser quien era”.

Antonio Manuel fue desgranando el origen de cada uno de los Palos del Flamenco, de su apelativo y de muchas de las letras que hoy, pasado el tiempo, aún ocultan encriptados mensajes bajo la fonética de su pronunciación. Para ello contó con la guitarra de Alejandro, que acompañó excepcionalmente los fandangos y soleás, las tarantas y los tangos… de Fede de Baños, de Pedro Ortiz “El Pinche”, de José Antonio Pérez “El Tuta” y de Fernando Alberto Zamora.

En palabras de Antonio Manuel: la magia del lugar le hizo sentirse pequeño al pie de la fortaleza de Baños de la Encina, acompañado de la grandeza humilde de cantaores del pueblo, un lugar cuyo nombre no proviene de baño alguno, sino del árabe andalusí banya (بنية): 'construcción', palabra huérfana del andaluz y del Flamenco, ¡cómo tantas otras!

En una plaza, que durante más de hora y media enmudeció, el público asistente recibió una lección magistral de Flamenco, sí, pero también de cultura e identidad: la del mestizo origen de una forma de ser y estar que inunda cada uno de los poros de este pueblo: el andaluz. Como dijo el autor, el alma y la voz no se pueden expoliar, y ahí, en lo más jondo, perviven, como memoria de lo que fuimos y semilla de lo que seguimos construyendo como pueblo, único y singular, no mejor que ningún otro, pero sí diferente.

Taranta, por Fede de Baños (pulsa aquí)






Fotografías: Alex Casas Crivillé