viernes, 27 de abril de 2018

Sierra Morena, tierra encastillada

El carácter fronterizo de su sierra, a caballo entre la llanura manchega y los valles del Alto Guadalquivir, ha favorecido el protagonismo de sus puertos, desfiladeros y pasos, ya fuera en momentos de encarnizado enfrentamiento bélico o en periodos de fructíferas relaciones comerciales. De esta manera, la actividad caminera, los trasiegos comerciales a ella asociados y la defensa del territorio han dibujado toda una red de caminos, puentes y pontanillas, castillos y fortines, ventas y mesones… que han salpicado toda su geografía.

Con diferencia, el baluarte militar que más reconocimientos posee es su castillo beréber, germen del actual pueblo de Baños de la Encina, declarado Monumento Histórico Artístico en 1931. Estudios recientes, cada vez más acertados, han ido desentrañando el magnífico y variopinto patrimonio encastillado que este municipio de Sierra Morena acoge en su término histórico.

Así es. Durante la Edad del Bronce (1800 a. C), gentes de la Cultura del Argar y procedentes de La Loma blindan la explotación minera del valle del Rumblar mediante un metódico programa organizativo, cuya finalidad no es otra que obtener un exhaustivo control del territorio. En este sentido, se levantan pequeños y recios fortines que controlan los pasos desde el llano al valle del Rumblar (Era de la Mesta y Migaldías) y se construyen en la cuenca del río una serie de poblados amurallados que controlarían todo el proceso extractivo y metalúrgico (Peñalosa o Verónica). Posteriormente, durante época romana y con similares intereses mineros (aunque ahora de las minas extraerían plata y plomo en vez de cobre), se elevan diferentes fortines y castilletes que vigilarían los pasos hacia las explotaciones mineras. En este sentido, quizá uno de los baluartes más representativos sea la torrus romana de Salas Galiarda, un castillo de envergadura ciclópea y un estado de conservación excepcional, que domina un paisaje increíbel desde las alturas del macizo del Navamorquín. También es de interés el fortín del Cerro del Salcedo que, situado en la cercanías del Santuario de Nuestra Señora la Virgen de la Encina, controlaba los pasos a través de la cuenca del río Grande.

En la baja Edad Media esta parte de Sierra Morena ha dejado de tener la importancia minera que tuvo en otros momentos, pero su carácter fronterizo la posiciona como estratégica en las luchas que enfrentan a los reinos cristianos del norte y a las diferentes oleadas beréberes, primero almorávides y después almohades. En este sentido, el castillo de Baños es un elemento destacado y sobresaliente en una maraña defensiva mucho más compleja, donde también tienen protagonismo otros castillos y torres o castilletes, hisn y burch, que van salpicando todos y cada uno de los pasos de Sierra Morena. Así ocurre con fortificaciones como la del Castillo de las Navas o el castillete de Castro Ferral, en días situados en el término privativo de Baños aunque hoy le son ajenos; pero también es el caso del discutido Burgalimar, que según los últimos estudios está localizado en el paraje de las Tres Hermanas, en las inmediaciones de la aldea bañusca de El Centenillo.

Con la llegada de la Edad Moderna y la pacificación del territorio, los baluartes defensivos tendrán otras funciones y ocuparan otros enclaves. Ahora, su empeño no es otro que fiscalizar el cobro de los impuestos que genera el Camino de Andalucía, principalmente la robda y el portazgo, aunque también el montazgo, y, paralelamente, es su obligación guardarlo y darle avituallamiento. Con esta finalidad, se construyen el Cerco Aldeano y el Torreón viejo del Santuario de Nuestra Señora de la Encina, pero también un entramado de caminos empedrados e ingenios hídricos de un interés etnográfico sobresaliente (Pozo Nuevo, Vilches, de la Vega).


viernes, 20 de abril de 2018

El urbanismo de la Edad Moderna, Baños de la Encina

La tradición medieval había moldeado casuchines de barro y ripios de piedra, de tapial y adobe, de cabios de madroña y monte, que salpican los escalones y escarpas que se derraman a la vera del castillo. Se gesta un arrabalillo mal pergeñado de calles sinuosas, apretadas y llanas, como Cestería y Huérfanos. La modernidad agroindustrial, por el contrario, traza calles empinadas emparejadas con caminos, donde grandes casonas de labor se disponen a uno y otro lado del viaro. De esta forma se aprovecha el desnivel de la calle para introducir en la casa de labor un habitáculo que hasta ahora no tenía presencia en la organización estructural de la vivienda: la bodega, que conservara el aceite, otrora mal visto por el castellano viejo, en grandes tinajones. Ahora, la casona se estructura en altura en tres niveles: bodega, vivienda principal y cámara; y horizontalmente aparecen nuevos habitáculos de uso privado que antes ocupaban el viario común, como las cuadras, el estercolero o el huerto, al fondo de la casa, tras un amplio corral. Una fachada de buen porte da paso a un ancho y empedrado portal que recorre toda la casa y distribuye las estancias, lugar que alterna siestas y tertulias con el paso de las bestias. Ejemplares muestras de esta tipología las encontramos en la casa familiar de los Caridad Zambrana o las casonas que ascienden por las calles Amargura, Travesía Amargura y Mestanza.

Mediada la Edad Moderna, la villa crece económica y urbanísticamente, de la mano de pecheros, pequeños propietarios ajenos al arbitrio de la nobleza que se enriquecen con su propio esfuerzo, pero también con la merma del común. Paralelamente, van creándose pequeñas y contadas fortunas que comienzan a labrar y ahondar unas diferencias que irán a nutrir un caciquismo ahora incipiente. Contrariamente a lo esperado y un siglo después, tras las numerosas y anheladas desamortizaciones civiles, aquellas políticas supuestamente liberales harán de la cuña un abismo social.

La edificación de nuevas y excepcionales casonas tiene su negativo reflejo en la presencia de penuria y barrios marginales. El eje que ahora sustenta el crecimiento no es la calle, será la manzana, preñando palacetes autosuficientes, donde la zona noble se separa claramente de los ámbitos de servidumbre, agropecuarios y artesanales (Cuesta de los Herradores). En este sentido, la Casa Grande o de los Molina de Cerda abre un camino que a no tardar seguiría en menor medida la casona de los Mármol.

El nuevo orden urbano y la merma del común es paralela a la aparición de alineaciones de casuchas y chozas que se localizan al amparo de caminos, en el extrarradio, como ocurre con Santa Eulalia, que se planta al amparo de la ermita homónima y el Camino de San Lorenzo, y junto a viejas canteras abandonadas, como las del Mazacote, donde es difícil diferenciar donde acaba la roca y comienza la morada.



lunes, 16 de abril de 2018

Santuario de Nuestra Señora de la Encina, Baños de la Encina

Decía un amigo, hortelano de siempre, que hay pedazos de tierra que pareciendo un erial están bendecidos. Que en un descuido se te cae un grano medio roído y con cuatro gotas de agua y una miaja de sol lo tienes hecho espiga.

Con las comunidades humanas, los lugares donde se dejan caer y su discurrir histórico ocurre otro tanto. Hay rincones de nuestra geografía que pareciendo agrestes unas veces y huraños otras, son por el contrario tan acogedores que el hombre, una vea que levanta allí su morada, nunca los abandona. Y si lo hace, ha sido entonando un hasta luego. Unas veces, la bondad de estos emplazamientos lo motiva que el sitio cuenta con tierra fértil para desarrollar cualquier tipo de cultivo, como ocurre en nuestro entorno con huertas como la de Zambrana, que presenta restos arqueológicos relacionados con la producción hortícola y posible origen árabe; en otras ocasiones su entorno es tan generoso en aguas para riego que su explotación agrícola se puede remontar a época romana, éste es el caso de la hoya del Marquigüelo y su inagotable manantial.

Se dan ciertas situaciones en las que la nobleza del sitio estriba en que ha sido y sigue siendo encuentro de caminos, como ocurrió durante varios siglos con la vecina ciudad de Bailén. En muy pocas ocasiones el éxito del lugar se debe a que el enclave desprende una magia difícil de explicar, como sucede con los Abrigos de la Lobera o la Cueva de los Muñecos, dos santuarios íberos localizados en la provincia. Y en este orden de las cosas, son muy escasas, casi podríamos decir que se pueden contar con los dedos de la mano, las obras creadas por el hombre que se han gestado al amparo y generosidad de todas estas benditas cualidades.

Pero “haberlas haylas”, como diría un buen gallego.

Un caso. En nuestra tierra está situado un emplazamiento que ha sido acunado por todas estas bondades, a poco menos de una legua del pueblo, junto al tocón y retoño de una agraciada encina que brotó y envejeció con nobleza. Desde su lontananza, a la par que consolidó sus raíces, observó pacientemente como en las inmediaciones del Cueto surgían y se multiplicaban las callejas que ordenaban nuestro pueblo, se elevaban casonas de labor y algún palacete, bullía la gente en sus quehaceres y se forjaba la forma de ser de los bañuscos, ¡tan peculiar! En el solar, junto a la encina, se derrama hoy un paraje seductor, de los pocos que han sido tocados por los hados. Un espacio que da cobijo a la casa de Nuestra Señora de la Encina, un santuario que acoge a la madre de todos, símbolo de la generosidad y abundancia de la madre tierra.

En pocos lugares puede uno sentirse tan fascinado por el SILENCIO como paseando por su entorno. Puedes llamarlo magia, religión, espiritualidad o sensibilidad paisajística, pero eso es lo que uno percibe bajo la mole pétrea de la ermita cuando se disfruta de la sencilla contemplación.

La estrecha vinculación de los vecinos con el lugar no es sólo fruto de la coyuntura actual, tampoco lo es del discurrir de los últimos 600 años de existencia de la edificación. El enclave, su entorno, fue ocupado y vivido desde muy antiguo. Así es, como si de un rosario de madera se tratara, todo el lugar está salpicado de pequeñas “cuentas” y “misterios” que han ido moldeando la historia del santuario y el HECHIZO de su emplazamiento.

Vamos a profundizar en su conocimiento.

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En los albores del 2º milenio antes de Cristo, gentes desplazadas desde la actual comarca de la Loma se reparten por todo el valle del río Rumblar, por sus afluentes, con la intención de horadar el subsuelo de Sierra Morena y obtener el valioso mineral de cobre que acogía y que en parte aún guarda en sus entrañas. Derraman sus viviendas por espolones de pizarra que se asoman al río, bien defendidos por barrancos naturales o mediante fuertes murallas y macizos bastiones, y elevan recios fortines en cada uno de los oteros que se asoman al valle, a la campiñuela. Su objetivo no era otro que controlar visualmente pasos y caminos, someter el territorio que habían comenzado a poblar y participar de los mercados mineros del momento. Y en ese marco histórico es donde se gestan los primeros vestigios humanos que van a salpicar el entorno del santuario, como así lo ponen de manifiesto el pequeño poblado de la Cuesta de los Santos o el fortín de La Mesta, junto a la Casería Manrique. Algo más alejado de la ermita se eleva otro fortín: el “Basurero”.

Con posterioridad, siglos después, como legado de aquellos trajines, Roma eleva un nuevo fortín en el Cerro del Salcedo, un ancho castillete que escudriña cualquier movimiento en el llano. Su ubicación no es casual. Aunque la ciudad de Iliturgi no estuvo plantada donde se creía y Toledo no era lo que sería muchos siglos después, junto a la ermita discurre una vía romana principal que comunicaba la capitalidad de Cástulo con el distrito minero de Sisapo, localizado éste en la vertiente norte de Sierra Morena. En el marco de estos movimientos camineros, el lugar de la ermita y el otero del Salcedo desempeñaron un papel principal, pues en el lugar se bifurcan dos caminos. Por sus condiciones geográficas, es también el acceso natural por donde se subía a los cotos mineros del Río Grande por Navarredonda y, según caso y girando a poniente, proseguía camino para ascender a las minas del macizo del Navamorquín por Baños, Valdeloshuertos y Marquigüelo.

Heredera y partícipe de aquellas briegas, durante los primeros siglos del Imperio surge la próspera villa romana que hoy enseña ruinas frente a la ermita. En su momento, fue tal la importancia que alcanzó, que llegó a cobijar en su seno necrópolis y un balnea, utilizando para aquellas necesidades suntuarias las aguas del cercano arroyo de Santa María. Abandonada durante un periodo de tiempo, el intervalo que media entre los siglos VI y XIV, fue esta explotación agrícola el germen de la torre-castillete que acoge el presbiterio del santuario y la primitiva y sencilla ermita primera.

Así es, a comienzos del siglo XIV se erige la primitiva ermita con obra nueva y sobre una porción de los hormazos de la vieja villa romana, a modo de guardián de un trayecto donde venían a confluir los diferentes caminos que, desde la meseta, salvaban el macizo de esta parte de Sierra Morena para acceder a las tierras del valle del Guadalquivir. Se levanta al modo e intenciones de sus vecinas, las casas reales del Santuario de Nuestra Señora de Zocueca y la que estuviera emplazada en el núcleo de la actual Santa Elena, también conocida durante el tránsito de la Edad Media a la Moderna como “Venta Palacios”. Ordenadas éstas edificar por Fernando III y construidas mayormente durante el reinado de su hijo Alfonso X, vendrían a ser verdaderas “áreas de servicio”. La iglesia de nuestra ermita, bajo los cánones impuestos por las órdenes mendicantes (franciscanos), sería de traza muy sencilla y achaparrada, de una sola nave que se levanta sobre gruesos arcos diafragma y cierra con cubierta de par e hilera y tejado a dos aguas. Como legado de aquella primitiva edificación, podemos apreciamos los pilares que sustentaban los arcos, hoy pilastras, de una profundidad tal que dan forma a las capillas laterales.

En el seno de la ermita, el control del territorio, el hospedaje, el trajín comercial y el soporte ideológico se dan la mano: un macizo torreón alterna con una diminuta ermita y una posada más cuadra que venta. De ahí, de la mezcolanza de su carácter, a medio camino entre torreón militar, hospedería para el caminero y espacio de culto, que fuera escenario de un desencuentro campal durante las guerras de banderías acaecidas en la segunda mitad del siglo XV, que enfrentó a los partidarios del Condestable D. Miguel Lucas de Iranzo y las huestes calatravas:

Y llegando a Señora Santa  Maria del Enzina, que es a media legua de Baños, fallaron ay dos batallas de cavalleros en que avria treçientos roçines e larga gente de a pie de las çibdades de Jahen y Andujar, quel señor Condestable les avia enviado en socorro” (Crónica de los Hechos del Condestable Don Miguel Lucas de Iranzo, que don Juan Muñoz-Cobo atribuye a Pedro de Escavias).

En los años finales del siglo XV, con la definitiva pacificación del Reino, con los nuevos usos agrícolas y comerciales del territorio y con el nacimiento de la “empresa americana”,  se desarrolla un nuevo estatus geopolítico donde el lugar de Baños tendrá una posición destacada. Derivado de esta situación, los Reyes Católicos (1492) conceden al Concejo aldeano de Baños un privilegio real que les autoriza a cobrar la “robda”, un impuesto por el tránsito de personas y mercancías. Este derecho les obliga a guardar y avituallar el camino, pero también les permite disponer de un capital que les facultará para llevar a cabo diversas obras civiles y religiosas, de gran calado. Así, se eleva el cerco aldeano, se construye la parroquia de San Mateo y se comienza a edificar la Casa Consistorial. También será el inicio de remodelaciones en la primitiva ermita y que tendrán su máxima expresión en la reforma ejecutada en 1621, que configura en gran medida la iglesia actual. Pero no será la única. Hay intervenciones anteriores, que mejoran la fábrica y le dan mayor anchura (final del siglo XV), y las habrá posteriores y secuenciadas, como el levantamiento de la sacristía, el añadido del camarín, y la construcción del albergue anejo. Esta hospedería hará competencia  a las ventas de Guadarromán -en manos del duque de Arcos- y Miranda, propiedad del Concejo de Baños, en el tramo final de funcionamiento del Camino de Castilla por el Puerto del Rey -un viario situado a poniente del Muradal que discurre por tierras de Baños-.

Los siglos XVII y XVIII pondrán los pilares de lo que el lugar hoy es, un inmenso y ondulado mar hilvanado de olivos, una economía de porte agro transformador que sustenta la pujanza social y constructiva que da definitiva forma a la imagen urbana del conjunto histórico de Baños de la Encina. En todo este proceso desempeñaron un papel destacado cuatro caserías o haciendas almazaras, entorno a ellas giró tan tremenda transformación agro tecnológica. Volviendo a lo que nos trae, que no es otra cosa que la ermita, tres de ellas están localizadas en un entorno más o menos cercano al santuario. Así, Salcedo está situada a tiro de piedra, Manrique y Casa del Conde molturan un poco más alejadas.

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Siguiendo con el símil, mientras que el diminuto crucifijo que esgrime el rosario se vería encarnado por la pequeña ermita de Jesús, guía de nuestro camino vital hacia la virgen “ego sum via”, la medallita que cierra el rosario estaría personificada en el santuario, más concretamente en el Camarín de la Virgen de Encina. No es una afirmación gratuita.

En el rezo del Santo Rosario, aunque la letanía lauretana o súplica a la virgen no forma parte integrante de éste, viene a ponerle un magnífico colofón final, un excepcional estrambote sacro. En este sentido, si diseccionamos la iconografía presente en el Camarín de la Virgen, lo que nos pueden parecer sencillos adornos vegetales no son tales. Realmente, lo que hay en su interior es una magnífica combinación de los diferentes símbolos lauretanos que identifican a nuestra señora: la luna llena, el sol, las estrellas, la fuente, el árbol, la torre de David… la civitas dei, la ciudad de Dios, el Jerusalén celestial que, como la madre de Jesús, acoge a todos sus hijos en su seno. El autor, con sus trazos, dibujó en estas cuatro y acogedoras paredes la letanía que pone fin a la oración del Rosario.

Lo que nos parece una escenografía vacía, profundiza más allá de lo que podíamos imaginar. En el Camarín, el maestro de obras moldea un escenario cargado de mágica simbología, una alcoba mistérica. Eleva en tres dimensiones una magnífica ALEGORÍA a Nuestra Señora de la Encina.

…Espejo de justicia,
Trono de la sabiduría, 
Causa de nuestra alegría, 
Vaso espiritual, 
Vaso venerable,
Vaso insigne de devoción, 
Rosa mística, 
Torre de David, 
Torre de marfil, 
Casa de oro, 
Arca de la alianza, 
Puerta del cielo, 
Estrella de la mañana, 
Salud de los enfermos, 
Refugio de los pecadores, 
Consoladora de los afligidos, 
Auxilio de los cristianos…

(Extracto de la letanía lauretana)





domingo, 15 de abril de 2018

Pantanillo del Rumblarejo


Pantanillo sobre el arroyo Rumblarejo, hoy colmatado por completo. Elevado con pizarra y rematado con ladrillo macizo, presenta rebosadero y vertedero, que vuelca a la canal, de piedra y ladrillo.

Aunque parece un ingenio sin importancia, abasteció de agua a una de las caserías más importantes del municipio, la de Manrique, una de las cuatro haciendas molinos (Conde, Salcedo y Mendozas) que pilotaron una economía sustentada sobre un temprano desarrollo del olivar (ya desde mediados del siglo XVI).

El agua, más que necesaria para esta industria, alimentaba las calderas del molino.

Con lluvia, el paraje, a la espalda de la Cuesta de los Santos, ¡espectacular!

















miércoles, 4 de abril de 2018

Un cuentecillo sobre la madre tierra (2)

¡Ejem, ejem!..., venga, escuchad. Al comienzo de todo, cuando el mundo no se parecía a nada de lo que hoy conocemos, cuando aún andaba a gatas, un dios hacedor y talante extraño, llamado Caos, reinaba sobre todo lo existente, que no era otra cosa que un gran desorden formado por rocas, magma y turbulencias de agua hirviendo. Engreído de su poder y soberbia, solía dormir siestas interminables sin prestar atención a los trajines y conspiraciones que tramaban las fuerzas de la naturaleza: los vientos y las aguas, la luz y el fuego, las rocas y las plantas… Todos ellos, día con noche, tramaban y decían que el mundo debía cambiar y tener un orden, y cada cual, según opinión propia, lo dibujaba según la naturaleza de la que estaba hecho. En uno de aquellos eternos y somnolientos descuidos del creador se rebelaron contra el primero, sepultándolo en lo más profundo de la tierra. A renglón seguido, estando la fuerza del lado de la tierra y el agua, llegó el equilibrio, el mundo quedó ordenado en dos partes totalmente idénticas en tamaño. La una era todo mar y oscuridad, con crustáceos y moluscos grandes, chicos e insignificantes, extensísimas praderas de coral y unas simpáticas ninfas, pequeñas y blancas, que tomaban mil y una formas a su antojo. Se trataba de diminutas hadas que habitaban en las aguas profundas, tan cristalinas y menudas que parecían translúcidas. La otra mitad era un lugar salpicado de rocas y bañado por una luz tenue, apagada, con sus árboles, matorrales y gran cantidad de animales de pelo, ninguno de pluma, herbívoros de cien tamaños y formas. Mientras esta segunda estaba bajo la tutela de Andara, la diosa tierra, la primera era potestad de su hermana, Malac, que tenía la forma de un gigantesco disco lechoso y habitaba en lo más profundo de las aguas. Aún siendo las hermanas mellizas, la diosa del mar, que fue la que llegó después en el parto, era de natural más inquieta e inconformista, siempre dispuesta a deshacer la igualdad con la que se ordenó el mundo.

El resto de seres que daban forma al mundo, el fuego y los vientos, las plantas y la fauna, quedó al amparo y capricho de estas dos diosas, que día con día se tiraban de los pelos.

La línea que separaba una parte de la otra, el agua de la tierra, la noche del día, estaba trazada entre los cerros del Cueto y Gólgota, dos montes escarpados, de gran pendiente, que estaban coronados por sendas mesetas, dos amplias llanuras de mucha piedra rosácea. Entre el uno y el otro, en la vaguada, existía un gran tapón de pizarra, tierra y materia vegetal, de un tamaño descomunal, que impedía que las negras aguas penetraran en los dominios de Andara. Se contaba que si el mar salado, en algún momento, llegaba a ocupar la tierra sobre el reino de la diosa primera, Andara, caería la oscuridad más cerrada, la noche eterna. Con tal motivo, la frontera era guardada por unos seres llamados gamusinos, unas criaturas de fuego que nacían de las esporas que Andara esparcía al viento por medio de sus cabellos. Una vez cuajaban y tomaban forma, la diosa les insuflaba vida mediante un soplo de su aliento. Eran orondos y juguetones, gustaban de rodar por uno y otro cerro sin más intención que chamuscar toda maraña vegetal. Con suerte, conseguían frenar su trepidante descenso antes de entrar en contacto con el agua, pues de lo contrario se apagarían quedando sin vida. Habitaban en la cima de uno y otro cerro, en casuchines de roca, más pedregal desordenado que chozo bien puesto, en realidad un quemado erial salpicado de majanos. Su obligación no era otra que proteger la frontera, manteniéndola a salvaguarda de Malac y sus malvadas intenciones, de tal forma que todo siguiera como quedó establecido tras fenecer el reino de Caos.

Los gamusinos, gamberretes de armas tomar, con sus estrepitosos juegos y desatinos lanzaban al oscuro cielo de la vecindad trepidantes llamaradas de fuego, a modo de relámpagos de luz que surcaban la negra y perenne oscuridad. Su única y traviesa intención era asustar a los seres que habitaban el mar, sobre todo a las llamadas como noctilucas, las diminutas ninfas, menudas y transparentes, que disfrutaban de cuando en cuando asomando la cabecita por encima del agua con el único propósito de respirar el viento de la eterna noche. Estas simpáticas y volubles criaturas nacían y cobraban vida con cada uno de los blancos destellos de luz que Malac emitía en las profundidades marinas.

Los gamusinos, que se alimentaban del oxigeno que contenía la plomiza luz de su parte del mundo, no necesitaban de otra materia para vivir. Aún así, por una natural inquietud, viendo como los animales comían toda clase de verdín los emulaban intentando coger  con sus manazas las frutas y ramajes que poblaban la tierra. Por aquellos lejanos tiempos no se daba más vida vegetal que las recias encinas y los altivos alcornoques, las bellotas que ambos producían y los pastos que nacían a su sombra. De toda aquella hojarasca, también de la rociá que vestía de agua las muchas hojas de tanto bosque, se alimentaban los grandes herbívoros que lo poblaban. En su afán por jugar y por su mucha ineptitud, cuando los gamusinos intentaban arrancar cualquier follaje, o simplemente lo tocaban con sus abrasadoras extremidades, el ramaje se deshacía en pavesas y ceniza ante la cara de incomprensión del bicho. Por motivos como éste, por su escasa inteligencia, se lamentaban a diario de su suerte y envidiaban la armonía y felicidad de todas las criaturas. Y esa rabia la pagaban con sus vecinas, las noctilucas juguetonas y danzarinas, que disfrutaban con cualquier dicha sencilla.

Un día con otro Poloc, uno de aquellos trastos de criatura, porque no le vieran llorar se alejaba por levante del Cerro del Cueto, donde habitaba, y sollozaba a solas en la linde del mar. Con cada lamento que soltaba caía una lágrima, que cuando entraba en contacto con el agua marina se transformaba en una menuda piedra blanca -aún hoy son visibles en el Camino de Majavieja, mezcladas con la tierra-. Como balas de luz, las piedrecicas llamaron la atención de Malac, que puso oído y escuchó los lamentos del llorica. Conociendo la situación, por interés propio, tentó la doblada voluntad del quejica. Su intención no era otra que conseguir que traicionara su obligación y con tal motivo utilizó algunos de los frutos que daba el mar, en concreto le ofreció corales de todas formas y tonalidades, cuyos cuerpos sacados del agua adquirían una dureza similar a la de las rocas, manifestaban multitud de colores y obtenían una belleza indescriptible. Siendo estos objetos de mucho placer para los gamusinos, aunque no los pudieran ingerir, disfrutaban de su magnífico colorido, ¡qué bueno, podían tocarlos!, ¡no se deshacían fulminados entre sus ardientes manos!

Con sus malas artes y el pregón de Poloc, Malac consiguió atraerse a unos pocos más, después aumentó el número que se apegó a su bando y finalmente cayeron bajo sus garras todos los gamusinos de la frontera. Con los bichos bajo su acomodo, por orden de la diosa del mar y siguiendo sus traicioneras instrucciones, los falsarios guardianes quemaban de tanto en tanto la frontera vegetal que separaba tierra y mar, cada día un poco, muy poco, de tal forma que nadie era consciente de que las aguas iban erosionando la muralla rocosa y un hilillo hídrico se iba colando por el barranco de Valdeloshuertos… ¡a fin de cuentas que otra cosa hacían de ordinario que no fuera chamuscar todo verdín con el que tropezaban!



martes, 3 de abril de 2018

Un cuentecillo sobre la madre tierra (1)

La mañana, aunque gélida, se deja llevar en el interior del local pues los rescoldos del horno aún mantienen una temperatura más que agradable. El abuelo bulle poniendo en orden las herramientas utilizadas aquella noche previendo el barullo que tiene por delante. Con la misma, refunfuñando, se arma de valor para atender la carga familiar que le han endiñado, que no es otra que cuidar durante unas horas de un hato de nietos.

Arturo, sentado sobre un amago de taburete, un contenedor chico de pan, amarillo y desvaído, dibuja seres de todo pelaje apoyado sobre una mesa provisional, un carro de mayor tamaño de un gris descolorido. Por compensar el desajuste, Juan Manuel no para de correr describiendo diferentes y extraños círculos, deformes, como un autómata sin rumbo. Cuando cae y llega el primer porcino, duro como el pedernal y sin hacer amago de llorar, cambia el tercio y se sube a una bicicleta pequeña, sin pedales, que lo lanza cómo una exhalación. Un nuevo encontronazo le obliga a mudar y vuelve a los trompicones pedestres que le duran hasta una nueva caída, lo suficiente para volver una y otra vez al vehículo rodado. Naiara, en silencio, tan ajena al tumulto como lo está su primo mayor, se inventa una y cien aventuras que con cierta picardía deja traslucir su cara. Sus manos, ajenas a los desatinos de su mente, ordenan piedras de diferentes colores y cachos de herrumbre, los coloca con paciencia en una vieja caja metálica que originariamente debió contener porciones de carne de membrillo. Por su parte, Catalina mantiene una perorata ininteligible con ella misma: ahora simula regañar a los demás moviendo enérgicamente las manos, pero sin mirar a ninguno en concreto, ahora se reprende a si misma. Claudia, desde una silleta y al calor del horno, observa sin más el trajín del resto, hace unos instantes que dejó de llorar y mira a unos y otros como quién descubre un mundo nuevo en cada ademán que realizan los primos.

Dejando el trajín oratorio que se trae, Catalina va a sentarse junto a su hermano. Se suele quejar por norma, sin motivos aparentes, como ahora. Con remilgos sopla y limpia el polvo que acumula el culo de otro cajón amarillo, se sienta frente al allegado. Con los codos sobre la coyuntural mesa de Arturo, apoya la cabecita sobre la palma de sus manos manifestando con claridad que está aburrida. Sigue con la mirada el bullir del viejo progenitor: –venga abuelo, deja el lío que te traes entre manos y relátanos algún cuento de los que te guardas en la mollera, de ésos que hablan de la luna y su hermana tierra, de hadas, fuentes y señores de fuego, –le espeta sin miramiento ni discreción.

El abuelo, hasta entonces alejado del bullir de los infantes y abrumado por el descaro de la nieta, se ve obligado a mezclarse con la chiquillería. Se sienta en una silla baja que fue de su madre, la que utilizaba para las labores de costura. Juan Manuel abandona momentáneamente el velocípedo y deja caer brazos y cara sobre la rodilla del abuelo. Un rotundo “venga” del chiquillo le obliga a atender las peticiones de la jauría de enanos.

A ver, prestad atención, que luego me pedís que lo repita cuando estemos en mitad de la faena. Sin más prólogo, el abuelo da comienzo a la narración de una fábula que se pierde en los tiempos, un mito de viejo que se habrá contado miles de veces por estos rincones de Sierra Morena, una ficción que durante generaciones ha proyectado su eco en el altozano del cotanillo:

Pintaba una noche tan clara como la misma alborada, la tarde anterior había llovido y corría un relente que encogía los cuerpos. Lubbo, un mozalbete destartalado, algo cojo y tartaja consumía la madrugada haciendo guardia sobre la gran peña de la diosa tierra, la que desde el principio de los días era llamada con el nombre de Andara. Al abrigo de una lumbre y elevado al espolón de Peñalosa, tenía bajo su visual las aguas y la caja del río Rumblar, el manso arroyo de Valdeloshuertos y el cantarín de la Rumblosa, también y por frente el fértil llano del Marquigüelo. En el enclave, llama la atención una gigantesca roca de pizarra cortada en vertical, donde anidan desde siempre búhos de un tamaño descomunal y cigüeñas de un plumaje tan negro como lo hondo de la Cueva de la Mona. La obligación que el mozalbete tenía aquella noche, como venía ocurriendo cada cierto tiempo entre los más jóvenes de la tribu, era vigilar el trayecto que la “gran azul” dibujaba en el cielo estrellado, una luna un tanto especial que cada cierto tiempo se elevaba viajando por la cúpula celestial. La misión del arrapiezo de turno consistía en controlar que la traza que describía el astro fuera la correcta, en caso contrario debería avisar al chamán del poblado que se derramaba por debajo de la roca. Según era norma desde que finalizó la primera guerra, la luna debería ocultarse con el alba, según se decía en lo hondo del apretado barranco de la Salsipuedes, lugar que la protegía del efecto dañino de los rayos solares. Nunca habría de quedarse quieta en el cielo estrellado, jamás debería mudar el tono de su superficie de un blanco azulado a un rojo sangre. Y esa era la encomienda que tenían los jóvenes del lugar, vigilar lo que acontecía desde la luna que precedía a la mencionada luna azul hasta que emergiera la siguiente en los cielos. Un periodo de una veintena de días.

Noche tras noche le correspondía la guardia a uno de los rapaces del poblado. La misión no era otra, como se ha mencionado, que custodiar qué no ocurriera nada irregular con el astro. Mediante esta prueba, y alguna otra que certificara la madurez del gañán de turno, demostraban a la comunidad su hombría. De este modo, superadas estas razones, podrían participar de las decisiones que tomaban los mayores de la tribu.

Si todo andaba como debiera, cada noche, desde la anterior nueva, el lucero iría creciendo hasta convertirse en una gran azul. Después, cada anochecer, volvería a aparecer por levante un poco más chiquita y con un tono cada vez menos azulado. Finalmente, volvería a la normalidad vistiéndose en la siguiente luna llena como el disco blanco y lechoso que siempre lucía en las noches más oscuras. Y así era de obligación que fuera por toda la eternidad.

A hurtadillas, con una velocidad inusitada y por encima de la muralla, por las puertas norte y sur, desde la acrópolis y las terrazas inferiores…, fueron apareciendo numerosas sombras, muy menudas, que apretadas contra el suelo se iban acercando al puesto de guardia. Buscaban el calor de la hoguera que comandaba Lubbo, su tertulia y su gracejo para contar chismes. La chiquillería del poblado, sabiendo que el turno de guardia correspondía al simpático amigo mayor, lo buscaba por oír sus relatos pese al desasosiego y el miedo que les provocaba la negrura de la noche. Aunque de cotidiano se atrancaba al hablar y tartamudeaba de una forma ridícula, cuando Lubbo recitaba sus historias, al estilo de los viejos bardos, lo hacía de un tirón y con apreciada musicalidad. Esta cualidad favorecía que los zagales, pero también los mayores, quisieran escuchar sus fábulas. Después de muchos apuros para subirse a la cima de la roca, según iban llegando a la altura del guardián, en silencio, se dejaron caer. Unos sobre una bancada de piedra agarrada a la atalaya, otros en algún pizarrón suelto, los más sobre el mismo suelo y a la querencia de la lumbre. Lubbo, sabiendo a qué venían, en su papel de rapsoda y sin necesidad de que le insistieran, se dispuso a contar una de las muchas quimeras que conocía. En esta ocasión y estando en la coyuntura que estaban, eligió narrar una leyenda vieja, viejísima, la que dio origen a la obligación de montar aquellos turnos de guardia.

Así es, pues siendo el momento que era y estando con la misión que tenía entre manos, les narraría el legendario origen del mundo tal y como lo conocían. De cómo quedó establecido el orden tras la contienda que enfrentó a la diosa Andara y a su hermana Malac, la luna, dueña de la noche y de los mares. También les versaría cómo nació de las entrañas de la tierra Neitín, el hijo sol. Recitaría, cómo no, qué les obligaba a vigilar el camino que la luna marcaba en la esfera celestial, sobre todo en días como aquél en los que iba enfundada con el manto azul de la diosa madre.

Se aclaró un poco la garganta con el agua de un frasco de barro, ligeramente carenado y de un brillo negro, casi cobrizo. Ahora, con la voz entonada, se dispuso a contar la historia, el mito del origen del centro del mundo, la génesis de su pueblo. Comenzó con la voz un tanto atiplada, por no llamar la atención de la gente que dormía en el poblado. ¡Shhhh!, silencio, comenzamos.