miércoles, 4 de abril de 2018

Un cuentecillo sobre la madre tierra (2)

¡Ejem, ejem!..., venga, escuchad. Al comienzo de todo, cuando el mundo no se parecía a nada de lo que hoy conocemos, cuando aún andaba a gatas, un dios hacedor y talante extraño, llamado Caos, reinaba sobre todo lo existente, que no era otra cosa que un gran desorden formado por rocas, magma y turbulencias de agua hirviendo. Engreído de su poder y soberbia, solía dormir siestas interminables sin prestar atención a los trajines y conspiraciones que tramaban las fuerzas de la naturaleza: los vientos y las aguas, la luz y el fuego, las rocas y las plantas… Todos ellos, día con noche, tramaban y decían que el mundo debía cambiar y tener un orden, y cada cual, según opinión propia, lo dibujaba según la naturaleza de la que estaba hecho. En uno de aquellos eternos y somnolientos descuidos del creador se rebelaron contra el primero, sepultándolo en lo más profundo de la tierra. A renglón seguido, estando la fuerza del lado de la tierra y el agua, llegó el equilibrio, el mundo quedó ordenado en dos partes totalmente idénticas en tamaño. La una era todo mar y oscuridad, con crustáceos y moluscos grandes, chicos e insignificantes, extensísimas praderas de coral y unas simpáticas ninfas, pequeñas y blancas, que tomaban mil y una formas a su antojo. Se trataba de diminutas hadas que habitaban en las aguas profundas, tan cristalinas y menudas que parecían translúcidas. La otra mitad era un lugar salpicado de rocas y bañado por una luz tenue, apagada, con sus árboles, matorrales y gran cantidad de animales de pelo, ninguno de pluma, herbívoros de cien tamaños y formas. Mientras esta segunda estaba bajo la tutela de Andara, la diosa tierra, la primera era potestad de su hermana, Malac, que tenía la forma de un gigantesco disco lechoso y habitaba en lo más profundo de las aguas. Aún siendo las hermanas mellizas, la diosa del mar, que fue la que llegó después en el parto, era de natural más inquieta e inconformista, siempre dispuesta a deshacer la igualdad con la que se ordenó el mundo.

El resto de seres que daban forma al mundo, el fuego y los vientos, las plantas y la fauna, quedó al amparo y capricho de estas dos diosas, que día con día se tiraban de los pelos.

La línea que separaba una parte de la otra, el agua de la tierra, la noche del día, estaba trazada entre los cerros del Cueto y Gólgota, dos montes escarpados, de gran pendiente, que estaban coronados por sendas mesetas, dos amplias llanuras de mucha piedra rosácea. Entre el uno y el otro, en la vaguada, existía un gran tapón de pizarra, tierra y materia vegetal, de un tamaño descomunal, que impedía que las negras aguas penetraran en los dominios de Andara. Se contaba que si el mar salado, en algún momento, llegaba a ocupar la tierra sobre el reino de la diosa primera, Andara, caería la oscuridad más cerrada, la noche eterna. Con tal motivo, la frontera era guardada por unos seres llamados gamusinos, unas criaturas de fuego que nacían de las esporas que Andara esparcía al viento por medio de sus cabellos. Una vez cuajaban y tomaban forma, la diosa les insuflaba vida mediante un soplo de su aliento. Eran orondos y juguetones, gustaban de rodar por uno y otro cerro sin más intención que chamuscar toda maraña vegetal. Con suerte, conseguían frenar su trepidante descenso antes de entrar en contacto con el agua, pues de lo contrario se apagarían quedando sin vida. Habitaban en la cima de uno y otro cerro, en casuchines de roca, más pedregal desordenado que chozo bien puesto, en realidad un quemado erial salpicado de majanos. Su obligación no era otra que proteger la frontera, manteniéndola a salvaguarda de Malac y sus malvadas intenciones, de tal forma que todo siguiera como quedó establecido tras fenecer el reino de Caos.

Los gamusinos, gamberretes de armas tomar, con sus estrepitosos juegos y desatinos lanzaban al oscuro cielo de la vecindad trepidantes llamaradas de fuego, a modo de relámpagos de luz que surcaban la negra y perenne oscuridad. Su única y traviesa intención era asustar a los seres que habitaban el mar, sobre todo a las llamadas como noctilucas, las diminutas ninfas, menudas y transparentes, que disfrutaban de cuando en cuando asomando la cabecita por encima del agua con el único propósito de respirar el viento de la eterna noche. Estas simpáticas y volubles criaturas nacían y cobraban vida con cada uno de los blancos destellos de luz que Malac emitía en las profundidades marinas.

Los gamusinos, que se alimentaban del oxigeno que contenía la plomiza luz de su parte del mundo, no necesitaban de otra materia para vivir. Aún así, por una natural inquietud, viendo como los animales comían toda clase de verdín los emulaban intentando coger  con sus manazas las frutas y ramajes que poblaban la tierra. Por aquellos lejanos tiempos no se daba más vida vegetal que las recias encinas y los altivos alcornoques, las bellotas que ambos producían y los pastos que nacían a su sombra. De toda aquella hojarasca, también de la rociá que vestía de agua las muchas hojas de tanto bosque, se alimentaban los grandes herbívoros que lo poblaban. En su afán por jugar y por su mucha ineptitud, cuando los gamusinos intentaban arrancar cualquier follaje, o simplemente lo tocaban con sus abrasadoras extremidades, el ramaje se deshacía en pavesas y ceniza ante la cara de incomprensión del bicho. Por motivos como éste, por su escasa inteligencia, se lamentaban a diario de su suerte y envidiaban la armonía y felicidad de todas las criaturas. Y esa rabia la pagaban con sus vecinas, las noctilucas juguetonas y danzarinas, que disfrutaban con cualquier dicha sencilla.

Un día con otro Poloc, uno de aquellos trastos de criatura, porque no le vieran llorar se alejaba por levante del Cerro del Cueto, donde habitaba, y sollozaba a solas en la linde del mar. Con cada lamento que soltaba caía una lágrima, que cuando entraba en contacto con el agua marina se transformaba en una menuda piedra blanca -aún hoy son visibles en el Camino de Majavieja, mezcladas con la tierra-. Como balas de luz, las piedrecicas llamaron la atención de Malac, que puso oído y escuchó los lamentos del llorica. Conociendo la situación, por interés propio, tentó la doblada voluntad del quejica. Su intención no era otra que conseguir que traicionara su obligación y con tal motivo utilizó algunos de los frutos que daba el mar, en concreto le ofreció corales de todas formas y tonalidades, cuyos cuerpos sacados del agua adquirían una dureza similar a la de las rocas, manifestaban multitud de colores y obtenían una belleza indescriptible. Siendo estos objetos de mucho placer para los gamusinos, aunque no los pudieran ingerir, disfrutaban de su magnífico colorido, ¡qué bueno, podían tocarlos!, ¡no se deshacían fulminados entre sus ardientes manos!

Con sus malas artes y el pregón de Poloc, Malac consiguió atraerse a unos pocos más, después aumentó el número que se apegó a su bando y finalmente cayeron bajo sus garras todos los gamusinos de la frontera. Con los bichos bajo su acomodo, por orden de la diosa del mar y siguiendo sus traicioneras instrucciones, los falsarios guardianes quemaban de tanto en tanto la frontera vegetal que separaba tierra y mar, cada día un poco, muy poco, de tal forma que nadie era consciente de que las aguas iban erosionando la muralla rocosa y un hilillo hídrico se iba colando por el barranco de Valdeloshuertos… ¡a fin de cuentas que otra cosa hacían de ordinario que no fuera chamuscar todo verdín con el que tropezaban!



No hay comentarios:

Publicar un comentario