sábado, 24 de marzo de 2018

Novelas de "pistoleros"

No eran los rincones y estantes de la casa familiar de dar cobijo a libro o papel alguno, ni siquiera a los que solían estar más a la vista y que daban lustre cuando llegaban las visitas. Y sí era un servidor de mucho olisquear donde hubiera una mota de polvo y ninguna huella que la hubiera profanado.

En una correría por el Santo Cristo y con mi abuela Pura fuera de guardia, olisqueé lo posible y removí cuanto pude en la cámara de mis mayores. Frente a la ermita y plantada en un ancho callejón, era casa en sempiterna y obligada mudanza, que recuerdo de poco mueble para tan ancho hogar. Estaba situada a espaldas de mi chacha Mariana, corral y “mentidero” por medio. Ofreciendo puerta por patio y por calle terriza y regular, pues de tanto en tanto mudaba de viario a corralón de vacas, los nietos teníamos por firme costumbre entrar en la casa por la ventana de la cocina, un habitáculo pulcro y diminuto. Aunque en el altillo había poco que calcucear, pues mi abuelo era de ganar cuatro reales a media mañana y no llegar con cuartos a la noche, rebuscando encontré argumentos que me parecieron fuera de lugar y ajenos a los usos de la prole. Olvidados en un rincón, envueltos en el lienzo de la desmemoria, tropecé con algunos cuentos de “Roberto Alcázar y Pedrín” y un buen tocho de novelas de pistoleros en un lamentable estado de deterioro. Las unas tenían descompuesto el lomo, los otros andaban sin portada, casi todos hacían gala de unas páginas amarillentas y roídas, cosidas con alambre previendo evitar destrozos mayores. Con el botín, me dejé caer sobre una mecedora vieja, de tela desteñida y con algunos jirones, comencé a hojear uno de los folletines. No pasaron unos minutos cuando presa del interés me sumergí en lo más profundo de sus entresijos… las agujas del tiempo se acunaron en un silencio placentero.

Cuando quise darme cuenta la penumbra se había adueñado del cuartucho, aún así me dio tiempo a leer el wéstern casi por completo, de un tirón. Recuerdo que aquella furtiva tarde, sin tránsito ni aviso, el extraño placer de la lectura me cortejó con insistencia.

Escuché como en el piso de abajo removían sartenes, en la cocina, seguro que mi abuela estaba de vuelta y metida en sus pucheros. Temiendo represalias, cogí al azar dos ejemplares y me los escondí en la cintura, sujetos por la apretura del pantalón, por debajo de la camiseta. Aparejé bien la cincha no fueran a caérseme en la huida, que por entonces estaba uno para no andar sin lastre en días de viento. Bajé las escaleras casi de una y salí de la casa como una exhalación, por la puerta que daba a la calle, no sin oír como en un murmullo que mi abuela trajinaba en la cocina. Quizá fuera porque estaba enfrascada en la hacienda y en los aromas de sus guisos, quizá porque no me faltaron pies para correr, pero lo cierto es que no le di tiempo a que me oliera el rastro.

Pasaron algunos días. En un desliz, dejé las letras descuidas en un rincón del comedor, por entonces la lectura ya era cosa de mi cotidiano. Mi padre se dio de bruces con el botín. El apaño de los alambres le hizo reconocer que las novelas eran de su propiedad, me miró y pergeñó una leve sonrisa. No medió una luna cuando el resto de novelas y cuentos mudaron de la cámara al dormitorio que compartíamos mi abuelo José María y un servidor, habitáculo donde una cama de hierro colado, de cabecero redondo y color azul, un diminuto armario y el poco y necesario hueco para bullir encogidos armaban la estrecha alcoba.

No debió trascurrir mucho tiempo, cuando la desgracia vino a vestir de negro la casa. En aquellas vísperas, cuando acaecía alguna tragedia cercana como lo era la muerte de un familiar, el pueblo tenía por costumbre alejar por unos días y de la casa paterna a los chiquillos. Fue por entonces, en aquella coyuntura, cuando una hermosa canasta arrinconada en el altillo de mi tía Rafaela, hasta el colmo de libros y cuentos, cubierta de polvo, me abrió definitivamente y de par en par el mágico misterio de la lectura. La reducida vereda, que poco antes habían inaugurado los escritos de la cámara de los abuelos, mudó a ancho carril. No cabía vuelta atrás.

Cuando me quedé sin letras que engullir, mi padre me recomendó que cambiara por una módica comisión sus novelas en el Kiosco de Doro, un destartalado casuchín de chapa verde y cristales cuadriculados situado al comienzo del Carril. Y cuando mi progenitor tenía viaje a Linares y yo andaba sin obligaciones, lo acompañaba a la calle Serrallo a las mismas y ahorrando una parte del corretaje fijado. Los años, también su afán porque leyera, auspiciaron mi entrada en un reducido círculo de amigos que intercambiábamos cuentos según precio de cada ejemplar. Cuando me hice veterano en estas artes del trueque descubrí una librería de saldos, con catálogo mensual y compra contra reembolso -Balmes, en Logroño-, con la que me uní en nupcias durante gran parte de mi infancia y la primera adolescencia. Víctima de aquella dependencia, la paga semanal mermaba con mayor o menor premura, de manera proporcional al enganche del momento.

De por entonces atesoro algunos de mis más preciados ejemplares, que quizá no lo sean por su valor literario o económico, pero sí por lo que pesan en la balanza de la nostalgia propia. De entre aquéllos, tiene un papel destacado el primer libro que tuve de los que podría llamar “serios”, un “Diccionario Enciclopédico” que pasó por toda mano, lápiz y bolígrafo de cada uno de los infantes de la familia. Aún lo tengo, algo ajado, bajo una cada de polvo... recordando trayectorias. 

Aunque éramos de poco o nada regalar en fechas señaladas, un buen día, por su cumpleaños, le hice un agasajo a mi padre. Entiendo que tuve el acierto con ofrecerle una colección en facsímil, que no fue otra que una recopilación de viejos cuentos apaisados de “Roberto Alcázar y Pedrín” y “El Hombre Enmascarado”. Se le escapó una sonrisa. De entonces, supe valorar cuánto pesaron los primeros días de escuela en la vida de mi padre, como el apego a la lectura marcó la concepción que se formó de cómo andar por este mundo. Descubrí también, con amargura, que no pudo subirse a un tren que hizo amago de recalar en su estación pero que nunca llegó. Paso de largo, sin hacer escala.



sábado, 10 de marzo de 2018

De iglesias, ermitas y humilladeros - aportación al libro de Semana Santa 2018


El empinado cuestarrón de Trinidad nos obliga a realizar una parada forzosa, necesaria, allí donde la traza viaria que traemos viene a entenderse con calle Eras. Damos entonces un suspiro notable, como si se nos fuera el alma en el intento. Pie en tierra, alzamos la mirada con el proposito de encontrar un mínimo respiro y es cuando la vista se nos estampa con la extraña torre ochavada de la parroquia de San Mateo que en días, y según las crónicas, quizá fuera el viejo templo gótico de Santa María la Mayor. Emerge el campanario cortando el horizonte y asomado por encima de un cerco pétreo, una muralla que los primeros años de la 'modernidad' abrazó entre sus muros a la aldea vieja. Se trata de un enorme paredón, un lienzo formado por sillares de piedra bien labrados y cierta envergadura. Más que defender el pago aldeano, fue instrumento de fiscalización de los arrendamientos ganaderos, portazgos y montazgos. Así es, pues no en vano cobijaba en sus adentros, a la vera de la parroquia, un gran espacio abierto y terrizo, más corral de contaduría de ovejas merinas que lugar de encuentro social y político, aunque también tuviera carácter mercantil. Dando de lado a esta plaza, la mayor a falta de otra con la que compararse, en un giro a la izquierda nuestros pasos nos introducen en un laberinto viario de apelativos sencillos, nombres que se aferran a la dura cotidianidad de entonces: Huérfanos, Fugitivos, Cestería…, menciones que recuerdan los primeros bocetos urbanos que se derramaron a la vera del castillo. Las forman casuchines y casonas en barranco, de pendiente imposible, con fachadas minúsculas y portales angostos. Habitáculos de piedra descompuesta, barro y cal que flanquean calles sinuosas, apretujadas y estrechas, tiradas en paralelo a las líneas de nivel que elevan el cerro del Cueto.

En  nuestro requiebro damos esquinazo a otras formas de entender el crecimiento urbano, pues los siglos que se sucedieron tras la baja Edad Media gestaron viarios flamantes y novedosas formas de llamarlos. Unos, cargados de pragmatismo, ligados a los usos de la traza -Iglesia, Pósito, Pilar o Cuidado, cuyo apelativo le venía de canalizar las aguas del mencionado pilar por una cuestecilla empinada y resbaladiza; y los otros emparentados con acontecimientos significativos de la vida social: del Potro, mudada a de la Cruz por los eufemismos propios de cada época, Donosa, Chacona... Con la Edad Moderna, la población saltó el cerco aldeano haciendo que una parte del entorno agrícola y uso común se viera salpicado de edificaciones de todo pelaje. Este es el caso de Ejido, Lejidillo, Eras, Serna o la Becerrá; por la misma, en el espacio que mediaba entre la aldea y los ruedos se multiplicaría la presencia de industrias e ingenios que aportaron su consecuente apelativo viario: Piedras, Molinos, Mazacote, Canteras y Herradores. Asimismo, ese afán económico y urbano flanqueó de casonas los caminos y cañadas, y los transformó en calles de honda resonancia: Pozo Vilches o Real que luego sería Carretera, Pozo Nuevo, Mestanza o Carril. Pero, ante todo, el nuevo orden villano mudó lo terreno en celestial santificando calles, altozanos y callejas, de tal forma que se gestaron apelativos de nuevo cuño para viarios de larga tradición pagana. De esta manera, mudó Cueto en Santa María, del Horno en Madre de Dios o Camino de Linares en Trinidad, y se parieron otros de nueva impronta como plazuela del Rosario, Visitación, Calvario o San Ildefonso.

En dos traspiés nos ponemos en los canteros de la Cestería, ahora Conquista, y arrimados al Laero, un quiñón en barbecho perenne salpicado de almendros y alcaparreras mustias, que se desliza por la solana del castillo. Desde lo hondo, más que verlo trastear en el otero, escucho su retahíla de vituperios y salmodias.

Se trataba de un tipo delgado como pellejo seco, nervudo, arrugado de tanto pelear con la vida. De sempiterna garrota machacona, gorra descolorida y cazadora deslucida, se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo, pues su voz de pregón le precedía en un afán constante por no quedar ajeno a las escenas que pisoteaba. Aquella mañana, como la anterior, como la que le precedió…, como todas, se asomó desde el altozano del Cueto al hoyo de la Cestería, mirando de reojo a la Peñasca y clamando con la garrota en alto que no, que lo esperaran para más adelante. Y tronó mil nombres de los muchos que han penetrado en la fortaleza y de los cientos que vaticina que todavía la visitarán. Poco importaba que alguien lo oyera o no, cada mañana, cada tarde y casi cada noche su voz tenía la obligada norma de rasgar la plácida atmósfera de Santa María.

Ahora, situados sobre una meseta artificios y al exterior del recinto fortificado, mirando a poniente escudriñamos el vecino cerro del Gólgota por apreciar si en la solana hay vacas que aventuren lluvia, pues los bichos antes que los nublos asomen por las lomas de Mosquila los barruntan y anuncian precipitaciones ¡cosas de viejos! Aquella mañana de otoño y gélida tuvo como preámbulo una oscura noche de agua. El café, hirviendo, me armó de valor para encauzar la empinada escalera y buscar sus monólogos. En nuestros encuentros poco lugar había para que uno diera opinión. Mi función no era otra que escuchar, filtrar algún que otro chisme bondadoso, reírte de cualquier desvarío y aprender, y mucho. La garrota, como sus cuerdas vocales, andaban en un movimiento constante. Después de su saludo de rigor, '¿cómo están los chiquillos?', nos varamos un instante estudiando el horizonte. Era una manera más o menos acordada de dejar claro los intereses del día: aquella mañana no tenía tarea pendiente y así lo dejé entrever respondiendo con alguna barbaridad a los improperios y amenazas huecas que seguía disparando.

En días como aquel, de agua y tierra removida, gustábamos de rodear el castillo y olisquear alguna moneda negruzca y de poco valor, alguna flecha oxidada o algún tiesto fuera de lugar que llamara la atención. La hacienda, como siempre, solía tener escasa recompensa. Viramos hacia el callejoncillo que lleva a la puerta del castillo. De entre la piedra del murete de la diestra, junto al verde de los jazmines, asoma una pequeña traza de calicanto, se la indico. Con seguridad era parte integrante de una estructura defensiva, una entrada en codo muy utilizada por la arquitectura militar almohade allá donde el foso de agua era argumento imposible. Por su parte, a modo de respuesta y con un pertinaz movimiento de la garrota, me señala violentamente un tramo de barro moteado de blanco, junto a la farola de la izquierda. 'Un pingue', me indica, como si no conociera ya la cantinela. Una muela aislada y trozos de una posible rótula inculcan fe a los no creyentes de que la tumba, en su día, estuvo donde índica la punta del báculo. En unos pasos y amena charla nos plantamos junto a la puerta. A nuestra espalda, infiltrado entre la tapia que delimita los corrales de las casas vecinas, un nuevo testigo de tapial viene a ratificar la presencia del artificio codado, que no barbacana.

Como venía ocurriendo casi a diario, a media mañana un tropel de vociferantes escolares intenta colarse en avalancha para llenar de carreras las entrañas de la fortaleza. El caporal introduce el hierro en la cerradura, más ganzúa estrambótica que llave. Apenas logró abrir el portalón, no sin esfuerzo y alguna maña, cuando la marabunta ya entraba como una exhalación. Por su parte, el augur retrocede unos pasos mientras repica sobre el empedrado con el remache de hierro de su garrota y se detiene en firme junto a un panel interpretativo. Alza el cayado y lo dirige a las ruinas de Santa María, poco más que una cripta despedazada y un ábside desvestido de sillares, quizá una antigua torre albarrana desgajada hoy de la fortaleza. 'Socólogo, ¿qué barruntas tú de esto?', espeta al viento sabiendo que estoy a sus espaldas.

De cuando chico, recuerdo momentos inolvidables que tienen como atrezo aquel escenario. No en vano, Santa María era lugar inevitable de juegos y disparates, de uno y mil desencuentros de la chiquillería de entonces. Del desván de la memoria destapo imágenes jugando al trompo y los mecos junto a un rondel pintado, a las bolas sobre un cuadrado rayado en la tierra, a la lata o la mosca borriquera…, siempre bajo las barbas del coloso y a unos metros de donde andaba la vieja portada renacentista de las postales de antaño. Al hilo, me imagino vigilante y con un ojo puesto sobre los negros mechinales de la muralla, por ver si se despeña una cría de primilla. También me veo embarcando balones Laero abajo, correteando por el trigal verde y queriendo evitar que Daniel nos rajara la pelota por amortizar el daño hecho en la siembra…; y a media luna, aprecio como una candelaria se consume y con ella las ilusiones se vuelven pavesas y ceniza. De las entretelas de la desmemoria, cuando zagalón, rescato ir de litros y poncharrinas, sentarnos en las gradas de una escalinata de pendiente inmisericorde, que en un afán de dar la nota ocultó gran parte de las ruinas de la ermita. Y también me veo difusamente, intentando en vano colarme en el baile del castillo, cuando las fiestas del Emigrante. Tras fracasar no me quedaba otra que acabar engullendo chumbos de las palas cercanas… Una ráfaga de viento frío, como aquellas que te cogían en lo ancho del patio de armas de castillo en noches de verano, levanta una polvareda gélida que te trae al presente.


Puesto ahora en estas cosas de los templos del señor, que era en lo que andaba con el mentor, los primeros datos que disponemos los ofrece un censo “los vesinos e moradores de Baños, lugar de la noble çiubdad de Baeça…” (AGS, Secretaría de Mar y Tierra, Guerra Antigua, legajo 1313). El documento, fechado en 1407 (en Argente del Castillo Ocaña, C. y Rodríguez Molina, J.: “Reglamentación de la vida de una ciudad en la Edad Media. Las Ordenanzas de Baeza), nos aporta algunos apuntes más que interesantes. De una parte, que la cuantía de vecinos rondaba la centena (cabezas de familia). De ellos un 10% eran viejos e impedidos, una treintena ballesteros y el resto, el grupo más numeroso, lanceros escudados. El perfil militar de algunos de estos inquilinos, una mínima parte, se complementa con el desempeño de un oficio administrativo o civil, según caso. Así encontramos en nómina, como era de esperar, personajes que desempeñan funciones de gestión del castillo y la vida pública: alcaide, jurado, escribano o pregonero (viejo impedido); pero el listado también muestra la presencia de oficios con más apego a la tierra, como lo son dos colmeneros, un herrero y dos pastores, uno que ejerce como tal y su padre, viejo, que también fuera pastor en días. Asimismo, se documenta la presencia de un sacristán, que confirma la existencia de un mínimo espacio de culto.

De éstas, del perfil militar de todos los vecinos y de la ausencia de labradores, campesinos u hortelanos que signifiquen un mayor arraigo con la tierra y sus obligaciones, podemos concluir que la población, para aquellos años, se reducía a la que se ordenaba y habitaba en las viviendas presentes en el interior del castillo, un entramado de calles empedradas y casonas que giraban en torno al espacio abierto que rodeaba los aljibes. No descartamos la existencia de un arrabal exterior y reducido, aún incipiente, de casuchines de barro y monte, que siendo ocupado temporalmente estaría localizado en la Cestería. La situación no sería la misma medio siglo después, cuando la agricultura se ha hecho hueco y es pilar económico del lugar, y los arrabales experimentan un interesante proceso de consolidación. Así lo deja entrever la carta perdón que los Reyes Católicos otorgan a Diego de Corvera en 1480, cuyas huestes, hasta ese momento y contra la voluntad de los monarcas, controlaban el castillo:

Por cuanto al tiempo que vos, Digo de Corvera, nos distes e entregastes la fortaleza de Baños que vos tenyades, nos suplicastes e pedistes por merced que vos diesemos perdon e remysion a vos e a vuestro padre, e a (…), que fueron en tomar la dicha fortaleza, e con vos despues han estado en ella (…) E sy por la dicha rason algunos de vuestros byenes bos tyenen entrados e tomados e ocupados, por esta nuestra carta les mandamos que luego vos los den e tornen e restityan,…” (AGS, RGS, IV-1480, fol. 107) Esos bienes, como recogen los fol. 60, fol. 145, fol. 166 y fol. 178, se listan de tal forma “le talaron e fisyeron talar çiertos  panes (tierra calma destinada a cereal) que el tenya sembrados en los termynos de Vaños y arrabales de la dicha çiudad de Vaeça”.

Llegados hasta aquí, es necesario recordar la función real que hasta entonces tenía encomendada la fortaleza (hasta comienzos del siglos XV), mal desempeñada, que no era otra que proteger los pasos, habitar y sacar rentas de las agrestes tierras serranas de su “término privativo”. Del escaso éxito de la empresa es fiel reflejo la ruina del castillo de Burgalimar y el abandono del despoblado de mismo nombre, de los que se deja de tener noticias a finales del siglo XIII. Situados al norte de la parte de Sierra Morena que correspondía al manso de Baños, escoltaban el Camino de Andalucía a su paso por las Tres Hermanas (El Centenillo):

El castillo de Bujalhame esta como ba el camino de Baños a la Mancha por la Venta Carvajal, distante cuatro leguas de esta villa, antes de llegar a NabaGallina, ai dos peñones altísimos al modo de Puerta de Arenas, junto al Campillo, camino de Granada, este camino de Baños, ba el Moral, lugar de la Mancha (…) en uno de estos peñones el de la mano izquierda, que es mas capaz se ven encima de las ruinas de un lugar, que parece ser de trescientas casas, arrimada a estas mesma peña, junto al camino, ay una fuente caudalosa de buenas aguas; a la otra parte derecha, casi sesenta pasos está la otra peña, en cuiaçima se ve un castillo entre estas dos peñas pasa el camino y se cerraba de una a otra con cadena, esta mui cerca de Rio Grande” (Padre Torres, 1677, en Historia de Baeza de José Rodríguez Molina -manuscrito de la British Library-).

Este hecho, el despoblamiento generalizado, viene a avisarnos de que el lugar, todo el macizo serrano desde el Muradal hasta el río Yeguas, venía siendo cobijo y guarda de un número ingente de golfines, los mismos que dejaron en entredicho la encomienda que tenía el castillo de Baños:

…Aquellas otras gentes a quien se llama golfines son castellanos y gallegos, y gente de la profunda España, y son la mayor parte de abolengo, y por no tener bastante de qué vivir, o por haber gastado o jugado lo que tenían, o por alguna afrenta,  han de huir de su tierra con sus armas (…); vánse a la frontera de los Puertos del Muradal (…) por donde pasa el camino que va de Castilla a Sevilla y a Córdoba, y así aquellas gentes roban y saltean a cristianos y sarraçenos…” (Bernat Desclot, Crónica, 1982).

…Castro fue victima de la peste del siglo XIV. Sin embargo, Ferrat, Tolosa y Burgalimar, según hemos visto, deberían su desaparición a la actuación de los golfines” (Juan Carlos Torres Jiménez, 2002).

Un siglo después de aquel primer censo, superados un buen número de desencuentros bélicos -la llamada “Guerra de Banderías”- y toda una guerra civil que gestaría lo más parecido al primer estado español, localizamos un interesante listado de las iglesias y ermitas del Reino de Jaén (1511-1515). Recogido por Rodríguez Molina (1982), se hace eco del mismo Juan Vicente Córcoles en un pequeño libro que dedicó a nuestro pueblo (1992):

Un siglo más tarde -en 1511- la población contaba con un excesivo culto religioso al tener las siguientes ermitas: La Magdalena (en el castillo), Santa María de la Encina (unos 4km al este), San Bartolomé, Santa María (que podía ser parroquia -interpretación del autor-), Santo Domingo, San Martín, San Sebastián y Santa Olalla.”

Contenidos muy parecidos se recogen en el Libro de las “Fundaciones de Úbeda”, del que toma datos nuestro Cronista don Juan Muñoz-Cobo. Reproducido  a finales del siglo XIX (1896), originalmente debió editarse a comienzos del XVII:

Al norte de Bailén, a una legua de distancia está Baños; tiene una Parroquial antigua dedicada a Nuestra Señora y la moderna de San Mateo. La Ermita de la Señora que llaman de la Encina por haberse hallado su Santa Imagen en el hueco de una encina, es antiquísima, (…). Hay también en esta Villa las Ermitas siguientes: De Santo Domingo, de San Sebastián, San Ildefonso, Santa Olalla y el humilladero del Santo Xpt.

Como podemos apreciar en el segundo texto, para aquellos años ya no hay mención de la Magdalena y sí de dos flamantes templos/capillas: San Mateo y el humilladero del Santo Cristo, que sería germen del Santuario de Jesús del Llano. Sobre los motivos que llevaron a la desaparición de la primera, no fueron otros que su estado de deterioro y el abandono creciente en que se encontraba el castillo. Tenemos noticias de ello en un documento del siglo XVI, publicado en 1958 por Santiago Morales en “Castillos y Murallas del Reino de Jaén”:

…el aposento de los alcaides estaba todo caído y arruinado, siendo necesario quinientos ducados para su reparación. / La capilla antigua que había junto al aljibe (La Magdalena) estaba caída y deshecha. / No tenia mas artilleria que una pieza pequena. / A juicio del Corregidor, esta fortaleza tenia necesidad de
muchos reparos y costo grande (2.545.000 maravedis), y era de poco o ningun servicio a S. M., allende de tener dos padrastos muy malos. / Era su alcaide don Juan de Acuna Valenzuela”. (Noticias de los castillos y alcaides, según relación que mandó hacer Felipe II).

En relación con esta capilla de La Magdalena, no es de extrañar que siglos después, como afirmara Diego Muñoz-Cobo Rosales, existiera, a modo de evocación de lo que en tiempos fuera, una Cofradía de Santa María Magdalena, hoy extinta, cuya imagen se aproximaba a la del Cristo con la Cruz para limpiarle el sudor y la sangre. La misma, formaba parte de los pasos que procesionaban en Viernes Santo, subiendo en su itinerario al Castillo en recuerdo de la vieja advocación de la capilla.

De esto y lo anterior, podemos concluir que durante la mayor parte del siglo XV, y hasta entonces, las inquietudes del espíritu que tenía la reducida población del castillo -los vecinos militares censados y sus familiares- eran atendidas por un sacristán ordenado que hacía las veces de capellán. Así lo ratifica el censo de 1407, estando tal menester y para entonces en la persona del lancero escudado y “señero de yuso” (jefe de pelotón) Bartolome Sanchez. El oficio tenía lugar en una pequeña capilla localizada en el interior de la fortaleza, junto a los aljibes, que no era otra que la Magdalena citada en 1511 y en el informe solicitado por Felipe II.

Pero, ¿qué ocurrió en un periodo tan reducido de tiempo, entre 1407 y 1511, para que la población dispersara por el territorio un número tan elevado de edificios religiosos, como así dejan entrever ambos censos?

Hagamos un poco de historia de lo ocurrido hasta el punto en que estamos. Tomada la plaza de Baños en los albores del siglo XIII, unos lustros después el lugar -el castillo, sus pobladores- recibe como privilegios una dehesa -la de Navamorquiella- y un término privativo. A cambio, se encomienda a los vecinos del lugar el orden de los caminos y el control del inhóspito pellejo serrano. Puestos a adueñarse del territorio, pasan a nominar los pagos del entorno como bien lo entendieron. Los de Castilla, que alardeaban de austeros, ser gente llana y sencilla, de poco calentarse la cabeza en devaneos sin necesidad, no tuvieron otra que tirar de su castellano viejo y llamar Cueto al enrisco, Charcones y Cantalasranas al enfango de abajo, Laero a la loma que se derrama a mediodía y, por razón inversa, Turrumbetes al barranco que queda a su espalda…, y al castillo, que no se erige sobre baños, balneario o terma alguna, y sí por levantarse sobre cimiento de edificación antigua y de solera, con muchas raíces y renombre, y por esta razón ser nombrado “bania” en la lengua de sus antiguos ocupantes -andalusíes- dieron por apodarlo “baños” (“bania” es el nombre árabe para denominar un lugar que se eleva sobre un enclave con historia y patrimonio relevante, como es el caso y así han puesto de manifiesto las excavaciones arqueológicas). Con certeza, de la voz árabe se gestó por similitud la castellana, pues es lo que con más garantías se amoldaba a lo oído: “Los topónimos transmitidos por los reconquistadores cristianos casi nunca eran traducciones de topónimos árabes  sino la castellanización de voces árabes, que a su vez podían ser palabras propiamente árabes o bien la arabización de topónimos preislámicos” (Juan Carlos Torres Jiménez, 2002). Por la misma, la defensa de lo encomendado, dieron nuevo uso a edificios de viejo lustre en los que aún podemos apreciar ruinas y restos de tradición romana. Allí donde los hubo y flanqueaban camino, los volvieron a levantar con fines de control y aviso, como ocurrió con el torreón viejo de la Ermita de Nuestra Señora de la Encina, pero también con oteros que andaban a la par de caminos y cañadas, como Santa Olalla, con razón en el punto más elevado del territorio, o Santo Domingo, que hoy derrama ruinas al Camino de la Virgen y guardaba la vaguada donde el cordel de Guarromán, el viejo Camino de Majavieja (Real por el Puerto del Rey) y el Camino de Andalucía por San Lorenzo se emparejan. No es casual que el arroyo que allí arranca se apode de la “Zala”, Celada para ser más correcto con el lenguaje, como evocación de algún episodio bélico acaecido al amparo del lugar.

Volvamos a Nuestra Señora de la Encina, al viejo torreón que hoy da cobijo a su camarín. Está localizado en un punto de encuentro estratégico y de larga tradición histórica, pues no en vano se alza junto a una antigua villa roman. El lugar es, por sus condiciones geográficas, el acceso natural por donde Cástulo subía a los cotos mineros del Río Grande por Navarredonda o, según caso y girando a poniente, proseguía camino para ascender a las minas del macizo del Navamorquín por Baños, Valdeloshuertos y Marquigüelo, y pasar a la otra vertiente de Sierra Morena en busca del distrito minero de Sisapo. Por los años que nos trae (finales del siglo XIII, comienzos del XIV), se erige con obra nueva sobre una porción de los hormazos de la vieja villa romana, a modo de guardián de un trayecto donde venían a confluir los diferentes caminos que, desde la meseta, salvaban el macizo de esta parte de Sierra Morena para acceder a las tierras del valle del Guadalquivir. Se levanta al modo e intenciones de sus vecinas, las casas reales del Santuario de Nuestra Señora de Zocueca y la que estuviera emplazada en el núcleo de la actual Santa Elena, también conocida durante el tránsito de la Edad Media a la Moderna como “Venta Palacios”. Mandadas éstas edificar por Fernando III y construidas mayormente durante el reinado de su hijo Alfonso X, vendrían a ser verdaderas “áreas de servicio”, donde el control del territorio, el hospedaje, el trajín comercial y el soporte ideológico se dan la mano: macizos torreones alternan con diminutas ermitas y posadas, más cuadras que ventas.

"…Adosada a la ermita se alzaba una casa fuerte con torre llamada "Los Palacios Reales" o "Casa Real de los Palacios". Así se observa en un dibujo de 1553, donde la torre quedaba en lugar intermedio entre la ermita y la casa real, adosada a ambas. La torre, que fue reparada en 1453, (…) lo cual indica que el camino del Muradal era un lugar frecuentado, incluso por los monarcas. En efecto, otra edificación similar con el apelativo de Casa Real se levantó al sur del Puerto de Calatrava, cerca del río Fresnedas, entre Calzada y El Viso, y al oeste de Bailén se erigió también una Casa del Rey junto con la ermita bajomedieval de Santa María de Zocueca…" (Juan Carlos Torres Jiménez, 2002).

De ahí, de la mezcolanza de su carácter, a medio camino entre torreón militar, hospedería para el caminero y espacio de culto, que fuera escenario de un desencuentro campal durante las guerras de banderías acaecidas en la segunda mitad del siglo XV:

Y llegando a Señora Santa  Maria del Enzina, que es a media legua de Baños, fallaron ay dos batallas de cavalleros en que avria treçientos roçines e larga gente de a pie de las çibdades de Jahen y Andujar, quel señor Condestable les avia enviado en socorro” (Crónica de los Hechos del Condestable Don Miguel Lucas de Iranzo, que don Juan Muñoz-Cobo atribuye a Pedro de Escavias).

En el siglo XV, con los muchos años, la creación de la Santa Hermandad y de un ejército profesional, con la parquedad bélica del entorno y los nuevos usos agrícolas y comerciales del territorio, las edificaciones nombradas, unas antes y otras en los últimos estertores de la centuria, mudarían de fortines vigías a lugares de culto, a la par que surgían nuevos eremitorios y capillas. Las pasaremos a analizar, pues vienen a completar la nómina que nos argumentaba el censo de 1511. Así es, con el fin de la Guerra de Sucesión Castellana, la caída del Reino de Granada y el nacimiento de la “empresa americana” surge un nuevo estatus pacífico donde el lugar de Baños ocupa una posición geoestratégica muy privilegiada. Siempre a disposición de la ciudad de Baeza y de las necesidades de los monarcas, sobre la población del castillo, de su alcaide, declina ahora la obligación de una reorganización fiscal del tránsito y la protección de los caminos que discurren por su término privativo. Con éstas, ya en las postrimerías del siglo XV y con los Reyes Católicos campando a sus anchas, Sus Majestades emiten desde Santa Fe (1492), donde andaban cerrando sus negocios con el Reino Nazarí de Granada, un documento privilegio que permite al “lugar” de Baños la potestad de cobrar en su manso -territorio bajo su jurisdicción o término privativo- el impuesto denominado como “robda” o roda:

“(…) fue acordado que devyamos mandar que de aquí adelante las personas que paguen la dicha roda en el manso de Vilches o Vaños, logares dela dicha çibdad de Baeça, o en Mengibar, que es en térmyno dela çibdad de Jahén, no paguen en la dicha venta del Toldillo, e el que pagare en la dicha venta no la pague en nynguno delos logares susodichos, y que entretanto que en el nuestro consejo señale e dethermine lo que se debe hazer en todos los portadgos e almoxarifadgos e rodas de nuestros reynos que el que ovyere de coger la dicha roda leve de roda delas mercaderías e cargas e bestyas que pasaren por la dicha venta las contyas de maravedíes siguientes (…) Los quales dichos derechos de roda paguen las personas que pasaren por la dicha venta con las dichas bestyas cargadas o vazías como dicho es, que las personas que pagaren la dicha roda en qualquiera delos dichos logares de Vilches, Olivares o Vaños o Menjibar no la paguen en la Venta del Toldillo, e que las personas que pagaren en la dicha venta del Toldillo no paguen en nynguno delos dichos logares”. (AGS, RGS, III-1492, fol. 141)

Este privilegio venía a complementar el emitido un año antes, por mayo, que debía “regular los portazgos y roda que se cobraban en Linares, Vilches y Baños, lugares de la ciudad de Baeza, así como de los ganados que iban a herbajear y entraban en dichos términos”. Es de entender que la roda era un privilegio en tanto permitía al concejo aldeano cobrar un impuesto por el tránsito de viajeros y mercancías, pero una carga en cuanto obligada a la defensa de los transeúntes, el mantenimiento de los caminos y el avituallamiento de los mismos (agua potable).

Y, ¿en quiénes cae la responsabilidad de llevar cabo la gestión de estos privilegios y la organización de un territorio que permitiera ese fin? Una vez que Diego Corvera entrega la tenencia del castillo en manos del Corregidor de Úbeda y Baeza, la Corte encomienda a este cargo de la administración local que sea, de facto, el verdadero tenente y gestor de la plaza. La monarquía recuperó así el control directo de la alcaidía de Baños, aunque en la práctica la gestión real de la misma seguía recayendo a favor de la pequeña nobleza baezana, que ostentaba el oficio de forma vitalicia por merced regia y lo transmitía a su entorno con el consentimiento del corregidor y la expresa aprobación de los reyes. A los Corvera, Ramón y Diego, sucedieron en el cargo Juan de Ayala (1480-1483), Diego López de Ayala (1483-1488) y Alfonso Enríquez (1488-1493) para, finalmente y a modo de herencia familiar, recaer en la familia Sánchez de Carvajal. En primer lugar la asumió Alonso Sánchez de Carvajal y Navarrete, 2º Señor de Tobaruela y 1º de Bélmez, contino de Sus Majestades (oficiales con funciones indeterminadas nombrados directamente por los reyes, que debían prestar sus servicios allí donde sus señores lo desearan. Sus competencias eran variadas, entre ellas, fieles ejecutores de la voluntad real). Asimismo, fue colaborador activo de Colón en su segundo y tercer viaje -fue decisivo en el juicio que tuvo el Almirante para que fuera absuelto-. Le sucedió en 1518 su hijo, Diego Sánchez de Carvajal.

De la bonanza que trajo consigo la gestión de estos pechos, es muestra más que evidente la construcción edilicia que tuvo lugar en la última década de los “cuatrocientos” y los primeros años del siglo XVI, pero también el desmesurado crecimiento demográfico que se produjo, pues en menos de dos siglos la población llegó a multiplicarse casi por cuatro. De los cien vecinos que había en 1407, el censo de 1591 los eleva hasta 387 vecinos y 1741 habitantes. Desde la vertiente constructiva, destaca principalmente la elevación de la iglesia gótica de San Mateo, la edificación de nueva planta del ayuntamiento -que contaba con Casa Consistorial, cárcel y pósito y estaba erigido para 1517, como así deja entrever el escudo de la fachada- y el trazado del cerco fiscal que cerró la aldea vieja (torreón de Bartolico, Palacete de Guzmanes y escarpas de la calle Eras). Al hilo de la iglesia parroquial, subrayar que por aquellos primeros años de su existencia quizá fuera nominada como de Santa María la Mayor, pues en el escrito de iglesias y ermitas de 1511 se cita la existencia de un templo nominado Santa María, parroquia, mientras que no hay mención alguna de San Mateo, cuya obra, espectacular en comparación con el resto de capillas menores, debía estar en avanzado estado de ejecución. Así es, según opinión del Doctor Ruiz Calvente, los trabajos de la parroquia se comienzan bajo la prelacía de don Luis Osorio de Rojas (1483-1496) y se dan por finalizados en el primer tercio del siglo XV:

…Las obras debieron dar comienzo en torno al último cuarto del siglo XV, bajo la prelacía de don Luis Osorio de Rojas (…) Esta etapa probablemente se finalizó bajo el obispado de don Esteban Gabriel y Merino (1523-1535), pues sus armas aparecen en una de las claves de la bóveda del primer tramo…” (Los Canteros Andrés de Salamanca y Juan de Rica, artífices de la torre de campanas de la parroquial de San Mateo de Baños de la Encina –Jaén-).

¿Pudo nominarse la iglesia de San Mateo en un primer momento como Santa María la Mayor no identificándose ésta con la del Cueto?, ¿pudieron, durante un tiempo y de forma ambigua e indistinta, mantenerse los dos apelativos en la memoria de la población? En este sentido, es de tener en cuenta que el croquis del Castillo que elabora Martin Ximena Jurado -presbítero y secretario del Obispo y Cardenal de Jaén y, más tarde, Arzobispo de Toledo, Baltasar Moscoso y Sandoval- en sus “Antigüedades de Jaén” -1639- no indica para esa fecha la existencia de iglesia o ermita alguna que tenga presencia en el interior del castillo o su entorno más inmediato. Abundando en esta línea, en el informe redactado en tiempos de Felipe II, citado más arriba, tampoco hay mención alguna de la existencia de una Santa María en el castillo o de su estado de deterioro, cuando sí la hay de la pequeña capilla del interior (Magdalena) y de la Casa del Alcaide. Con todo ello, podemos concluir que cuando Ximena Jurado redacta su documento la Magdalena ha desaparecido, no hay presencia alguna de Santa María del Cueto y, por aquellos años, sí existe una apodada como Santa María la Mayor... ¿estaba localizada en la Plaza?

Y ocurriendo todo esto cuando Castilla no era lo suficientemente ancha, sí austera en las formas y pragmática en las intenciones, durante los últimos años del siglo XV se levantan las ermitas y capillas que vienen a completar la nómina de 1511. Aunque el motivo primero de su construcción responde a las inquietudes del espíritu que tenía la población local, también lo es de la exteriorización exagerada de lo que no sentían en sus adentros y sí era necesario que mostraran hacia fuera los muchos conversos con poder de facto –apariencias que fueron madre y padre de lo barroco y sus formas-. La edificación de las nuevas ermitas vino a ser la “sacralizada” expresión de la cada vez mayor capacidad administrativa del nuevo Estado. Así fue. Era de privilegio cobrar los pechos autorizados, de obligación guardar el camino y de interés avituallarlo de necesidades materiales… pero también espirituales. Con esas, los ermitaños y santeros hicieron las veces de asesores del alma, pero también de comisarios y fieles de aguas y caminos, recibiendo sus buenas limosnas por lo uno y lo otro. No sólo debía consolidarse el orden administrativo establecido, comunicar que así era y ejercer como tal, su expresión en el territorio debía de estar bendecida.

Y es de justicia reconocer que no fue éste el único uso pagano y administrativo que se hizo de los templos. Valga como ejemplo la tradición cotidiana de hacer del atrio lugar de las juntas generales de vecinos, de tal forma que el campanario llamaba a la reunión y la iglesia bendecía las decisiones a las que se llegaba. Así lo confirma el documento que recoge las Ordenanzas Municipales de 1742:

 Acordamos que en el dia de mañana veinte, quatro de este presente mes y año en que zelebra nuestra Santa Madre Yglesia la Natividad del Señor San Juan Baptista y por esta razon estaran en esta Villa todas las Personas individuas de ella en Junta General que se hara en el portico de Santa Maria la Mayor donde hay Costumbre Celebrarse todos los Cabildos Generales Juntas de Cofradias, y demas actos publicos se lean en alta voz por el escribano de nuestro Ayuntamiento cada una de dichas ordenanzas, y que se ponga a continuacion de este ôtorgamiento dilixenzia de lo que resulte de la notoriedad de ellas, y que para que a todos conste se fixe edicto en la plaza publica de esta dicha Villa por no haver pregonero en ella haziendo saber la dicha notoriedad, y convocación señalando en el â las quatro de la tarde de dicho dia, y que seran llamados a son de campana tañida según costumbre Ynmemorial…” (Convocatoria).

…y que seran llamados a son de campana tañida según costumbre Ynmemorial (…) muchas personas eclesiásticas y seglares en que hubo un gran Concurso de todas clases que ácudieron â dicho sitio en Virtud de la Combocazion hecha, y de Campana que se toco por el tiempo de una hora antes de la notoriedad…” (Notoriedad y fee de lo que resultó).

Junto a los viarios se situaron las ermitas, pero también surgieron otros equipamientos más que necesarios para el trajín caminero, de tal modo que el Camino de Andalucía se vio salpicado por ventas y mesones. Tal fue el caso de las ventas de Guadarromán y Miranda, la primera propiedad del Duque de Arcos y de huésped (arrendatario) a Christoval de Cardenas, mientras que la segunda era bien de la Villa y tenía de huésped a Juan Martin de el Altozano; en cuanto a mesones, llegó a contar el pueblo con dos, el uno de don Franzisco Caridad, prior desta Parroquial, y el otro el propio de la villa y gestionado por Miguel Quixano. Lo uno y lo otro, en conjunto, vino a dar lustre al Camino de Andalucía por el Puerto del Rey y Baños, al menos así fue durante casi dos siglos. Después, nuevas hornadas de salteadores y facinerosos dieron al traste con la hacienda caminera.

Viendo la rasca que corría, sin mediar palabra, buscamos la guarda del anchurón de la ermita, junto a un banco corrido de piedra y nueva traza. Allí, apegados al rumor de la fuente, se prolongó la tertulia. Con la misma, con el augur ahora me levanto, se asoma al esquinazo, ahora me siento…, dimos continuidad al tema que nos traía, las ermitas. Vamos a intentar dilucidar la ubicación geográfica de cada una de ellas.

Posiblemente sea la Ermita de San Marcos la que mejor identificada se tiene, ya sea por la información que aporta la tradición oral, ya sea por los restos edilicios que de ella aún son evidentes: las piedras que dan forma a su atrio, elevado. La Ermita de San Marcos desempeñaba un papel principal en las fiestas de Los Esclavos y en el ciclo religioso/estacional donde ésta se encuadra y tiene sentido, junto con la romería de la patrona. El lugar era el enclave donde San Mateo, durante la procesión de su día festivo, despedía a la Virgen de la Encina camino de la “hibernada” en su santuario, no siendo casual que esta partida tuviera lugar durante el equinoccio de otoño. Localizada en un histórico cruce de caminos, donde el de Majavieja o Real viene a darse la mano con los menores de Guarromán y Salto del Caballo (hoy carretera de Linares), es guarda del llamado Pozo Nuevo, uno de los abrevaderos históricos e importancia local. De carácter quasi monumental, se nutre de las bondades hídricas que provoca el dique porfídico de la Alcubilla en su frente de levante, que le hace derramar aguas por la vertiente de Huerto Lucero. En una situación muy similar, junto al Camino Real, donde el viario Real viene a darse de bruces con el pueblo, estuvo situada la ermita de San Ildefonso. Ubicada posiblemente en el lugar que hoy ocupa la que llamamos como “Casa de don Paco”, sería más que interesante investigar lo que parece una torre de buena piedra enmascarada en las casonas del arranque de La Serna. El eremitorio da nombre hoy a una calle lateral que asciende desde la carretera a calle Industria. Las bondades de la capilla fueron las mismas que en el caso anterior, apadrina y bendice un aguadero de interés que estuvo en funcionamiento hasta los años 60/70 del siglo XX, y éste no es otro que el Pozo Vilches. Hontanar que se nutre de las bondades freáticas del Barranco y de las muchas aguas que desde siempre recogía de la calle Peñas (hoy Riscos), durante la primera Edad Moderna prestó su nombre a la calle que hoy conocemos como Avenida de Linares (así lo recoge un censo de 1718). Posteriormente fue apodada como Real y Carretera.

Mucho más complejo es reconocer el lugar que ocuparon San Bartolomé, San Martín o San Sebastián. Aunque no hay evidencias que lo confirmen, una tradición reciente sitúa San Sebastián en la calle Travesía Trinidad. Lo cierto es que bajo dos de las casonas de ese viario, muy reformadas y fruto de varias segregaciones de la propiedad, existe una cripta de piedra y excelente talla. Estando el otero elevado sobre el lugar donde el Camino Real (tramo Cascarrillo) se funde con el Camino Linares, junto con la presencia en dicho cruce del Pozo de la Vega, otro de los ingenios hídricos monumentales, aportan suficientes argumentos para que esta teoría tenga ciertos visos de credibilidad. Particularmente, apostaría por una ubicación más cercana al camino y a la Casa Vilches, la ermita ocuparía el solar de la misma Casa o los corrales traseros de las casonas de Travesía Trinidad. El entorno también dio cobijo a un hospital de transeúntes, cuando no fuera éste anexo a la ermita y gestado a partir de ella. Llamado de la Sangre de Cristo, lo recoge el Catastro del Marqués de la Ensenada. Siendo como era lugar de acogida de caminantes desvalidos y sin recursos, es de toda razón que estuviera localizado inmediato al Camino Real de Andalucía:

Dixeron que ahí un hospital con el titulo de la Sangre de Christo, para recoger Pobres, Pasageros, curarlos y los de este pueblo, en lo cual, se consumen, sus Cortos Caudales que aszienden anualmente a 130 Reales poco mas o menos, y que paga de subsidio un Real, y 8 mrs cuia administración corre a cargo de Don Alonso Francisco Tirado, presbítero de esta villa, tomando las Cuentas, el Juez eclesiastico, no se save su fundador”. (Catastro del Marqués de la Ensenada, Baños de la Encina, 1754).

Con el ejemplo de las ermitas ya localizadas, San Martín y San Bartolomé deberían estar situadas junto a caminos notables, en lugares agraciados por la presencia de aguas para avituallamiento. Si consideramos que la Alcubilla (venero) y el Camino de Andalucía en dos de sus variantes, el Hoyo y San Lorenzo (Picoza), estaban protegidos a cierta distancia por Santa Olalla (o Eulalia), es de obligación olisquear en el resto de caminos principales que llegaban a la incipiente aldea, fueran de carretas, herradura o merinos. En este sentido, optamos por el Camino de Andujar, que es continuación de Majavieja y Cascarrillo (Real de Andalucía), y Mestanza. En relación con el primero, de los hontanares de importancia que salpican el Camino Real a su paso por el pueblo, el único que parece no tener ermita que lo escolte es Los Charcones. El lugar, por otra parte, se posiciona como enclave histórico de interés sobresaliente, pues ahí el Camino de Andalucía que nos trae -apodado in situ como Camino Romano por estar empedrado- entra en nupcias con el cordel merino de Bailén y el camino local de Palomar, nada más superar un puente de piedra que salva el arroyo del Valdeloshuertos, pequeño pero indispensable como equipamiento de uso público bajo necesaria tutela del Concejo. Por otra parte, la vinculación histórica del enclave con la calzada romana Cástulo – Sisapo ha sido más que subrayada por el arqueólogo Luis Arboleda Martínez, pues es por aquí donde penetra la vía en la sierra, yendo pareja a las cuatro fuentes históricas que han abastecido de agua potable al pueblo durante las Edades Moderna y Contemporánea (Cayetana, Socavón, Pacheca y Salsipuedes), que es la época que nos trae.

Son todos estos argumentos más que suficientes para la localizar en Los Charcones, sobre un pequeño otero de su entorno, una de las ermitas que aún no hemos identificado. Aunque no hay datos documentados que mencionen la existencia de capilla alguna en el paraje, abunda el número de sillares perfectamente labrados, también alguna columna, que están presentes y dan forma a las esquinas de casuchines de labor y bardales del entorno, en cuya fábrica domina la piedra descompuesta y la mampostería.

El otro camino que mencionábamos no es otro que el camino de Mestanza, vía de herradura que, hasta la construcción del pantano de la Cerrá de la Lóbrega, comunicaba una y otra vertiente de Sierra Morena, concretamente Baños de la Encina con el municipio manchego de Mestanza. Hasta la edificación del Palacete de los Mármol (Casa Joaquinito) a finales del siglo XVIII, el pueblo finaba antes de su solar, en la manzana gestada al calor de la “Casa Grande”. Quizá sea casual, pero en este punto del camino se dan condiciones de interés. En ese enclave, en la margen del viejo camino de Mestanza, en el cruce de las actuales calles Mestanza-Salsipuedes, nace el manantial que nutre al Pilar de San Mateo. Por encima del manantial, en la cabecera y altozano de Herradores, en plena calle actual, hay un pozo de abundantes aguas (hoy oculto a la vista pero sin cegar, al modo del Pozo Vilches). Finalmente, el lugar donde arranca el Cotanillo, el propio altozano, ofrece un excelente emplazamiento para ubicar una capilla-ermita que bendiga el viario y sus aguas. En el entorno hay evidencias pétreas, sillares de excelente fábrica, que parecen certificar o al menos avanzar indicios en esa línea.

Con la misma lógica que estamos utilizando, el humilladero del Santo Cristo quedó localizado donde el Camino de Mestanza se estampaba con el descansadero de merinas del Llano, donde venían a maridar con el aprisco los cordeles de Guarromán y Bailén. Que el humilladero mudara a Santuario y el pueblo se alargara hasta el Santo Cristo con la construcción del Palacete de los Mármol, quedando Mestanza y Carril flanqueados de casonas, gestó un escenario muy diferente.

A todo esto dejar constancia que lo que causó la desaparición de la mayor parte de las ermitas en cuestión fue la llamada Desamortización de Mendizábal, que obligó a la venta pública de las tierras que daban sostén a los templos y a sus moradores. Con la expropiación se desmoronó todo el andamio que mantenía en pie un patrimonio que ya no tenía función administrativa, casi tampoco espiritual. Contrariamente a lo deseado, la manipulación de los lotes a subastar favoreció que la compra quedara en manos de la nobleza y las oligarquías adineradas. Otro tanto ocurrió con la “Civil de Madoz” unas décadas después, de tal manera que se truncó el desarrollo de una clase media que diera el achuchón que necesitaba una sociedad tan anquilosada como aquélla.

- Bueno, y de la iglesia que traíamos entre manos ¿qué?
- Otro día, -le digo.

Se toca ligeramente la gorra, apenas baja un ápice el ángulo de la visera. Doy por entendida la insinuación y damos por finado el cónclave.