sábado, 24 de marzo de 2018

Novelas de "pistoleros"

No eran los rincones y estantes de la casa familiar de dar cobijo a libro o papel alguno, ni siquiera a los que solían estar más a la vista y que daban lustre cuando llegaban las visitas. Y sí era un servidor de mucho olisquear donde hubiera una mota de polvo y ninguna huella que la hubiera profanado.

En una correría por el Santo Cristo y con mi abuela Pura fuera de guardia, olisqueé lo posible y removí cuanto pude en la cámara de mis mayores. Frente a la ermita y plantada en un ancho callejón, era casa en sempiterna y obligada mudanza, que recuerdo de poco mueble para tan ancho hogar. Estaba situada a espaldas de mi chacha Mariana, corral y “mentidero” por medio. Ofreciendo puerta por patio y por calle terriza y regular, pues de tanto en tanto mudaba de viario a corralón de vacas, los nietos teníamos por firme costumbre entrar en la casa por la ventana de la cocina, un habitáculo pulcro y diminuto. Aunque en el altillo había poco que calcucear, pues mi abuelo era de ganar cuatro reales a media mañana y no llegar con cuartos a la noche, rebuscando encontré argumentos que me parecieron fuera de lugar y ajenos a los usos de la prole. Olvidados en un rincón, envueltos en el lienzo de la desmemoria, tropecé con algunos cuentos de “Roberto Alcázar y Pedrín” y un buen tocho de novelas de pistoleros en un lamentable estado de deterioro. Las unas tenían descompuesto el lomo, los otros andaban sin portada, casi todos hacían gala de unas páginas amarillentas y roídas, cosidas con alambre previendo evitar destrozos mayores. Con el botín, me dejé caer sobre una mecedora vieja, de tela desteñida y con algunos jirones, comencé a hojear uno de los folletines. No pasaron unos minutos cuando presa del interés me sumergí en lo más profundo de sus entresijos… las agujas del tiempo se acunaron en un silencio placentero.

Cuando quise darme cuenta la penumbra se había adueñado del cuartucho, aún así me dio tiempo a leer el wéstern casi por completo, de un tirón. Recuerdo que aquella furtiva tarde, sin tránsito ni aviso, el extraño placer de la lectura me cortejó con insistencia.

Escuché como en el piso de abajo removían sartenes, en la cocina, seguro que mi abuela estaba de vuelta y metida en sus pucheros. Temiendo represalias, cogí al azar dos ejemplares y me los escondí en la cintura, sujetos por la apretura del pantalón, por debajo de la camiseta. Aparejé bien la cincha no fueran a caérseme en la huida, que por entonces estaba uno para no andar sin lastre en días de viento. Bajé las escaleras casi de una y salí de la casa como una exhalación, por la puerta que daba a la calle, no sin oír como en un murmullo que mi abuela trajinaba en la cocina. Quizá fuera porque estaba enfrascada en la hacienda y en los aromas de sus guisos, quizá porque no me faltaron pies para correr, pero lo cierto es que no le di tiempo a que me oliera el rastro.

Pasaron algunos días. En un desliz, dejé las letras descuidas en un rincón del comedor, por entonces la lectura ya era cosa de mi cotidiano. Mi padre se dio de bruces con el botín. El apaño de los alambres le hizo reconocer que las novelas eran de su propiedad, me miró y pergeñó una leve sonrisa. No medió una luna cuando el resto de novelas y cuentos mudaron de la cámara al dormitorio que compartíamos mi abuelo José María y un servidor, habitáculo donde una cama de hierro colado, de cabecero redondo y color azul, un diminuto armario y el poco y necesario hueco para bullir encogidos armaban la estrecha alcoba.

No debió trascurrir mucho tiempo, cuando la desgracia vino a vestir de negro la casa. En aquellas vísperas, cuando acaecía alguna tragedia cercana como lo era la muerte de un familiar, el pueblo tenía por costumbre alejar por unos días y de la casa paterna a los chiquillos. Fue por entonces, en aquella coyuntura, cuando una hermosa canasta arrinconada en el altillo de mi tía Rafaela, hasta el colmo de libros y cuentos, cubierta de polvo, me abrió definitivamente y de par en par el mágico misterio de la lectura. La reducida vereda, que poco antes habían inaugurado los escritos de la cámara de los abuelos, mudó a ancho carril. No cabía vuelta atrás.

Cuando me quedé sin letras que engullir, mi padre me recomendó que cambiara por una módica comisión sus novelas en el Kiosco de Doro, un destartalado casuchín de chapa verde y cristales cuadriculados situado al comienzo del Carril. Y cuando mi progenitor tenía viaje a Linares y yo andaba sin obligaciones, lo acompañaba a la calle Serrallo a las mismas y ahorrando una parte del corretaje fijado. Los años, también su afán porque leyera, auspiciaron mi entrada en un reducido círculo de amigos que intercambiábamos cuentos según precio de cada ejemplar. Cuando me hice veterano en estas artes del trueque descubrí una librería de saldos, con catálogo mensual y compra contra reembolso -Balmes, en Logroño-, con la que me uní en nupcias durante gran parte de mi infancia y la primera adolescencia. Víctima de aquella dependencia, la paga semanal mermaba con mayor o menor premura, de manera proporcional al enganche del momento.

De por entonces atesoro algunos de mis más preciados ejemplares, que quizá no lo sean por su valor literario o económico, pero sí por lo que pesan en la balanza de la nostalgia propia. De entre aquéllos, tiene un papel destacado el primer libro que tuve de los que podría llamar “serios”, un “Diccionario Enciclopédico” que pasó por toda mano, lápiz y bolígrafo de cada uno de los infantes de la familia. Aún lo tengo, algo ajado, bajo una cada de polvo... recordando trayectorias. 

Aunque éramos de poco o nada regalar en fechas señaladas, un buen día, por su cumpleaños, le hice un agasajo a mi padre. Entiendo que tuve el acierto con ofrecerle una colección en facsímil, que no fue otra que una recopilación de viejos cuentos apaisados de “Roberto Alcázar y Pedrín” y “El Hombre Enmascarado”. Se le escapó una sonrisa. De entonces, supe valorar cuánto pesaron los primeros días de escuela en la vida de mi padre, como el apego a la lectura marcó la concepción que se formó de cómo andar por este mundo. Descubrí también, con amargura, que no pudo subirse a un tren que hizo amago de recalar en su estación pero que nunca llegó. Paso de largo, sin hacer escala.



1 comentario:

  1. Tus recuerdos son también los de muchos de nosotros que en la cercana distancia de pueblos de Jaén, urdíamos iguales mañas y obteníamos los mismos dones, esos preciados regalos que son los libros. Un texto como siempre magnífico. Un saludo.

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