lunes, 28 de abril de 2014

28 de abril

Aquel mediodía, como el anterior y como con seguridad lo sería el siguiente, descendía con avidez cada una de las blancas graas de la pétrea y empinada calle Mestanza, un eje viario empeñado en alargar el pueblo hasta los llanos del Santo Cristo y Buenos Aires. Siendo un día especial, hasta ese momento, la salida de la escuela, nada superaba lo cotidiano.

En la esquina de Joaquinito doblaba los últimos metros en pendiente para llegar al horno de los Cantarero, donde se hundían mis raíces y sus empeños. Allí, en el armario que olía a madera y a matalahúga, una buena tanda de magdalenas daba forma a mi faena diaria: 16 latas, 320 unidades, 53 bolsas… diez minutos y a correr… al Corralón. No, esa mañana no, era día de visita, de alacena con olor a huevo, azúcar y aceite; cosas de la edad, uno pretende lo contrario de lo que tiene.

Mis abuelos maternos moraban en la calle Las Piedras, dos hileras enfrentadas de casas blancas, pequeñas y achaparradas que emergían irregularmente, sin concierto, de la vieja roca rosácea, separadas por un fuerte desnivel y un negro muro de pizarra. La fachada se abría en el lateral derecho dando paso a un portal de chinos, tierra y baldosas de barro dejando a la siniestra el hogar. Un segundo portal, bajo la escalera de la cámara, abrazaba la alacena e iba a asomarse a un corral de firme irregular formado por ripios de asperón y sacos viejos arropados de higos al sol. Al fondo, las oscuras cuadras de elevados pesebres y olor a mundo viejo, a historia apretada a la tierra.

Recuerdo a mi abuela Manuela sentada en una silla baja, al fondo del portal, haciendo hora para que mi abuelo Frasquito volviera de los Piñones, un magnífico altozano a la campiña, a la tierra donde tanto derramó. Una cara oscura, quemada y cuarteada, apretada bajo su boina, adelantaba la sonrisa más amable, sincera, que uno pueda imaginar.

Despacio, con movimientos repetidos año tras año, como en una liturgia, mi abuela me acercaba a la vieja alacena de madera y yeso y allí, al amparo de la blanca vajilla, a modo de perla oculta, emergía una redonda y dorada magdalena "bimbo". Quizá parezca extraño, y hasta ridículo, pero con seguridad que, una vez pasados muchos años de aquello, ha sido uno de mis mejores regalos de cumpleaños.


jueves, 10 de abril de 2014

Los latidos de la piedra

Hoy accedo al pueblo por la avenida que dan en llamar de Linares, prolongación de la angosta carretera del mismo nombre. Pero antaño, en mi primera visita, la entrada fue por el camino natural, mesteño, que deriva de aquella localidad vecina. Fui a dar bajo los pies de la propia villa en uno de los pétreos pozos que como un rosario salpicaban, como hoy, el Camino Real del Puerto del Rey o Viejo de Andalucía a su paso empedrado por el pueblo. Este ingenio humano, el Pozo la Vega, forma parte de un complejo programa hídrico que la oligarquía local estaba implantando mediante la creación de un conjunto de pozos, pilares, fuentes y alcubillas, según la jerga local, que suministrarían agua potable a viajeros, recoveros, arrieros, recuas y, por qué no, al ganado local, en el transitar por este eje viario camino del puerto indiano de Sevilla.

Mientras me refresco, los afanados picapedreros me comentan que no debo marchar sin haber degustado los recios platos que elaboran en esta villa ya que, inmersa en el viejo pellejo de la Sierra Morena de Jaén, su carne de monte –entiéndase caza mayor- es el principal ingrediente de sus elaborados: venado a la bañusca, conejo en salsilla bordonera,lomo de orza, calandrajos con liebre,… Pero, si ansiamos saciar nuestra gula con algo más ligero, el cucharro bañusco bien puede aviarnos. De compaña un buen vino “pitarroso”, que antaño fuera de toda la Campiñuela que descansa a los pies de la villa y que hoy parece apretarse tan sólo a las tierras de la vecina y alfarera localidad de Bailén.

Con la villa por montera, si elevamos la mirada al horizonte nos topamos con las torres enfrentadas de sus más severos guardianes. El castillo de Burch al Hammam –de las aguas, para entendernos- y la entonces en construcción parroquia de San Mateo –o quizá de Santa María la Mayor-, emergen dominando las alturas.

Pasado el Molino Vilches, que este pueblo es muy aceitero, y según asciendo la empinada calle de la Trinidad soy consciente de que el verdadero espíritu que domina esta villa es la eterna presencia de la piedra. Aquí y allá, en trazas y casonas, aparece enmarañada entre el colorido de la cal y el frescor vegetal de geranios, jazmines, galanes,… que cuelgan refugiándose bajo los frescos vanos de las moradas pétreas. Se trata de una arenisca rosácea que igual da forma a casonas palaciegas –Priores, Escalante, Delgado de Castilla, Molina de la Cerda,…-, que eleva iglesias y ermitas – Virgen de la Encina, Jesús del Llano, Cristo del Camino, …- que dota de señorío las edificaciones civiles y militares – Casa consistorial, Torreón Poblaciones Dávalos, Casona de los Guzmanes, …-, que permite laborar a sus industrias e ingenios – Casería del Salcedo, Molino de Viento del Santo Cristo, Casa de Consumos, almazaras de los Molinos, …; o que simplemente llena de tintineos sonoros el callejeo al ritmo de nuestro andar.

Fruto del camino, busco donde limpiar el polvo acumulado en la garganta en un recio mesón que se oculta en uno de los rincones de la que fuera Plaza Mayor. La Plaza, lugar de encuentro de ganados, mercancías y corredurías de toros de lidia allá por San Juan y San Pedro, me despide para enfilar el Camino Ancho que fuera Cordel ganadero de Bailén, buscando nuevos andares y otros encuentros.