lunes, 23 de diciembre de 2019

La Alcubilla y el Huerto "Miguelico"

La integridad física de los caminos tradicionales y la conservación de aquellos reductos paisajísticos eran dos de los objetivos fundamentales planteados con la implementación del programa Red de Senderos Temáticos, pero no era menos importante la recuperación de la memoria cotidiana e histórica de estos territorios y la asignación de nuevos usos de carácter público para sus ingenios hidráulicos y los espacios de producción tradicional. Y ahí tuvo un papel protagonista la población local, que no dudó en volver a ocupar estos espacios, bucear en su memoria y edificar unos nuevos usos sociales acordes con la historia de su paisaje cultural.

“…Tras superar en descenso “La Piedra Escurridera”, un elemento natural con unos tintes etnográficos sobresalientes, nos dejamos caer al “Pocico Ciego”, ingenio hidráulico que aprovecha el encuentro entre los quebrados pliegues de la pizarra y el dique emergente para abastecer sus veneros de agua. A poco, el camino, que va por encima del pozo, y el propio arroyo, nos obligan a girar a la izquierda para, entre eucaliptos, encarar el paraje de la alcubilla. Aquí encontramos uno de esos paisajes culturales que dan sensación de eterna placidez; en realidad se trata de un complejo hidráulico formado por pozo (agua para animales), alcubilla (fuente para las personas), rebosaderos y sus correspondientes canales de evacuación elaborados con mortero de cal. Por encima emerge el “Huerto Miguelico”, prototipo del huerto en barranco presente en la Dehesa Santo Cristo por la que discurrimos ahora, cuyos verdes bancales luchan por sujetar la vida vegetal a la pendiente del cerro. En general, el paraje se constituye como un ingenio hidráulico que de manera endémica parece atado a otro tiempo y a otros usos…”.

Fuente: Cuaderno de Campo de la asignatura “La Sociedad y su Medio. Geosistema, Territorio y Paisaje” impartida por el profesor de la Universidad de Granada José Gómez Zotano, extracto a su vez del Cuaderno de Campo «Geosendero de la Pizarrilla» editado por el Excmo. Ayuntamiento de Baños de la Encina y textos de José María Cantarero Quesada.



domingo, 22 de diciembre de 2019

Burch al Hammam, Bury al Hamma, Burgalimar... Banyya

Contrariamente a lo que pueda parecer el nombre del pueblo, enclavado en las estribaciones meridionales del macizo de Sierra Morena, no tiene su origen en la presencia de algún balnea o alhama reconocido, tampoco en la abundancia hídrica de su entorno o en la presencia de aguas minero medicinales con propiedades reconocidas. Ninguna de esas situaciones se da o históricamente se ha dado, aunque sí es cierto que la fosa de La Campiñuela contiene un enorme acuífero, un reservorio hídrico del que solo se ha podido extraer agua recientemente y mediante complejas técnicas de extracción que la obtienen a cientos de metros de profundidad (sondeos). Efectivamente, así es. Según las últimas investigaciones el apelativo de “baños” podría derivar de la transcripción fonética que los primeros castellanos llegados al lugar realizaron de la voz banyya, a la sazón denominación que parece ser que los agarenos daban al castillo (hins banyya) que se eleva en el Cerro del Cueto, cuya loma fue germen histórico del núcleo urbano actual. Con la información de la que hoy se dispone, en castellano, la voz (árabe clásico) vendría a traducirse literalmente como “fortaleza con profundas raíces históricas”, “antigua”, “con mucha historia”. Las diversas excavaciones arqueológicas realizadas en el interior de la fortaleza y en las inmediaciones del castillo ponen de manifiesto la riqueza histórico-cultural del lugar y certifican la posibilidad de este apelativo. A fuerza de escuchar esta voz durante un siglo, el periodo que el macizo mariánico contó con el estatus de frontera, el intervalo de tiempo que transcurre entre el Poema de Almería —1147— y la entrega definitiva de la plaza de Baeza al rey castellano Fernando III —1227—, y pronunciada con imprecisiones por las hordas “reconquistadoras”, el sonido evolucionaría de la siguiente manera: banyya>bañia>baños; de igual forma que lo haría su gentilicio bani-oscos (morfema que en castellano viejo indica procedencia)>bañuscos.





miércoles, 11 de diciembre de 2019

Pájaros

Desconozco la causa, pero de muy chico siempre me pelaba en sábado y en la Barbería de Ponaire.

¿La razón?, no sé. Quizá el motivo estaba en que era el único día de la semana que mi padre me veía más allá de lo que era “un buenos días y un adiós”… y aprovechaba la oportunidad para ordenarme la vida hasta donde podía y le daba de sí el momento. Luego ya, cuando fui menos chico, compartimos noche… cosas de infancias diferentes, ¿o quizá no?

La barbería, como el estanco de Paquito, la abacería de las María Manuelas o la tienda del Obispillo, era uno de aquellos lugares que gestaron lo que recuerdo de mi primera infancia, porque para olvidar ya tenía el Cotanillo, el Corralón o la Casa de Joaquinito. Con razón, la barbería del Maestro Ponaire estaba plantada a tiro de piedra del horno, calle abajo. Aunque para mí, realmente, el negocio lo regentaba su hijo Pedro. Al maestro lo tenía por un vejete delgado, camisa suelta y entrado en las pocas canas que le permitía su escasa cabellera. Un señor que paseaba continuamente por la sala, jaula en mano, contando en voz baja su mucho saber sobre las cosas de pájaros. Pedro, por el contrario, entre tanto barullo y revuelo esgrimía una voz rotunda, contundente, intentando poner un poco de orden y criterio entre tanta parroquia desgañitada.

A media mañana, con enorme timidez y cabeza gacha saludaba con un “quién es el último”. Luego ya, una vez que conocí al Nani, nieto y sobrino, pasé a entrar con más soltura, como si fuera casa de visita diaria. Sábado con sábado, el lugar era muy concurrido. Los muchos iban a pelarse y unos pocos tenían por costumbre ir a afeitarse, pero la mayoría no tenía otra tarea que encontrar un rato de charla y evitar taberna.

Nada más asomar la cabeza, se apreciaba que el lugar era apretado para tanta parroquia. Estaba abierto a la diestra y flanqueado de sillas de enea, dando vista a una frágil puertecilla de dos hojas acristaladas mitad por mitad, un huequecico casi siempre hermético que abría a una salita-comedor recatada donde la matriarca escuchaba en silencio, incrédula a las barbaridades e improperios que se decían, como resignada a cuanto acontecía fuera de sus dominios. Por frente, desplegado en horizontal y sazonado de botes y ungüentos de todo pelaje, se extendía un desteñido y enorme espejo, o al menos así me lo parecía, entonces. Por delante, le precedía un sillón gigantesco, fijado al suelo y giratorio, principal, y una silleta de madera labrada donde el maestro ejercía cátedra en momentos de máxima afluencia.

Era cruzar el umbral y te rodeaba un estruendo de supuestas conversaciones, cada inquilino a su cuento. Con el tiempo, me veo de pie y absorto, y recuerdo aquello como vieja película en blanco y negro donde todos los actores gesticulan aceleradamente y nada se entiende sin la ayuda de subtítulos. Pedía la vez y me sentaba, por guardar las formas, y veía como a mi alrededor los compadres unas veces urdían tratos, que se cerraban con un apretón de mano, y en otras ocasiones tejían trajines que de nada servían, nunca fueron  y nunca serían. Inmerso en aquella insoportable atmósfera sonora, de cuando en cuando y de entre tanto revuelo, como si de un “mixto” de colorín se tratara, se elevaba una pitada fortísima, insoportable, que nada contenía, mientras los “castellanos”, enmudecidos, callaban.

Dejaba pasar unos minutos que se hacían interminables y, calculando que la espera iba para largo, me levantaba con cautela, intentando que nadie fuera consciente de la maniobra. Salía a la calle, a ventear compinches de juegos y armar posibles trastadas. Puerta con puerta estaba el estanco y abacería de Paquito Juan Rafael, aunque para los más chicos era kiosco de chucherías y encurtidos algo avinagrados. A pesar de ser lo que era, a los escalones del estanco les dábamos esquinazo, pues Paquito, sabiendo de nuestros desmanes, desoyendo cantos de sirena y sabiendo de qué iba el cónclave, nos espantaba con su voz ronca no nos fuéramos a ir con el esparto en la cola. Nos dejábamos caer calle abajo, en la acera cemento liso y resbaladizo de los “Larilla” o en la graílla de Marcelino del Moral. Allí, haciendo hora y lugar, nos entreteníamos encandilados con los muchos dichos y chismes de Eusebio. El hombre se salía a la calle cuando la falta de clientela se lo permitía y hacía muestra de su trato afable y mucho ingenio. En una de aquellas, y viendo que siempre rehuía la bulla del interior de la barbería, Eusebio me dice:

—Nene, ¿no te entretiene la charla de los mayores?
—Bueno, es que no hay demonios de que me entere de algo. Me da que cada uno va a ver quien grita con más fuerza y aplomo.
—Sí, cosas de la vida. Cuando entres para pelarte, haz un esfuerzo. Concéntrate y, entre tanto revuelo, intenta escuchar como cantan los colorines del Maestro, están en el patio. Esfuérzate.

Y así procedí. Cuando me toco vez, subí al taburete que me plantaba Pedro, a espaldas del elegante y reclinable sillón de barbero, como si de un chaparrillo de liria se tratara. Cerré los ojos y puse oído. Me costó. Pero antes de que Pedro me despidiera como era costumbre, con un “ya me pagará tu padre”, por encima de tanto vocerío logré escuchar el hilo sonoro de los colorines. Y, sábado con sábado, he hecho por donde escucharlos. Sobre el taburete y cuando pude auparme al sillón de cuero y porcelana.

Ahora, con tanto barbero de diseño cada día me cuesta más. No sé si será cosa de la edad, de que apenas quedan colorines o de que hay mucho pájaro mixto.

Fotografía: Antonio Miravés. En la misma, mi tío Antonio.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Molinos

La capacidad para modelar paisaje con la que contaban los molinos de los ríos Grande y Rumblar, también lo tenía el Molino de Viento del Santo Cristo que corona el pueblo de Baños, fue más allá del ámbito de influencia de las márgenes de la corriente fluvial. Estos molinos, cuando realizaban la molienda de la cosecha de grano, eran el último eslabón de una enorme y compleja cadena silvoagrícola y pastoril, un sistema de aprovechamiento de los pagos serranos regulado mediante ordenanzas municipales, que ya era denominado en las de 1742 como de “roza de cama”. Englobaba un conjunto de normas y tiempos de uso que permitían la coexistencia de carboneros, rancheros, pastores y agricultores y gestaban un hábitat muy singular donde la torruca, como vivienda serrana/chozo local, y una serie de equipamientos complementarios, como las eras, los hornos de pan cocer exentos y los pilares, tenían un papel protagonista.