domingo, 25 de febrero de 2018

La torruca

Un poco más abajo, sobre lo que parece una vieja torruca, una hilera de hormigas trajina con todo un granero. En el interior, unos curicas chiquitos, como cagarrutas de gato, se ocultan entre la maleza que se levanta de las ruinas, por esquivar toda mirada ajena; al fondo, a la sombra de una esparraguera de piedra que sujeta sus raíces a la roca, unos diminutos alacranes se desperezan sobre la espalda de la madre. En la terriza penumbra de un espeso lentisco, un buen número de marranicas juega al escondite entre una multitud de brotes de hierba y flores de variopintos colores. Inmóvil como una piedra, la escena se desarrolla bajo la atenta e inquietante mirada de una chinche.

Una pareja de diablillos de colores se hace carantoñas junto a un regato… avanza un precioso día de julio. El rocío de la mañana multiplica la luz de una forma extraordinaria, todo se impregna de un rumor creciente, de una avalancha de alegría.


viernes, 23 de febrero de 2018

¿Qué será de nosotros?

¿Qué será de nosotros, en un mundo donde el que tiene dinero es más importante que el que tiene voluntad? Mientras, el último iceberg se derrite poco a poco y la esperanza de evitarlo se diluye entre mentiras e intereses de los políticos.

Porque hoy baja la esperanza y suben las mareas. Cuando la montaña más alta esté rodeada de agua, recordaremos que pudimos haberlo evitado, pero el dinero siempre fue más importante que la vida. Sólo nosotros podemos evitar el desastre, somos la enfermedad, la cura y la respuesta.

Escrito de mi chiquillo, Bartolomé Cantarero Rodríguez, premiado con el 1er premio del Certamen Literario "Día de Andalucía", organizado por el Instituto de Baños de la Encina. Reflexión libre realizada en 30 minutos y tomando como referencia los títulos ¿Qué será de mi? o ¿Qué será de nosotros?


De iglesias, ermitas y humilladeros (2)

De cuando chico, recuerdo momentos inolvidables que tienen aquel escenario como atrezo. No en vano Santa María era lugar inevitable de juegos y disparates, de uno y mil desencuentros de la chiquillería. Del desván de la memoria destapo imágenes jugando al trompo en un rondel de barro, a las bolas sobre un cuadrado marcado sobre la tierra…, siempre bajo las barbas del coloso, a unos metros de donde andaba la vieja portada renacentista de las postales de antaño. Al hilo, me imagino vigilante, con un ojo sobre los negros mechinales de la muralla, por ver si se despeña una cría de primilla. También recuerdo escenas de embarcar balones Laero abajo, en el trigal verde, y pugnar con Daniel para que no nos rajara la pelota por amortizar el daño hecho en la siembra…, y aprecio, a media luna, como una candelaria se consume y con ella muchas ilusiones se tornan pavesas y ceniza. De las entretelas de la desmemoria, cuando zagalón, rescato ir de “litros” y “poncharrinas” a una escalera de pendiente inmisericorde, que en su afán de dar la nota ocultó gran parte de las ruinas de la ermita; pero también me veo difuso, haciendo intentos vanos por colarme en el baile del castillo, cuando el Emigrante, y sin éxito acabo engullendo chumbos de las palas del entorno… Una ráfaga de viento frío, como aquéllas que te cogían en lo ancho del castillo en noches de verano, levanta una polvareda gélida que te trae al presente: quisiera ser encina, o al menos coscoja.

Puesto ahora en estas cosas de los templos del señor, que era en lo que andaba con el mentor, los primeros datos que disponemos los ofrece un censo “los vesinos e moradores de Baños, lugar de la noble çiubdad de Baeça…” (AGS, Secretaría de Mar y Tierra, Guerra Antigua, legajo 1313). El documento, fechado en 1407 (en Argente del Castillo Ocaña, C. y Rodríguez Molina, J.: “Reglamentación de la vida de una ciudad en la Edad Media. Las Ordenanzas de Baeza), nos aporta algunos apuntes más que interesantes. De una parte, que la cuantía de vecinos rondaba la centena (cabezas de familia). De ellos un 10% eran viejos e impedidos, una treintena ballesteros y el resto, el grupo más numeroso, lanceros escudados. El perfil militar de algunos de estos inquilinos, una mínima parte, se complementa con el desempeño de un oficio administrativo o civil, según caso. Así encontramos en nómina, como era de esperar, personajes que desempeñan funciones de gestión del castillo y la vida pública: alcaide, jurado, escribano o pregonero (viejo impedido); pero el listado también muestra la presencia de oficios con más apego a la tierra, como lo son dos colmeneros, un herrero y dos pastores, uno que ejerce como tal y su padre, viejo, que también fuera pastor en días. Asimismo, se documenta la presencia de un sacristán, que confirma la existencia de un mínimo espacio de culto.

De éstas, del perfil militar de todos los vecinos y de la ausencia de labradores, campesinos u hortelanos que signifiquen un mayor arraigo con la tierra y sus obligaciones, podemos concluir que la población, para aquellos años, se reducía a la que se ordenaba y habitaba en las viviendas presentes en el interior del castillo, un entramado de calles empedradas y casonas que giraban en torno al espacio abierto que rodeaba los aljibes. No descartamos la existencia de un arrabal exterior y reducido, aún incipiente, de casuchines de barro y monte, que siendo ocupado temporalmente estaría localizado en la Cestería. La situación no sería la misma medio siglo después, cuando la agricultura se ha hecho hueco y es pilar económico del lugar, y los arrabales experimentan un interesante proceso de consolidación. Así lo deja entrever la carta perdón que los Reyes Católicos otorgan a Diego de Corvera en 1480, cuyas huestes, hasta ese momento y contra la voluntad de los monarcas, controlaban el castillo:

Por cuanto al tiempo que vos, Digo de Corvera, nos distes e entregastes la fortaleza de Baños que vos tenyades, nos suplicastes e pedistes por merced que vos diesemos perdon e remysion a vos e a vuestro padre, e a (…), que fueron en tomar la dicha fortaleza, e con vos despues han estado en ella (…) E sy por la dicha rason algunos de vuestros byenes bos tyenen entrados e tomados e ocupados, por esta nuestra carta les mandamos que luego vos los den e tornen e restityan,…” (AGS, RGS, IV-1480, fol. 107) Esos bienes, como recogen los fol. 60, fol. 145, fol. 166 y fol. 178, se listan de tal forma “le talaron e fisyeron talar çiertos  panes (tierra calma destinada a cereal) que el tenya sembrados en los termynos de Vaños y arrabales de la dicha çiudad de Vaeça”.


miércoles, 21 de febrero de 2018

De iglesias, ermitas y humilladeros (I)

El empinado cuestarrón de Trinidad nos obliga a realizar una forzosa parada, necesaria, donde la traza que traemos viene a entenderse con calle Eras. Damos un suspiro notable, como si se nos fuera el alma en el intento. Pie en tierra, alzamos la mirada con la intención de encontrar un mínimo respiro y la vista se nos estampa con la extraña torre ochavada de la parroquia de San Mateo -que en días quizá fuera la vieja de Santa María la Mayor de las crónicas, en sus años menores como infante templo gótico-. Emerge el campanario cortando el horizonte, por encima de un cerco pétreo, una muralla que abrazó la aldea vieja en los primeros años de la modernidad, un gran paredón, un lienzo de enormes y bien labrados sillares de piedra que, más que defender el pago aldeano, fue instrumento de fiscalización de los arrendamientos ganaderos y los portazgos. Así es, pues no en vano cobijaba en sus adentros, a la vera de la parroquia, un gran espacio abierto y terrizo, más corral de contaduría de ovejas merinas que lugar de encuentro social. Negando que nuestros pasos nos lleven a esta plaza, la “mayor” a falta de otra, un giro a la izquierda nos introduce en un laberinto viario de apelativos sencillos, nombres que se aferraban a la dura cotidianidad de entonces: Huérfanos, Fugitivos, Cestería…, menciones que recuerdan los primeros bocetos urbanos que se derramaron a la vera del castillo. Se trata de casuchines y casonas en barranco, de pendiente imposible, fachadas minúsculas y portales angostos; habitáculos de piedra descompuesta, barro y cal que flanquean calles sinuosas, apretadas y estrechas, tiradas en paralelo a las líneas de nivel que elevan el Cerro del Cueto.

En  nuestro requiebro damos esquinazo a otras formas de entender el crecimiento urbano, pues los siglos que sucedieron a la baja Edad Media gestaron flamantes viarios y novedosas formas de apodarlos. Los unos ligados a los pragmáticos usos de la traza -Iglesia, Pósito, Pilar o Cuidado, cuyo apelativo le venía de canalizar las aguas del mencionado pilar por una cuestecilla empinada y resbaladiza; y los otros emparentados con acontecimientos significativos de la vida social: Potro, Donosa, Chacona... La modernidad saltó el cerco aldeano haciendo que una parte del entorno agrícola y uso común se viera salpicado de edificaciones de todo pelaje, tal es el caso de Ejido, Lejidillo, Eras o la Becerrá; por la misma, en el entorno que mediaba entre aldea y ruedo se multiplicaría la presencia de industrias e ingenios con su consecuente apelativo viario: Piedras, Molinos, Mazacote, Canteras y Herradores. Asimismo, ese afán económico y urbano escoltó de casonas los caminos y cañadas, los transformó en calles de honda resonancia: Pozo Vilches o Real, Luzonas, Pozo Nuevo, Mestanza o Carril. Y ante todo, el nuevo orden villano mudó lo terreno en celestial santificando calles, altozanos y callejas, de tal forma que se gestaron apelativos de nuevo cuño para viarios de larga tradición pagana. De esta manera, mudó Cueto en Santa María o Camino de Linares en Trinidad, y se parieron otros de nueva impronta como Madre de Dios, Rosario, Visitación, Calvario o San Ildefonso.

En dos traspiés nos ponemos en los canteros de la Cestería, arrimados al Laero, un quiñón en perenne barbecho, salpicado de almendros y mustias alcaparreras, que se desliza por la solana del castillo. Desde lo hondo, más que verlo trastear en el otero, escucho su retahíla de vituperios y salmodias.

Se trataba de un tipo delgado en exceso, nervudo, arrugado a la fuerza de tanto pelear con la vida. De sempiterna garrota machacona, gorra descolorida y cazadora deslucida. Se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo, su voz de pregón le precedía en un afán constante por no quedar ajeno a las escenas que pisoteaba. Aquella mañana, como la anterior, como la que le precedió…, como todas, se asomó desde el altozano del Cueto al hoyo de la Cestería, mirando de reojo a la Peñasca y clamando con la garrota en alto que no, que lo esperaran para más adelante. Y tronó mil nombres de los muchos que han penetrado en la fortaleza y de los cientos que vaticina que aún la han de visitar. Poco importaba que alguien lo oyera o no, cada mañana, cada tarde y casi cada noche su voz tenía obligada norma de rasgar la plácida atmósfera de Santa María.

Ahora, situados sobre la artificiosa meseta de Santa María, al exterior del recinto fortificado y en el vértice de poniente, escudriñamos al frente el vecino cerro del Gólgota por apreciar si en la solana hay vacas que aventuren lluvia, ¡cosas de viejos! Era aquélla una mañana de otoño gélida que tuvo como preámbulo una oscura noche de agua. El café, hirviendo, me armó de valor para encauzar la empinada escalera y buscar sus monólogos. En nuestros encuentros poco lugar había para que uno diera opinión. Mucho escuchar, filtrar algún que otro chisme bondadoso, reírte de cualquier desvarío y aprender, y mucho. La garrota, como sus cuerdas vocales, en constante mudanza. Después de su saludo de rigor -¿cómo están los chiquillos? -nos varamos un instante estudiando el horizonte. Era una manera más o menos acordada de dejar claro los intereses del día: esa mañana no tenía tarea pendiente, así lo dejé entrever respondiendo con alguna barbaridad a los improperios y huecas amenazas que seguía disparando.

En días como aquél, de agua y tierra removida, gustábamos de rodear el castillo por ver si nos topábamos con alguna moneda negruzca y de poco valor, alguna flecha oxidada o algún tiesto fuera de lugar que llamara la atención. La hacienda, como siempre, solía tener escasa recompensa. Viramos hacia el callejoncillo que lleva a la puerta del Castillo. De entre la piedra del murete de la diestra y el verde de los jazmines asoma una pequeña traza de calicanto, se la indico. Con seguridad, era parte integrante de una estructura defensiva, una entrada en codo, muy utilizada por la arquitectura militar almohade allá donde el foso de agua era argumento imposible. Por su parte, a modo de respuesta, en un pertinaz movimiento de la garrota señala violentamente un tramo de barro moteado de blanco, junto a la farola de la izquierda. -Un pingue -me indica-, como si no conociera ya la cantinela. Una muela aislada y trozos de una posible rótula inculcan fe a los no creyentes de que la tumba, en su día, estuvo donde índica la punta del báculo. En unos pasos y amena charla nos plantamos junto a la puerta. A nuestra espalda, infiltrado entre la tapia que delimita los corrales de las casas vecinas, un nuevo testigo de tapial viene a ratificar la presencia del artificio codado, que no barbacana.

Como venía ocurriendo casi a diario, a media mañana un tropel de vociferantes escolares intenta colarse en avalancha para llenar de carreras las entrañas de la fortaleza. El caporal introduce el hierro en la cerradura, más ganzúa estrambótica que llave. Logra abrir el portalón no sin esfuerzo y alguna maña, la marabunta entra como una exhalación. Por su parte, el guía retrocede unos pasos mientras repica sobre el empedrado con el remache de hierro de su garrota, se detiene en firme junto a un panel interpretativo. Alza el cayado y lo dirige a las ruinas de Santa María, poco más que una cripta despedazada y un ábside aún más desvestido. -“Socólogo, ¿qué barruntas tú de esto? –espeta al viento sabiendo que estoy a sus espaldas.


sábado, 17 de febrero de 2018

El avaro Martín Esteban

Martín Esteban había sido cabrero y ganadero de lanar desde siempre, como lo fue su padre, lo fue su abuelo y con seguridad algún pariente suyo iba en la tropa de Abraham cuando movió su hato de ovejas por medio “creciente fértil”. De andares nada vacilantes y dormir poco, como burro y a cabezás, era hombre de morder aquí y allá, como las hormigas, mucho juntar y de corto gastar. Habiendo heredado un rebaño considerable, en poco tiempo y su mucho bullir lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo. A la contra, día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Siguiendo consejos de los que decían tener buenas entendederas y mejor apostolado, en las cosas de su hacienda había cambiado el campo abierto por los establos cerrados; andar a la par que el ganado por darle vuelta de cuando en cuando; cantar coplas al viento y disfrutar soleándose por un bregar sin tino.


viernes, 16 de febrero de 2018

Presentación "Los Molinos del Jacarero"

El sábado, 24 de febrero, a las 19:00 tendrá lugar la presentación de la novela “Los Molinos del Jacarero” en el Salón de Actos del Excmo. Ayuntamiento de Baños de la Encina.

La obra, que tiene como hilo conductor la tradición local del robo de la Cruz del Cristo del Llano, realiza un interesante repaso de los años finales del siglo XIX en Baños de la Encina, de su patrimonio cultural y de los personajes, casi siempre anónimos, que fueron sus protagonistas.

Prólogo: José Adolfo Estepa Blanco.

La presentación contará con varios amigos del autor:

Marga Reig, periodista agroalimentaria
Francisco Jiménez Rabasco, etnólogo
Eugenia Polo Moreno

Patrocinado por el Excmo. Ayuntamiento de Baños de la Encina.
El importe del dinero recaudado durante la presentación será donado en libros a la Biblioteca Municipal.



domingo, 11 de febrero de 2018

El viejo Braulio

En la andanza, sin encontrar la compostura hídrica que buscaban, a mediodía volcaron el barranco de la Salsipuedes, donde las aguas que traían como guiadera entran en nupcias con las del Rumblar. En la lejanía, por encima de ellos, vieron removerse una silueta confusa. Se trataba del viejo Braulio, que trajinaba sobre un promontorio elevado que se alza preñado entre los arroyos de la Rumblosa y Valdeloshuertos, una loma que a modo de espolón se asoma por encima del paraje donde las aguas de uno y otro se entregan a las del río principal. Trasteaba entre pizarrones y chaparreras, entre tiestos de orzas y tinajas, bajo el enorme cortado de Peñalosa, un gigantesco y mágico despeñadero, lugar donde desde viejo anidaban búhos reales y cigüeña negra. Para los que andan y siempre han andado por la cuenca del Rumblar, su topografía simula un seno que cada alborada gesta la salida del astro solar.

Subieron en su busca por revelarle lo que traían y pedir opinión. Tras los saludos de rigor y sin dar pie a que les cuenten su faena, les comenta que “él anda tras los pasos de una ciudad invisible, y que siendo como era de no dejarse ver habría de llegar el día que diera por verse”. Previendo gestos y burlas de los contertulios, les confirma que “entonces pocos se reirían de su afán”.

Moraba arroyo arriba, bajo una peña, más tinada o paridera que casucha, mal viviendo de lo poco que le daba un huerto pergeñado junto al regato. Y era Braulio hombre enjuto, nervudo y fibroso, de poca y plateada cabellera, con tantos años a la espalda que cuando intentaba enderezarla tenía que hacer un esfuerzo de más, y era de meter cabeza en agujero chico y no sacarla.



sábado, 10 de febrero de 2018

Solsticio

Se hizo un silencio casi eterno, el negro cielo se fue tiñendo de color sangre. Del seno de la roca madre, por levante, se alzó un gigantesco disco rojizo anaranjado, que no era otro que el legendario Neitín, hijo de Andara, el señalado como dios guerrero que habría de ser invicto, el que los mitos cantaban que un día habría de llegar:

Y la noche siempre llega, fría, cruda, curativa, / umbral y aurora del inminente renacer. /
Y siempre, sin falta, comparece el solsticio: “Deus Sol Invictus”.

Neitín se alzó definitivamente llenando de una luz inimaginable los cielos. Borró todo atisbo de oscuridad, deslumbró a la madre luna y apagó de una el ardor de los gamusinos. El agua del barranco comenzó a elevarse creando una densa atmósfera de vapor, que según se elevaba iba incubando nubes de mil formas. Una vez en la cúpula celestial, se enfriaba y volvía a caer, así una y otra vez. Y de todo esto nació el río que fue primero, Iber, padre de todos, que por el mucho metal de sus aguas vendría a llamarse Ferrumblar.



domingo, 4 de febrero de 2018

La Candelaria

Y la noche siempre llega, fría, cruda, curativa,
umbral y aurora del inminente renacer.
Y siempre, sin falta, comparece el solsticio: “Deus Sol Invictus”.

En lo hondo del llano, sentado junto a los restos del camión de Columpios y teniendo por frente la gigantesca noria de la Huerta Zambrana, en años, dejo pasar mi primera Candelaria sin lumbre. Al amparo de la oscuridad, en la Era de la Lechuga, en el llano de Santa María, sobre las ruinas del Corralón y hasta en los quebrados peñones del Mazacote atisbo un rosario de minúsculas lucecitas que se elevan con movimientos ondulantes, luciérnagas de oscilaciones quebradas que motean de claridad y alteran las sombras de callejas y casonas, remolinos de humo que bailan al son de un frío que hiere, pavesas balanceadas por el viento, pequeñísimas almas que se escapan en movimientos concéntricos hacia el cielo que las reclama, una negrura salpicada por miles de estrellas.

En el sosiego de la ausencia, emergen del humo dormido postales borrosas de jornadas que olían a raspadura de limón, harina tostá, canela y matalahúga. En el recuerdo, los inviernos de mi infancia duermen mecidos por una lenta sucesión de aromas a dulces y panes de tradición centenaria.

Con la Pura arrancaban los mixtos, un mantecado preñado por la experiencia familiar, una dulzaina singular que impregnaba de efluvios de anís la calleja del Cotanillo, el altozano de la Cuesta de los Herradores y el viario de la Mestanza. De entre la niebla de la memoria consiguen emerger escenas que dan cobijo a cientos de estrellas dulces, pilas de latas negras y un zagal que pugna por alzar las manos sobre la ancha mesa de pino. Eran también días en los que arrancaban las faenas propias de la candelaria y momentos que animaban las inquietudes de los chiquillos de entonces: dos meses de acarreo de madera, cientos de algarradas y tropelías sin límite. El humo eleva estampas borrosas donde los infantes acarrean leña de pino seco arrebatada a las entrañas de la dehesa, noches que llegan pronto y te cogen con el haz de ramón a media Amargura, mañanas frías en la solana de los Turrumbetes en busca del tomillo verde que será la mecha incendiaria…; y trae también imágenes de mucho juego e intrigas infantiles en la penumbra nocturna del Cotanillo, de la Llaná, metido en alguna pelea a pedradas entre barrios por robar unos costeros y, de cuando en cuando, logro apreciar en lo más oculto de mis fantasmas una candelaria calcinada antes de tiempo.

La Candelaria nos acercaba al terruño, nos hacia comulgar con nuestro entorno. Vara a vara, rincón a rincón, codo con codo, entre juegos y peleas, tropezones, pocinos y risas…, nos hermanaba con la Cueva de la Mona y la Serna, también con el Prao y el Polígono; nos daba a conocer la magia de Las Migaldías y nos impregnaba de los miedos del Pilarejo; nos llevaba en volandas por la Piedra Escurridera y recorríamos palmo a palmo el arroyo de la Zalá…; nos hacía conocedores y dueños de nuestra tierra y la respetábamos. Las últimas ascuas traían juegos de barro viejo, cantos y bailes de sierra y renacer, noches de alboroto y tradiciones ancestrales hoy pisoteadas por una modernidad, por un egoísmo que atenta contra la comunidad y el uso común de la tierra, que nada quiere saber de raíces… y se escucha el eco de campanas que doblan por unas formas de entender la tierra que se apagan.

Con los años, aquella noche, la de la Candelaria, se fue alargando y el jolgorio, sin apenas trance, daba paso a obligaciones de la edad. Y así, tras la fiesta de la víspera, la madrugá paría carros y más carros de las rosquillas de San Blas, las de la greña en la tetica, que por entonces, como diría mi abuela Pura, eran el mejor remedio para los males de garganta.


Santa María, años 60

viernes, 2 de febrero de 2018

Sobre la "robda de Vaños"

En el siglo XV, con los muchos años, la creación de la Santa Hermandad y de un ejército profesional, con la parquedad bélica del entorno y los nuevos usos agrícolas y comerciales del territorio, las edificaciones nombradas, unas antes y otras con los últimos estertores de la centuria, mudarían de fortines vigías a lugares de culto, a la par que surgían nuevos eremitorios y capillas, que pasaremos a analizar y que vienen a completar la nómina que presenta el censo de 1511. Así es, con el fin de la Guerra de Sucesión Castellana, la caída del Reino de Granada y el nacimiento de la “empresa americana” surge un nuevo estatus pacífico donde el lugar de Baños ocupa una posición geoestratégica muy privilegiada. Siempre a disposición de la ciudad de Baeza y de las necesidades del Reino, sobre la población del castillo, de su alcaide, declina ahora la obligación de una reorganización fiscal del tránsito y la protección de los caminos que discurren por su término privativo. Con éstas, ya en las postrimerías del siglo XV y con los Reyes Católicos campando a sus anchas, Sus Majestades emiten desde Santa Fe (1492), donde andaban cerrando sus negocios con el Reino Nazarí de Granada, un documento privilegio que permite al “lugar” de Baños la potestad de cobrar en su manso -territorio bajo su jurisdicción o término privativo- el impuesto denominado como “robda” o roda:
“(…) fue acordado que devyamos mandar que de aquí adelante las personas que paguen la dicha roda en el manso de Vilches o Vaños, logares dela dicha çibdad de Baeça, o en Mengibar, que es en térmyno dela çibdad de Jahén, no paguen en la dicha venta del Toldillo, e el que pagare en la dicha venta no la pague en nynguno delos logares susodichos, y que entretanto que en el nuestro consejo señale e dethermine lo que se debe hazer en todos los portadgos e almoxarifadgos e rodas de nuestros reynos que el que ovyere de coger la dicha roda leve de roda delas mercaderías e cargas e bestyas que pasaren por la dicha venta las contyas de maravedíes siguientes (…) Los quales dichos derechos de roda paguen las personas que pasaren por la dicha venta con las dichas bestyas cargadas o vazías como dicho es, que las personas que pagaren la dicha roda en qualquiera delos dichos logares de Vilches, Olivares o Vaños o Menjibar no la paguen en la Venta del Toldillo, e que las personas que pagaren en la dicha venta del Toldillo no paguen en nynguno delos dichos logares”. (AGS, RGS, III-1492, fol. 141)



jueves, 1 de febrero de 2018

¡Vaya "socólogos"!

En mañanas como aquélla, de agua pasada, olor a tierra y laero removido, gustaba de poco hacer y mucho parlamento, de respirar con anchuras y andar a la par con Antonio. Con la charla, nos daba por rodear el castillo y patear las terrazas “de la Mona”, por ver si aparecía tiesto raro, cacho de herrumbre raído y fuera de costumbre, moneda sin valor ni dueño…, y aquella mañana no tenía que ser de otra manera.

Pese a la lluvia, el goteo de viajeros no cejaba, gustaban de hurgar en los misterios de la alcazaba. Algún que otro despistado, fuera de redil, se asomaba al mirador huyendo de la batuta del guía local. Mil veces puesto en el mismo vericueto y situación, no tardabas en escuchar el mismo eco -¡cuánto olivo!

A esto, respondía uno como ajeno a la situación, -la extensa llanura que ve a sus pies fue ocupada por una cuña marítima. Hasta hace poco más de 8 millones de años todo lo que ve estaba ocupado por una extensa lámina de agua, de ahí lo fértil de esta tierra.

Antonio, alejándose con aspavientos de la escena, voceaba sin dirigir la palabra a nadie -un mar, pues no que dice que ahí abajo había un mar, ¡lo habrá visto él!

- Que sí Antonio, que es así, -le respondía-. ¿Pues no sabes de las muchas conchas gigantes que aparecen por encima de la “Casa de las Señora”?, -le argumento.

Abajo, en el llano, el humo de cien hogueras alimentadas con sierpes intenta elevarse. Antonio aligera el paso y se adelanta unos metros, sigue rumiando a media voz, -¡vaya “socólogos” estos!