Casi de siempre, desde que bien chico descubrí que en mi pueblo había
presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada rincón de mi tierra
por descubrirme en ella. He perseguido el hilo de dos piedras que parecían callar
mucho, he mirado debajo de toda charabasca que ocultara un ripio y he husmeado
detrás de cualquier hormazo por identificarme con ella. Y procediendo de esta
manera, el otero de La Verónica, que no quedó ajeno a tan inquietante trajín
infantil, me robo el alma desde muy pronto, con la misma sencillez que la ‘rociá’
hace suyo el primer hilo de la luz de la mañana.
Pronto y en lugar, de muy zagal y mirándome en mis mayores, aprendí a andar
por lo hondo de la Herradura sin un ápice de vértigo y a salir del barranco sin
que se me rompiera el aliento. Después, mucho después, cuando supe de acrópolis
y fortines, con los ojos como rastros, diseccioné todo palmo de tierra, olisquee
cada cascajo y creí sentir la calidez que pudiera transmitirme cualquier
tiesto. Busqué y mil veces busqué…, una roca bermeja, ancha y abarquillada, una
estela o una cazoleta horadadas en la roca, un cacho de barro con el pellizco
de un mamelón, las suaves formas de una tulipa, la turgencia de una carena o el
atezado toque aristocrático de una copa funeraria. Me encaramé a la supuesta y doblada
rigidez de un bastión, a cada una de las terrazas escalonadas, a los estrechos
e imaginarios adarves y quise apreciar, muy a lo lejos y en cualquier altozano,
la vaporosa impronta de una torre de humo que se elevaba rodeada por una
inquietante cohorte de pavesas.
Pero fue tarde, creo que en el trascurso de una silenciosa tarde del
otoño, cuando aprendí a detenerme, a sentarme sobre una peña y observar cada
detalle por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de disfrutar de
algo tan sencillo como el horizonte, un paisaje que se retorcía una y mil veces
huyendo hacia el infinito norte. Quizá, fue también entonces cuando por fin descubrí
el viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.
Y mientras tanto, colgado sobre el barranco, acunado por el tiempo y
domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras y la
callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena
huérfana de marinero. Aquellos versos cicatrizados sobre la roca siempre
estuvieran así de cerca, como aquellas terrazas escalonadas que mostraban una
huella imperecedera, casi eterna, que antes no supe ver. No sabría decir si el
huerto fue antes, después o tan argárico como el poblado de La Verónica, pero
lo cierto es que siempre fue.
Desde los primeros días de la Humanidad hubo unas directrices para lidiar
con esta tierra, el huerto las conocía a pie juntillas y las narraba con
vehemencia, pero las doblamos ocultándolas en cualquier cajón descabezado. Imitando
al norte perdimos el sur. La eficacia y la racionalidad nunca estuvieron en
derramar más sangre y más sudor, tampoco en el mecánico hastío de la rutina
diaria ni en la productividad de tirar y quemar. La tierra siempre nos dictó
sus normas, aunque ahora las ocultemos en la ancha papelera del escritorio.
Nadie nos dijo que no había que correr tanto ni ir tan lejos para acercarnos
a la verdad, aunque con ello tan sólo nos aproximáramos un poquito, y como
idiotas perdemos el tiempo, y hasta la vida, intentando adelantar a los demás.
Portera, Huerto la Vizca
Cordel de Guarromán, Calvario Viejo y Molino al fondo
Cordel de Guarromán, delimitación de la Vía Pecuaria
Barranco la Yegua, Cuenca del Río Grande al fondo. Vallado tradicional con mojones de granito
Fortín Argárico de La Mesta
Corraliza para ganados, Barranco la Yegua
Pastando de la dehesa, vacas de "carne"
Herradura de la Verónica, Embalse del Rumblar (Río Grande)
Corraliza en la Verónica, los meandros del río al fondo
Casucha en Huerto la Vizca, evolución del hábitat
Casucha en Huerto la Vizca, agarrada a la pendiente de un bancal
Vida en el apagado cauce del arroyo que alimenta el huerto
En primera línea, en encinar que se regenera. Al fondo, bancales del huerto
Huerto en barranco, bancales
La casa del huerto desde la bajada al arroyo
Poblado argárico de la Verónica, acceso
Acrópolis de la Verónica
Terrazas, la Verónica
Muro de las terrazas al descubierto, la Verónica
Terrazas, la Verónica
Terrazas, la Verónica
Torruca, por encima del huerto. Baños al fondo
La vida, que sigue
Como siempre, un placer leerte e intentar cotejar tus imágenes con las de mi memoria. SalÍ de Baños de muy chica pero conservo intactas algunas cosas, nombres, lugares de los que describes. Leerte es disfrutar de nuevo de mi tierra. Sigue por favor...muchas gracias
ResponderEliminarUn placer que me sigas, espero seguir escribiendo más cosillas
EliminarMuy bueno José María, a ver si acaba todo esto, y podemos salir a que me enseñes de una vez, todas esas cosas, que a mi me gustan. Un Saludo, Juan Caballero.
ResponderEliminar¡Gracias, Juan! A ver si es verdad y echamos un rato, tengo por ahí alguna cosilla...
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