Con puntualidad, cruda, la noche se viste de negro. Gélida, pero curativa, umbral y aurora del necesario amanecer.
En la hondura del llano, vencido por la
memoria que me sumerge entre chatarra y melancolía, espero plácidamente y como
espectador mi primera candelaria sin lumbre. Por frente, en medio del chortal,
un enorme andén de noria pugna por emerger del lodazal. Desde la lejanía y al
amparo de la oscuridad, observo que en la Era de la Lechuga, en el llano de
Santa María, sobre las ruinas del Corralón y hasta en los quebrados peñones del
Mazacote un rosario de minúsculas lucecitas que se elevan con movimientos
ondulantes, luciérnagas que oscilan domeñadas por el viento y que distorsionan
las sombras de casonas y callejas, la realidad que parece y no es. Remolinos de
humo que bailan al son de un frío que hiere, pavesas balanceadas por el cierzo,
pequeñísimas almas que escapan en movimientos concéntricos hacia el cielo que
las reclama: una negrura claveteada por miles de estrellas centelleantes.
Sumido en la derrota de mi soledad,
emergen del humo dormido postales borrosas, lejanas en el tiempo, de mañanas
que olían a harina tostá, raspadura
de limón, canela y matalahúga. En el recuerdo, los inviernos de mi infancia
duermen mecidos por una lenta sucesión de aromas dulces, aceite nuevo y panes que
te miran con unos ojos muy grandes. Con la
Pura arrancaban los mixtos, un mantecado gestado por la sabiduría familiar,
una dulzaina singular que impregnaba con efluvios de anís la tahona del Cotanillo
y sus aledaños. Por momentos, cuando se disipa la niebla que encapota el
recuerdo, con cierta vaguedad se dibujan escenas iluminadas por cientos de
estrellas dulces que alumbran pilas y pilas de latas ennegrecidas… y a un
chiquillo que no levanta un palmo. Con la camisa arremangada y embadurnado en
harina, el mocoso imagina lo que desea y jamás se hará realidad. Tras la
cosecha generosa, los estertores del otoño presagian que con el invierno podría
empantanarse la noche más larga.
La candelaria estaba próxima, se
barruntaba los preparativos, y la rueda de juntar leña echaba a andar. Comenzaban
dos meses de acarreo de cualquier cosa que ardiera, pero también era tiempo de
algarradas y tropelías sin límite que conseguían apaciguar algunas inquietudes
y el ímpetu sin razón de unos zagales con poco rumbo. De entonces, el humo dibuja
estampas que he perdido con el hilo del tiempo, escenas donde la chiquillería
arrastra leña recogida en la dehesa, de noches que llegan pronto y te cogen con
el haz de ramón a media Amargura y de mañanas frías en la solana de los
Turrumbetes con la única intención de segar el cantueso que prendería el
corazón de la lumbre. Pero también me trae imágenes de mucho juego e intrigas
infantiles en la penumbra del Cotanillo, o en la anchura de la Llaná, metido en
alguna pelea a pedradas por robar unos costeros. De cuando en cuando, de entre
la borrosa maraña de recuerdos, emerge una fogata calcinada antes de tiempo por
impulso de una mente traviesa. La candelaria nos acercaba al terruño y nos
hacía comulgar con nuestro entorno. Codo con codo, entre juegos y peleas,
tropezones, porcinos y risas… nos hermanaba con cada uno de los rincones de
nuestra geografía más cercana. La mágica umbría de las Migaldías nos envolvía
bajo su manto verde y nos vendía esperanzas que igual nunca llegaron; suspirábamos
ante el enigmático silencio que desprendía el hoyo de la Cueva la Mona mientras
esculpíamos un corazón en el Peñón Gordo; y nos atenazaba un miedo atroz con
solo escuchar el nombre de la Encantá,
un disparate de señora que enjuagaba sus pecados en las oscuras aguas del Pilarejo.
Corríamos sin tino ni dirección por la Piedra Escurridera, un berrocal de
fantasmagóricas siluetas rocosas… y nos empapábamos con sueños vanos en el
arroyo de la Zalá… Nos hacíamos con
cada rincón de nuestra tierra, lo domeñábamos y lo respetábamos. Las últimas
ascuas traían juegos de barro viejo, cantos y bailes de sierra y renacer,
noches de alboroto y tradiciones ancestrales hoy pisoteadas por una modernidad
malentendida, por un egoísmo que atenta contra la comunidad y el uso común de
la tierra, que ya nada quiere saber de raíces… En el recuerdo, se escucha el
eco de campanas que doblan por unas formas de entender la tierra que se apagan.
Hoy casi todo es ceniza, noche y desmemoria. Quizá y por todo, siempre, tras la
euforia y sin falta llega la noche más cruda.
Con los años, aquella noche, la de la
candelaria, se hizo más larga. Al vértigo de la lumbre, sin apenas trance,
dieron paso las obligaciones que imponía la nueva realidad. Y así, tras la
fiesta de la víspera, la madrugada de San Blas gestaba cientos de rosquillas,
las de la greña en la tética, que, por entonces y como diría mi abuela Pura,
eran el mejor remedio para cualquier mal de garganta… y quizá para la desmemoria.
Al final de todo, cuando podría parecer
que la noche medra y se hace eterna, entonces, sin falta, llegará el nuevo solsticio,
mudará la escena y se tornarán los intérpretes. El ciclo de la vida volverá a
girar sin preguntarse razones: Deus Sol Invictus.
* ¡¡¡Mil gracias a mi amiga Rosa Cruz por tender puentes!!!
Las buenas obras deben aparecer en libros. Enhorabuena.
ResponderEliminarPerdona, pero creo que ya me conoces un poco. Si, bueno, es cierto que siempre es una meta, llegar al libro, cierto, pero no hubiera sido posible sin tu ayuda. ¡Gracias, amiga!
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