En dos traspiés nos pusimos en los canteros de la Cestería, arrimados al Laero, un quiñón en perenne barbecho salpicado de almendros y mustias alcaparreras, que se desliza por la solana del castillo. Desde lo hondo, más que verlo trastear en el otero escucho su retahíla de vituperios y salmodias.
Se trata de un tipo muy delgado, nervudo, arrugado a la fuerza de tanto pelear con la vida. De sempiterna garrota machacona, gorra descolorida y cazadora deslucida. Se sabía de su presencia mucho antes de llegar a verlo, su voz de pregón le precedía en un afán constante por no quedar ajeno a las escenas que pisoteaba. Aquella mañana, como la anterior, como la que le precedió…, como todas, se asomó desde el altozano del Cueto al hoyo de la Cestería, mirando de reojo a la Peñasca y clamando con la garrota en alto que no, que lo esperaran para más adelante. Y tronó mil nombres de los muchos que han penetrado en la fortaleza y de los cientos que vaticina que aún la han de visitar. Poco importaba que alguien lo oyera o no, cada mañana, cada tarde y casi cada noche su voz tenía obligada norma de rasgar la plácida atmósfera de Santa María.
Ahora, situados sobre la artificiosa meseta de Santa María, al exterior del recinto fortificado y en el vértice de poniente, escudriñamos al frente el vecino cerro del Gólgota por apreciar si en la solana hay vacas que aventuren lluvia. Se dice que los bichos barruntan los nublos antes que asomen por las lomas de Mosquila, ¡cosas de viejos! Era aquella una mañana de otoño gélida, que tuvo como preámbulo una oscura noche de agua. El café, hirviendo, me armó de valor para encauzar la empinada escalera y buscar sus monólogos. En nuestros encuentros poco lugar había para que uno diera opinión. Mucho escuchar, filtrar algún que otro chisme bondadoso, reírte de cualquier desvarío y aprender… y mucho. La garrota, como sus cuerdas vocales, en constante mudanza. Después de un saludo de rigor, —¿cómo están los chiquillos?—, nos varamos un instante estudiando el horizonte. Era una manera más o menos acordada de dejar claro los intereses del día: esa mañana no tenía tarea pendiente, así lo dejé entrever respondiendo con alguna barbaridad a los improperios sin sentido y huecas amenazas que seguía disparando.
En días como aquel, de agua y tierra removida, gustábamos de rodear el castillo por ver si nos topábamos con alguna moneda negruzca y de poco valor, alguna flecha oxidada o algún tiesto fuera de lugar que llamara la atención. La hacienda, como siempre, solía tener escasa recompensa. Viramos hacia el callejoncillo que lleva a la puerta del Castillo, el de Juan Pablo. De entre el murete de la diestra y el verde de los jazmines asoma una pequeña traza de calicanto, se la indico. Con seguridad, era parte integrante de una estructura defensiva, una entrada en codo, muy utilizada por la arquitectura militar almohade allá donde el foso de agua era argumento imposible. Por su parte, a modo de respuesta, en un pertinaz movimiento de la garrota señala violentamente un tramo de barro moteado de blanco, junto a la farola de la izquierda. —Un pingüe —me indica—, como si no conociera ya la cantinela. Una muela aislada y trozos de una posible rótula inculcan fe a los no creyentes de que la tumba, en su día, estuvo donde índica la punta del báculo. En unos pasos y amena charla nos plantamos junto a la puerta. A nuestra espalda, infiltrado entre la tapia que delimita los corrales de las casas vecinas, un nuevo testigo de tapial viene a ratificar la presencia del artificio codado, que no barbacana.
Como venía ocurriendo casi a diario, a media mañana un tropel de vociferantes escolares intenta colarse en avalancha para llenar de carreras las entrañas de la fortaleza. El caporal introduce el hierro en la cerradura, más ganzúa estrambótica que llave. Logra abrir el portalón no sin esfuerzo y alguna maña, la marabunta entra como una exhalación. Por su parte y de manera más que premeditada, el guía retrocede unos pasos mientras repica sobre el empedrado con el remache de hierro de su garrota y se detiene en firme junto a un panel interpretativo. Alza el cayado y lo dirige a las ruinas de Santa María, poco más que una cripta despedazada y un ábside aún más desvestido. —Socólogo, ¿qué barruntas tú de esto?—, espeta al viento sabiendo que estoy a sus espaldas.
— Otro día, —le digo.
Se toca ligeramente la gorra y apenas baja un ápice el ángulo de la visera. Doy por entendida la insinuación y damos por finado el cónclave.
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Decía el bueno de Juanito ‘Mariano’ que una tertulia sin vino y voces, ni era tertulia ni era ná. Con Antonio me di muchas voces, o él me las dio, y eché algunos vasillos de la ‘monja’, pocos, porque la ‘señora’ llegó sin avisar y casi se lo lleva ante el ‘jefe’… y los dejamos. En homenaje, amigo, a los buenos ratos de aprendizaje.
Emotivo hasta la médula, siempre es un placer leerte.
ResponderEliminar¡Muchas gracias!
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