Semillita
volaba ahora por un paraje totalmente negro… y hasta frío, donde no veía tierra
ni cielo, tampoco vivienda alguna, ¡todo era oscuridad! La ausencia de luz no
le permitía ver ni un solo metro de terreno. La brisa provocada por las aspas
del molino, débil y aburrida de soplar en el mismo sentido, de pronto se
detuvo, dio la vuelta y se fue con el cuento a otra parte dejando que la
simiente cayera a plomo. Semillita, con la experiencia adquirida en esto de
caerse y medio dar con cuerpo en tierra, con no poco esfuerzo movió sus manitas
arriba y abajo logrando frenar la caída un pelín.
Fue a enredarse en un manojillo de tiramomos
de un enorme eucalipto, un árbol malhumorado y cascarrabias que soltó un
improperio cuando notó entre sus ramas la presencia de la simiente.
-¡Grrr, al carajo la tranquilidad!, ¡aquí no hay
quién duerma!
El
eucalipto, al que llamaban Lubbo, era
tan grande y espeso que podía ocultar bajo su maraña de hojas varias rocas de un
tamaño enorme, en verdad lo hacía. La presencia de estas piedras y su tamaño
venía a confirmar que el lugar, que era llamado por los vecinos como Mazacote, un
día fue cantera donde se extraían pedruscos para edificar las casas del pueblo.
Molesto por la inesperada visita, Lubbo
movió la copa con energía, como si se despulgara, mientras aventuraba con voz
amenazante que la pequeña no llegaría con vida a la mañana siguiente.
-¡Cuánto novato anda suelto!, no sabes por dónde
andas y con quién te juegas los cuartos –voceó-.
-Nunca germinarás, te ocurrirá como a todas las de
tu familia que llegan desde el otro lado del río, ya lo verás –afirmó con
rotundidad mientras movía las ramas de forma calculada, con la intención de no dañar
a la semillita.
El
lanzamiento fue suave y con poco estropicio, cayó junto a una de las rocas, una
piedra cortada casi en vertical, a modo de refugio inclinado hacia adentro. Allí
fue a desplomarse la semilla, sobre la esponjosa tierra que, tiempo atrás, había
pergeñado un viejo lentisco. Momentáneamente, al abrigo de la piedra, quedó
protegida de los malos y gélidos vientos del norte, cuando los había.
-¡Menos mal que ya he dejado de dar vueltas y volar!
-se le escapó a modo de obligado suspiro.
A
su espalda, mientras se acomodaba al calor de la piedra, escuchó que se removía
alguien muy pesado. La poca luz del paraje no le dejó ver qué inquilino andaba
de mudanza.
-Muy en el fondo esta disparatada y quejica matucha,
este haz de tiramomos buenos para
nada, es una buenaza –oyó semilla medio aturdida por la fuerza y el trueno de la
voz. Por la oscuridad reinante, no supo acertar de quién era ni de dónde
provenía aquel aviso.
Estaba
muy cansada, así que intentó dormirse. La bondad de la tierra, junto con una
poquita agua de la rociá que había dejado
caer el eucalipto con su sacudida, favoreció que Semilla penetrara lentamente
en el mullido suelo. Se cobijó y arropó en el interior, bajo la protección de
la piedra. Cuando más cómoda estaba, de repente, de las patitas comenzaron a
crecerle unos finos tentaculillos que penetraron un poquito, cada vez más y más,
se asustó. Semilla se agarró muy fuerte a una arista de la piedra, pues creyó
que la tierra se la tragaba toda de una.
-¡Ay!, ¡ay!... lo que me faltaba, o subo al cielo
o bajo a los infiernos.
De
pronto, de un momento para otro y con alegría, distinguió que por las pequeñas
raíces comenzaba a recibir alimento y agua. En unos instantes se notó con mucha
más energía.
-¡Uy!, pues no que al final me voy a poner las
botas comiendo.
Aprovechó
el momento de tranquilidad y tragó sin mesura, el viaje le había dado un hambre
terrible. Sin apenas darse cuenta, en la oscuridad de la noche, el cuello le
creció un poco y en un instante se transformó en erguido tallo verde. Primero
cortito, después se alargó más y más. Escuchó de nuevo como si se removiera la
tierra. Puso oído, nada. Con cierta timidez, con las raíces a tope y rodeada de
migajas, asomó la cabecita un poco al exterior. Tampoco vio nada.
-
Buenas
noches –le dijo con seriedad, sonando como un trueno, el vozarrón de antes.
Puso
el oído y apreció que sonaba como con eco, el sonido parecía venir de todas
partes. Se volvió y miró detrás de ella, en el hueco, y vio una sonrisa
gigantesca que pertenecía a la roca que la abrigaba.
-Anda, apégate a mí, protégete a mi resguardo –le
dijo-, ¡qué vendrás helada de tanto viaje! ¡Arrímate leches!, que aún conservo un
poco de temperatura de una lumbre que encendió esta tarde un humano. Apégate, te
dará calorcica.
La
pequeña semilla no contestó nada, se puso bastante colorada y acurrucó sus flamantes
hojas contra la piedra. La roca, viendo que Semilla tenía poca conversación y
era muy vergonzosa, comenzó a hablar por su cuenta haciendo alardes de gran desparpajo
e ironía en estos menesteres.
-Mi nombre es Petra,
¿de qué otra forma podría llamarme si soy una roca? Lo que no es de lógica es
que se llame Pedro un alcornoque, o que una china de río se apode Rosa o
Jazmín. ¡Qué tonto es el eucalipto!, Lubbo,
¿qué nombre es ése? ¿Te he dicho qué me llamó piedra? –tronó su gran voz.
Con
toda la perorata que se traía entre manos, Petra no se dio cuenta que se acercaba
un ratoncillo y que husmeaba el rastro de semilla. El roedor intentó darle un bocaíllo.
-¡Ay! – se le escapa un gritito a Semilla.
Petra, viendo al instante lo
que ocurría, dio un grito enorme que hizo que el ratoncillo, no esperándolo, se
quedara paralizado y echara a temblar del susto. Semilla se apegó aún más a la piedra
dándole un gran abrazo.
El
ratoncito, asustado, dio un salto hacia atrás y huyó como alma que persigue el
diablo. Sin ser consciente de ello, este movimiento le salvó de las garras de
un búho enorme. Al moverse a un lado, el roedor evitó a la rapaz que descendía
embalada sobre él. El ave, sin control ni frenos, se dio de bruces contra el
suelo y rodó como una pelota hasta romperse los morros contra la roca.
-¡Uy, casi lo atrapo!, ¡mecachis! –se quejó Búho.
El
roedor huyó del lugar despavorido, como una exhalación y con el rabo entre las
patitas. Búho se recompuso, se limpió las plumas y miró con detenimiento a Semilla.
-Tú eres la que hace un rato iba en la espalda de
la cigüeña ¿no?, –le dijo Búho mientras agitaba de una manera muy extraña sus
enormes ojos, como moviéndolos en círculo. Sin esperar respuesta, comienza a moverse
de una forma bastante rara, como si se desplazara de lado sin alzar los pies. Sigue
con su discurso.
-¡Uh, me da que no llegarás hasta el amanecer! Ninguna
de tu especie acaba de una pieza a este lado del río. Si logran cruzar las
aguas, cosa bastante difícil aunque tú sí lo has conseguido, duran poco tiempo para
contarlo. ¡Zas!, pierden la pelliza después. Seguro que te comerá un bicho o te
chuchurrirás de calor, seguro, ¡ya lo verás! Bueno, -dijo muy serio- no, no lo
verás.
-Ahora, si hubieras germinado por donde yo tengo mi
nido, en Peñalosa… ahí sí, ¡eso sería otra cosa! ¡Si es que sois muy torpes!, a
ver a dónde leches vais a plantar raíces, tan lejos de vuestra casa.
El
pájaro, que era un poco rechoncho, como una sandía un pelín apepinada, de poco cuello, casi ninguno, y apretado contra el
cuerpo, no se cansaba con tanta verborrea.
-Pues sí, ya te digo, en Peñalosa sería distinto. Yo
vivo en una roca gigantesca, cortada en picado. Por encima tengo el nido, con
unas vistas espectaculares del río, de la sierra… desde allí puedo ver el
castillo… hasta el molino lo veo.
-En el lugar corren varios regatos de agua fresca
y muchas fuentes. Allí crecen matas de toda clase y pelaje, que se desprenden
aromas inimaginables: romero, cantueso, mejorana... Hay árboles enormes, sobre
todo encinas, y arbustos más pequeños, como lentiscos y alguna cornicabra…
claro, también hay jaras de toda clase, como tú. Lo que te digo, allí te iría
bien. ¿Aquí?... pues no sé.
-Apégate a Petra,
es buena gente –comentó Búho mientras echaba a volar con gran estruendo de sus
alas y menos saliva que un caracol en el desierto, ¡que se había quedado seco
de tanto habla que te habla!- Bueno, andaré por aquí por si hay que echarte una
mano, -dijo Búho.
De
un momento a otro la oscuridad se hizo más profunda, quizá por el silencio en
que se sumió el lugar. Se quedaron en su soledad Lubbo, Petra y la pequeña
semilla.
Ilustración: Juan Basilio Martos Ramos
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