Domingo
de Ramos, victoria
Cuando chico y por aquellos días, a
los zagales que rondábamos el Corralón, un altozano en eterna ruina y excelente
cubil para ocultar las muchas invenciones y trastás
de la chiquillería, nos daba por entretener las mañanas de sopor, y no
aburrirnos, con trajines que hoy sonarían a disparate.
Cuando el sol andaba en todo lo
alto, los chiquillos veíamos a Juan Manuel, con regocijo y como si el buen
señor condujera un pollino ataviado de palmas y ramoniza, doblar la empinada calleja del Cotanillo cabalgando sobre
su cascajoso Pascuali. El artilugio no
era más que un alboroto de hierros y reventones de carburador, un vehículo de
un amarillo descolorido que avisaba anticipadamente y con gran estruendo de su
llegada. Y era el piloto un señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del
demonio, de fuerte vozarrón, un estampido según horas, pero de un corazón tan
grande que no desmerecía el trueno de la voz.
Después de cientos de traqueteos y
dejando atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el rumor estridente de las
chicharras, llegaba al pie de las cuadras dominado por tal frenesí que más
parecía baile de San Vito. Y de tal calibre llegaban a ser los meneos que,
puestos los pies en tierra, aún se tenía unos momentos en vilo. El remolque,
cargada hasta las trancas con alpacas de paja o haces de ramón, según tiempo,
por su esperpéntica forma en nada desmerecía a las más afamadas e históricas
torres. Unas veces a la muy fotográfica Torre de Pisa, por el mucho ángulo y
doblez que mostraba la carga, y no eran menos las ocasiones en las que la
inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la
compostura.
Miércoles
Santo, traición
Martín Esteban había sido cabrero y
ganadero de lana desde siempre, como lo fue su padre, lo fue su abuelo y con
seguridad algún pariente suyo iba en la tropa de Abraham cuando movió su hato
de ovejas por medio Creciente Fértil. De andares nada vacilantes y dormir poco,
como burro y a cabezás, era hombre de morder aquí y allá, como las
hormigas, de juntar mucha plata, gastar ninguna y vender a su padre si era
menester. Habiendo heredado un rebaño considerable, en poco tiempo, y por su
mucho bullir, lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo. Contrariamente,
día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Pero hete ahí, que en las
cosas de su hacienda, y dejándose llevar por los consejos de los que decían
tener buenas entendederas y mejor apostolado, había cambiado el campo abierto
por las cuadras, pastorear a la par que el ganado por darle vuelta y grano, cantar
coplas al viento y disfrutar soleándose por un bregar sin tino… y ahora se
quejaba de andar sin cuartos y día con día se le resecaba el alma.
Jueves
Santo, humildad
Pese a lo intempestivo de las horas, el lugar era
hospitalario y olía a tierra mojada, generosa. La atmósfera era limpia y la
sensación acogedora, como tarde cuando amaina la tormenta. El
anciano, hombre humilde, de huerta y pocos excesos, de pan y vino diarios, me
observaba con las manos atrás y ligeramente encorvado hacia delante. El
Tuerto, le llamaban. Unos lo tenían por huraño y cenobita, otros lo
consideraban muy leído y hombre de costumbres austeras. Él se
tenía por gente de bien en su justa medida, de lavarle los pies a cualquiera
que viniera de buenas. Lo cierto es que el labriego era de porte bronco y ojo
más seco que ripio, según se dice fruto de un disparate digno de no contar. Su
silueta se elevaba más tiesa que erguida, solitaria y retorcida como almendro
centenario en estepa. En su papel de augur, se decía autodidacta y sabio que
pocos comprendían, y era considerado viejo para todo y por todos. Quizá fuera
octogenario, al menos lo parecía. De cotidiano, andaba entregado a su hacienda
mientras recitaba una cantinela perenne: contaba que con aquello de ser la
huerta aprisco de muy atrás, por allí caía gente de todos los estamentos, los
de un bando y los del otro, los que se rigen por el César y los que se arriman
a lo sagrado, unos y los otros, dando instrucciones de cómo debía hacer esto y
desandar lo otro. Con rotundidad, afirmaba que estaba hasta las narices de
tanto sujeto empeñado en evangelizar, que él ya sabría qué oración y a quién
rezar cuando tocara. Auspiciaba, con vehemencia, que cualquier día le soltaba
los perros a tanto apóstol
ungido.
Viernes Santo, sacrificio
Con rigores climáticos tan contrarios
y noche tras noche, Juana, que llamaban la Recortá por su
escasa altura y volumen, hacía honor a su apodo intentando conciliar el sueño totalmente
encogida, simulando la posición de un feto y como si fuera muy poca cosa.
Dormitaba bajo la bóveda de la solería del Camarín del Cristo, junto a la boca
del aljibe que el inmueble guardaba en sus entrañas. Más amodorrada que
durmiendo, por la mañana aseguraba tener siempre los pies en alto no fuera a
fulminarla un rayo.
Era el cubil estrecho y a la sazón
húmedo, de paredes poco elevadas y la techumbre apretada contra el solar.
Sostén del propio camarín, era cimiento de la cruz del Cristo y de la suya
propia. Ocupaba el lugar lo más hondo de un macizo torreón que, a modo de
bandera, ondeaba en la cima un caballete con una enorme veleta cruciforme.
Según opinaba la Recortá, aquel amasijo de hierro tenía encomendada
como protectora función la de hacer de pararrayos. Todo aquél que sabía de
ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus
funciones, nacida en el tajo e hija y nieta de santeras. Pero en noches de
trajín eléctrico como lo era ésta, pese a todo su afán y querencia por lo que
custodiaba, todo le traía al pairo…, incluido su buen consorte que nunca
llegaba con hora.
Y era Horacico cojo y marido de la
susodicha. Siendo de diario hombre de huerta y cantina, siempre llevaba de
reata a su Verea, una pollina deslomada y dócil. El nombre del
animal no era casual y parecía más puesto por Juana que por el compañero de
ronda de la borrica, pues noche sí y noche también entregaba al propietario en
situación poco decorosa. Y en tardes como aquélla, Horacico, justificándose con
las inclemencias del tiempo y la obligada necesidad de no mojarse por su poca
salud, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando
así calarse por fuera, acababa empapado por dentro.
Sábado
de Gloria, purificación
En mañanas como aquélla, de agua calaera y purificadora, de olor a tierra
y laero removido, gustaba de poco hacer y conseguir mucho
parlamento, de respirar con anchuras y andar a la vera de Antonio. Con la
charla, nos daba por rodear el castillo y patear las terrazas “de la Mona”,
por ver si aparecía algún tiesto raro, un cacho de herrumbre raído y fuera de
costumbre o cualquier moneda sin valor ni dueño…, y aquella mañana no tenía por
qué ser de otra manera.
Pese a la lluvia, el goteo de
viajeros no cejaba. Gustaban de hurgar en los misterios de la fortaleza. Algún
que otro despistado, fuera de redil, se asomaba al mirador huyendo de la batuta
del guía. Mil veces puesto en el mismo vericueto y situación, no tardabas en
escuchar el mismo eco:
—¡Cuánto olivo!
A esto, respondía uno como si no
fuera ajeno a la escena:
—La extensa llanura que ve a sus
pies fue ocupada por una cuña marítima, una sedimentación muy lenta provocó la
existencia de este valle. Hasta hace poco más de 8 millones de años todo lo que
ve estaba ocupado por una enorme lámina de agua, de ahí la fertilidad de esta
tierra.
Antonio, alejándose con aspavientos,
voceaba sin dirigirse a nadie en concreto:
—¡¡¡Un mar!!!, pues no dice que ahí
abajo había un mar. ¡Lo habrá visto él!
—Que sí Antonio, que es así, —le
respondía yo—. ¿Es que no sabes de las muchas y enormes conchas que aparecen
por encima de la Casa de las Señoras?, —le argumentaba.
Abajo, en el llano, el humo de cien
hogueras alimentadas de sierpes intentaba elevarse. Antonio aligera el paso y
se adelanta unos metros mientras sigue rumiando a media voz:
—¡Vaya “socólogos” estos!
Domingo
de Resurrección, renovación
A mediodía y metidos en la andanza,
sin haber encontrado la compostura hidráulica que buscaban, doblaron al
barranco de la Salsipuedes, donde las aguas que traían como guiadera volcaban
en el cauce principal. En la lejanía, por encima de ellos, vieron removerse una
silueta, confusa. Se trataba de Braulio, un viejo huraño que se entretenía trajinando
calicatas sobre un promontorio elevado, un otero que se alzaba donde los
arroyos de la Rumblosa y Valdeloshuertos entraban en nupcias. La loma, que
semejaba un reseco espolón, se asomaba al lugar donde las aguas de los dos
arroyos se entregan al padre Rumblar. Se le veía trasteando entre pizarrones y
chaparreras, removiendo tiestos de orzas y tinajas bajo el enorme cortado de
Peñalosa, un gigantesco y mágico despeñadero, un lugar donde, desde viejo,
anidaban búhos reales y cigüeña negra. En el peñasco, con cada renacer, se
desperezaba el astro solar.
Subieron en su busca por revelarle
lo que traían y pedir opinión. El anciano, tras los saludos de rigor y sin dar
pie a que le contaran la obligación que rumiaban, les comenta que “andaba tras
los pasos de una ciudad invisible y eterna, y que siendo como era
de no dejarse ver habría de llegar el día que diera por verse”. Previendo
gestos y burlas de los contertulios, se ratifica diciendo “que entonces pocos
se reirían de su entrega y afán”.
Moraba el vejestorio riacho arriba,
bajo una peña, más tinada o paridera que casucha, bienviviendo con lo justo, lo
que le daba un huerto pergeñado junto al regato, cuatro gallinas de poner
huevos y un soto de conejos… un paisaje en constante renovación. Y era Braulio
hombre enjuto, nervudo y fibroso, de poca y plateada cabellera, con tantos años
a la espalda que cuando intentaba enderezarla tenía que hacer un esfuerzo de
más. Y era persona de meter cabeza en agujero chico y ya no sacarla.
No tengo más remedio que decirte que admiro tu trabajo, que consigues dejarme sin palabras, porque para contestarte debería una ponerse a tu altura pero eso es imposible, así que me quedaré como soy, una mera aprendiz hacia los elogios que merecéis gente como tú donde la facilidad de palabras o os nace de dentro o debe existir algún duende del pasado, ancestral de la familia, que en su recorrido por la tierra acaba por quedarse contigo porque no quiere partir. Y me he leído, ya con ésta, tres veces este bellísimo artículo, que conste. Enhorabuena José María, no dejes nunca de escribir, quizás las musas no acudan a nosotros porque hace tiempo que cohabitan contigo.
ResponderEliminarRosa, es un placer leer tus comentarios. Como diría Patricio, disfruto de la "tierra vieja y el aceite nuevo" e intento que no se pierda su memoria... y me encanta hacerlo. En cuanto a las musas, creo que pululan entre los personajes que he intentado "utilizar" para contar mi forma de entender la Semana Santa, tan sólo lo cojo prestados. Algunos personajes son reales y otros imaginarios, pero todos, de alguna u otra forma, han vivido en esa tierra vieja.
ResponderEliminarAmiga, un abrazo muy grande.