miércoles, 5 de febrero de 2020

Sobre la Semana Mayor y la memoria cotidiana

Domingo de Ramos, victoria
Cuando chico y por aquellos días, a los zagales que rondábamos el Corralón, un altozano en eterna ruina y excelente cubil para ocultar las muchas invenciones y trastás de la chiquillería, nos daba por entretener las mañanas de sopor, y no aburrirnos, con trajines que hoy sonarían a disparate.
Cuando el sol andaba en todo lo alto, los chiquillos veíamos a Juan Manuel, con regocijo y como si el buen señor condujera un pollino ataviado de palmas y ramoniza, doblar la empinada calleja del Cotanillo cabalgando sobre su cascajoso Pascuali. El artilugio no era más que un alboroto de hierros y reventones de carburador, un vehículo de un amarillo descolorido que avisaba anticipadamente y con gran estruendo de su llegada. Y era el piloto un señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del demonio, de fuerte vozarrón, un estampido según horas, pero de un corazón tan grande que no desmerecía el trueno de la voz.
Después de cientos de traqueteos y dejando atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el rumor estridente de las chicharras, llegaba al pie de las cuadras dominado por tal frenesí que más parecía baile de San Vito. Y de tal calibre llegaban a ser los meneos que, puestos los pies en tierra, aún se tenía unos momentos en vilo. El remolque, cargada hasta las trancas con alpacas de paja o haces de ramón, según tiempo, por su esperpéntica forma en nada desmerecía a las más afamadas e históricas torres. Unas veces a la muy fotográfica Torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga, y no eran menos las ocasiones en las que la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la compostura.
Miércoles Santo, traición
Martín Esteban había sido cabrero y ganadero de lana desde siempre, como lo fue su padre, lo fue su abuelo y con seguridad algún pariente suyo iba en la tropa de Abraham cuando movió su hato de ovejas por medio Creciente Fértil. De andares nada vacilantes y dormir poco, como burro y a cabezás, era hombre de morder aquí y allá, como las hormigas, de juntar mucha plata, gastar ninguna y vender a su padre si era menester. Habiendo heredado un rebaño considerable, en poco tiempo, y por su mucho bullir, lo había doblado en número y camino llevaba de triplicarlo. Contrariamente, día con día menguaba en carnes y ganaba en harapos. Pero hete ahí, que en las cosas de su hacienda, y dejándose llevar por los consejos de los que decían tener buenas entendederas y mejor apostolado, había cambiado el campo abierto por las cuadras, pastorear a la par que el ganado por darle vuelta y grano, cantar coplas al viento y disfrutar soleándose por un bregar sin tino… y ahora se quejaba de andar sin cuartos y día con día se le resecaba el alma.
Jueves Santo, humildad
Pese a lo intempestivo de las horas, el lugar era hospitalario y olía a tierra mojada, generosa. La atmósfera era limpia y la sensación acogedora, como tarde cuando amaina la tormenta. El anciano, hombre humilde, de huerta y pocos excesos, de pan y vino diarios, me observaba con las manos atrás y ligeramente encorvado hacia delante. El Tuerto, le llamaban. Unos lo tenían por huraño y cenobita, otros lo consideraban muy leído y hombre de costumbres austeras. Él se tenía por gente de bien en su justa medida, de lavarle los pies a cualquiera que viniera de buenas. Lo cierto es que el labriego era de porte bronco y ojo más seco que ripio, según se dice fruto de un disparate digno de no contar. Su silueta se elevaba más tiesa que erguida, solitaria y retorcida como almendro centenario en estepa. En su papel de augur, se decía autodidacta y sabio que pocos comprendían, y era considerado viejo para todo y por todos. Quizá fuera octogenario, al menos lo parecía. De cotidiano, andaba entregado a su hacienda mientras recitaba una cantinela perenne: contaba que con aquello de ser la huerta aprisco de muy atrás, por allí caía gente de todos los estamentos, los de un bando y los del otro, los que se rigen por el César y los que se arriman a lo sagrado, unos y los otros, dando instrucciones de cómo debía hacer esto y desandar lo otro. Con rotundidad, afirmaba que estaba hasta las narices de tanto sujeto empeñado en evangelizar, que él ya sabría qué oración y a quién rezar cuando tocara. Auspiciaba, con vehemencia, que cualquier día le soltaba los perros a tanto apóstol ungido.
Viernes Santo, sacrificio
Con rigores climáticos tan contrarios y noche tras noche, Juana, que llamaban la Recortá por su escasa altura y volumen, hacía honor a su apodo intentando conciliar el sueño totalmente encogida, simulando la posición de un feto y como si fuera muy poca cosa. Dormitaba bajo la bóveda de la solería del Camarín del Cristo, junto a la boca del aljibe que el inmueble guardaba en sus entrañas. Más amodorrada que durmiendo, por la mañana aseguraba tener siempre los pies en alto no fuera a fulminarla un rayo.
Era el cubil estrecho y a la sazón húmedo, de paredes poco elevadas y la techumbre apretada contra el solar. Sostén del propio camarín, era cimiento de la cruz del Cristo y de la suya propia. Ocupaba el lugar lo más hondo de un macizo torreón que, a modo de bandera, ondeaba en la cima un caballete con una enorme veleta cruciforme. Según opinaba la Recortá, aquel amasijo de hierro tenía encomendada como protectora función la de hacer de pararrayos. Todo aquél que sabía de ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus funciones, nacida en el tajo e hija y nieta de santeras. Pero en noches de trajín eléctrico como lo era ésta, pese a todo su afán y querencia por lo que custodiaba, todo le traía al pairo…, incluido su buen consorte que nunca llegaba con hora.
Y era Horacico cojo y marido de la susodicha. Siendo de diario hombre de huerta y cantina, siempre llevaba de reata a su Verea, una pollina deslomada y dócil. El nombre del animal no era casual y parecía más puesto por Juana que por el compañero de ronda de la borrica, pues noche sí y noche también entregaba al propietario en situación poco decorosa. Y en tardes como aquélla, Horacico, justificándose con las inclemencias del tiempo y la obligada necesidad de no mojarse por su poca salud, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando así calarse por fuera, acababa empapado por dentro.
Sábado de Gloria, purificación
En mañanas como aquélla, de agua calaera y purificadora, de olor a tierra y laero removido, gustaba de poco hacer y conseguir mucho parlamento, de respirar con anchuras y andar a la vera de Antonio. Con la charla, nos daba por rodear el castillo y patear las terrazas “de la Mona”, por ver si aparecía algún tiesto raro, un cacho de herrumbre raído y fuera de costumbre o cualquier moneda sin valor ni dueño…, y aquella mañana no tenía por qué ser de otra manera.
Pese a la lluvia, el goteo de viajeros no cejaba. Gustaban de hurgar en los misterios de la fortaleza. Algún que otro despistado, fuera de redil, se asomaba al mirador huyendo de la batuta del guía. Mil veces puesto en el mismo vericueto y situación, no tardabas en escuchar el mismo eco:
—¡Cuánto olivo!
A esto, respondía uno como si no fuera ajeno a la escena:
—La extensa llanura que ve a sus pies fue ocupada por una cuña marítima, una sedimentación muy lenta provocó la existencia de este valle. Hasta hace poco más de 8 millones de años todo lo que ve estaba ocupado por una enorme lámina de agua, de ahí la fertilidad de esta tierra.
Antonio, alejándose con aspavientos, voceaba sin dirigirse a nadie en concreto:
—¡¡¡Un mar!!!, pues no dice que ahí abajo había un mar. ¡Lo habrá visto él!
—Que sí Antonio, que es así, —le respondía yo—. ¿Es que no sabes de las muchas y enormes conchas que aparecen por encima de la Casa de las Señoras?, —le argumentaba.
Abajo, en el llano, el humo de cien hogueras alimentadas de sierpes intentaba elevarse. Antonio aligera el paso y se adelanta unos metros mientras sigue rumiando a media voz:
—¡Vaya “socólogos” estos!
Domingo de Resurrección, renovación
A mediodía y metidos en la andanza, sin haber encontrado la compostura hidráulica que buscaban, doblaron al barranco de la Salsipuedes, donde las aguas que traían como guiadera volcaban en el cauce principal. En la lejanía, por encima de ellos, vieron removerse una silueta, confusa. Se trataba de Braulio, un viejo huraño que se entretenía trajinando calicatas sobre un promontorio elevado, un otero que se alzaba donde los arroyos de la Rumblosa y Valdeloshuertos entraban en nupcias. La loma, que semejaba un reseco espolón, se asomaba al lugar donde las aguas de los dos arroyos se entregan al padre Rumblar. Se le veía trasteando entre pizarrones y chaparreras, removiendo tiestos de orzas y tinajas bajo el enorme cortado de Peñalosa, un gigantesco y mágico despeñadero, un lugar donde, desde viejo, anidaban búhos reales y cigüeña negra. En el peñasco, con cada renacer, se desperezaba el astro solar.
Subieron en su busca por revelarle lo que traían y pedir opinión. El anciano, tras los saludos de rigor y sin dar pie a que le contaran la obligación que rumiaban, les comenta que “andaba tras los pasos de una ciudad invisible y eterna, y que siendo como era de no dejarse ver habría de llegar el día que diera por verse”. Previendo gestos y burlas de los contertulios, se ratifica diciendo “que entonces pocos se reirían de su entrega y afán”.
Moraba el vejestorio riacho arriba, bajo una peña, más tinada o paridera que casucha, bienviviendo con lo justo, lo que le daba un huerto pergeñado junto al regato, cuatro gallinas de poner huevos y un soto de conejos… un paisaje en constante renovación. Y era Braulio hombre enjuto, nervudo y fibroso, de poca y plateada cabellera, con tantos años a la espalda que cuando intentaba enderezarla tenía que hacer un esfuerzo de más. Y era persona de meter cabeza en agujero chico y ya no sacarla.

2 comentarios:

  1. No tengo más remedio que decirte que admiro tu trabajo, que consigues dejarme sin palabras, porque para contestarte debería una ponerse a tu altura pero eso es imposible, así que me quedaré como soy, una mera aprendiz hacia los elogios que merecéis gente como tú donde la facilidad de palabras o os nace de dentro o debe existir algún duende del pasado, ancestral de la familia, que en su recorrido por la tierra acaba por quedarse contigo porque no quiere partir. Y me he leído, ya con ésta, tres veces este bellísimo artículo, que conste. Enhorabuena José María, no dejes nunca de escribir, quizás las musas no acudan a nosotros porque hace tiempo que cohabitan contigo.

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  2. Rosa, es un placer leer tus comentarios. Como diría Patricio, disfruto de la "tierra vieja y el aceite nuevo" e intento que no se pierda su memoria... y me encanta hacerlo. En cuanto a las musas, creo que pululan entre los personajes que he intentado "utilizar" para contar mi forma de entender la Semana Santa, tan sólo lo cojo prestados. Algunos personajes son reales y otros imaginarios, pero todos, de alguna u otra forma, han vivido en esa tierra vieja.
    Amiga, un abrazo muy grande.

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