Casi
se estampa contra el resplandor de las primeras lucecitas de aceite petróleo, cuando el viento
bravucón reculó y la dejó caer sobre unos círculos enormes. Situados unos junto
a los otros, en ellos no asomaba árbol o mata alguna.
-¡Me cagüen
to lo que se menea!, siempre igual. Veinticuatro horas aquí, de guardia, va
y se remueve un poco de airecillo, que te preparas para aventar…. ¡una leche!,
se quita el aire y a joderse. –Escuchó Semillita vociferar a un señor mientras
se desportillaba contra las piedras.
-¡Ay!, no salgo de un porcino y ya tengo otro –exclamó
la semilla muy dolida.
Como
pudo, gateando, se salió del empedrado para buscar lo blandito de la tierra que
le diera cierto consuelo. ¡Y no tuvo otro lugar donde dejarse caer!, junto a la
boca de un pequeño agujerillo, de una profundidad y negrura mayúscula.
-¡Qué fresquito! –comentó la inconsciente.
No
pasaron unos minutos cuando de lo hondo del túnel emergieron dos ojillos medio
cegatos, brillantes, pegados a una enorme nariz que no dejaba de olfatear. El
bicho, medio ratilla medio conejillo, paseó a su alrededor varias veces, sin
dejar de oler el rastro de la pequeña semilla.
-¡Ay!, que te veo malas intenciones -pensó por lo bajini Semilla mientras hacía lo que
podía por encogerse y no temblar. Su intención era pasar desapercibida, tanto que
deseaba hacerse invisible.
El
topillo, que no era otra aquella alimaña, se acercó sigiloso, olfateando a su
alrededor. Cuando Semillita intuyó que todo estaba perdido, se tapó la cara con
las manos por no ver el desenlace…, contó unos segundos, se sucedieron unos
minutos, pasaron las horas, o así le pareció… y nada de nada. Semillita,
aburrida y doliéndole la cara de tanto apretar con sus manitas, decidió abrir los
ojos. Se quedó estupefacta, frente a ella, totalmente inmóvil y con una sonrisa,
había plantado un pájaro descomunal, con unas patas delgadísimas y un pico
larguííííííísimo. Se trataba de una cigüeña blanca.
-Tranquila, no tengas miedo –le susurró con
dulzura el ave-, el bicho se ha ido y yo no voy a hacerte daño alguno. ¿Qué
haces por aquí, tan lejos de por dónde andan los tuyos? –le preguntó a
Semillita.
-Pues la verdad que no sé, son cosas de unos vientos
juguetones y las ganas por viajar de una, –le contestó encogiéndose de hombros-.
Bueno, también es culpa de una tal Trompetilla, que me trae de aquí para allá
con sus desvaríos.
-Venga -le dice la cigüeña, que se llamaba Cebû-,
súbete a mis espaldas que te enseñe esto un poco. A ver qué te parece el lugar,
luego me dices dónde te dejo que sea buen apaño y lugar.
Semillita
se subió al lomo del pájaro, que por cierto era muy blandito y suave, y alzaron
el vuelo. En un traspié se pusieron sobre la espadaña de una iglesia, el punto
más alto del entorno y donde la cigüeña tenía su nido. Por debajo había unas
campanas gigantescas.
Saludó
a unos pequeñajos que medio dormitaban ya -pequeños por decir algo-, y se
dispuso a observar lo que desde allí se veía y le mostraba Cebû. Aunque la
tarde estaba muy avanzada y, por prever la inminente oscuridad, las primeras
luces ya estaban encendidas, aún había la suficiente claridad para apreciar la
panorámica que ofrecía el llano: casuchines de barro y piedra se mezclaban y
sucedían con corrales y estercoleros. Por todos lados pululaba mucho ganao: cabras, ovejas, mulos y algún
buey. Mal sitio para dejarse caer y echar raíces.
-Por ahí no hay quién te quité un mal pisotón o un
bocao a bendita hora -afirmó con
rotundidad Cebû mientras la miraba con cierto desconsuelo.
Semillita
asintió con cara de tristeza.
-Venga, súbete de nuevo. Vamos a otro lugar,
seguro que nos ofrece mejor perspectiva de lo que puede haber –le dijo con un
brillo de esperanza en su certera mirada.
Viraron
a levante, donde la luz era menor, en unos segundos observaron la presencia de
un molino de viento al uso manchego. Antes no lo habían visto por la mayor
oscuridad del lugar. Semillita quedó asombrada, recordó lo que le contaban de
un gigante de cien manos.
-Ven, vamos a subirnos a este lugar. Seguro que
tendremos mejor vista de la campiña. Ahí creo que sí, seguro que habrá buena
tierra y un lugar que te ampare y te permita echar raíces.
Según
se acercaron, Semillita vio con cierto temor como se trataba de un coloso circular
y de piedra, un monstruo de brazos gigantescos y mal semblante que parecía
querer engullir entre sus oscuras fauces a todo bicho viviente. Se trataba de un
molino de viento que amenazaba con despedazar a la diminuta semilla entre sus robustas
aspas.
-¡Ay, ay…! -cerró los ojos cuanto pudo creyendo
que el choque era inevitable.
Cuando
todo parecía perdido, la pericia de Cebû y el torbellino de aire que provocaban
las aspas en movimiento las levantó por encima del capirucho del molino. Sin
inmutarse y elevado sobre el fraile
que coronaba el coloso, a modo de veleta impenitente, un búho, que vigilaba la posible
presencia de algún ratón molinero, los vio llegar. Siguió el vuelo con la
mirada mientras giraba la cabeza 360º, de una forma tan estrambótica que le puso
a Semilla los pelitos de punta.
Viéndolos
venir, el búho se movió un pelín de su sitio haciéndole un roalillo a cigüeña. Pero, como éste valoró que no había sitio para
los dos, con cara de pocos amigos y a modo de saludo, salió de estampida.
-¡Descortés! –le chilló Cebû con toda la tranquilidad
del mundo. A su espalda notaba aún los temblores de la semilla.
-¡Buf!, de la que nos hemos librado! -dio un suspiro
Semillita.
A
la derecha, en lo hondo, se apreciaban los tejados de unas casas pequeñas y
achaparradas, de un blanco que rayaba la pulcritud, una iglesia gigantesca y un
castillo en ruina que imaginó debía acoger una buena partía de fantasmas. Por debajo del cucurucho, en los aleros y
debido a los gritos de pavor de Semilla, unas golondrinas chiquitas habían asomado
la cabecita al exterior de la apretura de su nido de barro. Miraban con asombro
a la compañía, abriendo con avidez sus piquitos en señal de alarma y aviso para
los padres.
Pasado
el temor del estropicio, durante un momento todo quedó en silencio. Por fin el
corazón de Semilla se tranquilizó y se sobrepuso a tanto altercado, al menos
por un ratito.
-Mira –le dice Cebû-, al frente tenemos la Campiñuela, es todo ese llano enorme.
Ahí, los de mi especie, encontramos la mayor parte de nuestra comida, mal sitio
para ti, pues el hombre no para de arar, trillar, rulear… echar venenos. En
medio del pueblo hay algunos corralones desperdigados, siembras para verde y
algún huerto, mal sitio, te arranca el hombre, te pisa una bestia o te
mordisquea una cabra. A poniente, a este lado del río, se derraman varias
dehesas serranas, quizá estén demasiado lejos, pero…, es lo que nos queda.
-Si lo ves bien, mañana te acerco -le decía Cebû
mientras volvía la cabeza hacía atrás por si volvía el plasta del búho. Como estaba
desprevenida con su discurso, no apreció una racha de viento provocada por un
trompicón de las aspas y que se llevó por delante a Semillita, que andaba un
poco despistada por el cansancio y los sustos.
Con
la noche ya cerrada y la oscuridad dominante, cigüeña voceó mil veces, miró y
remiró con detalle cada metro cuadrado del entorno pese a que la negrura se iba
adueñando del lugar… pero aún con tan malas condiciones siguió con las
pesquisas. Según cuentan, la mañana siguiente todavía andaba buscando y rebuscando
por el molino, sin éxito alguno. Desconsolada, con toda la luminosidad de la
mañana y sin encontrar a Semillita, sin más que se pudiera hacer, desistió y marchó
a su nido donde sus polluelos ya la reclamaban.
Aún
con todo en contra, todavía hoy se la ve sobrevolando por el lugar,
escudriñando cada palmo y por ayudar a Semilla.
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