domingo, 9 de febrero de 2020

El bosque sin árboles y los círculos de piedra (Cuento de Triana, Cap. 4)

Lo tenía por ahí despistado y se lo debía a varias amigas. Para leer capítulos anteriores:


Casi se estampa contra el resplandor de las primeras lucecitas de aceite petróleo, cuando el viento bravucón reculó y la dejó caer sobre unos círculos enormes. Situados unos junto a los otros, en ellos no asomaba árbol o mata alguna.

Me cagüen to lo que se menea!, siempre igual. Veinticuatro horas aquí, de guardia, va y se remueve un poco de airecillo, que te preparas para aventar…. ¡una leche!, se quita el aire y a joderse. –Escuchó Semillita vociferar a un señor mientras se desportillaba contra las piedras.
-¡Ay!, no salgo de un porcino y ya tengo otro –exclamó la semilla muy dolida.

Como pudo, gateando, se salió del empedrado para buscar lo blandito de la tierra que le diera cierto consuelo. ¡Y no tuvo otro lugar donde dejarse caer!, junto a la boca de un pequeño agujerillo, de una profundidad y negrura mayúscula.

-¡Qué fresquito! –comentó la inconsciente.

No pasaron unos minutos cuando de lo hondo del túnel emergieron dos ojillos medio cegatos, brillantes, pegados a una enorme nariz que no dejaba de olfatear. El bicho, medio ratilla medio conejillo, paseó a su alrededor varias veces, sin dejar de oler el rastro de la pequeña semilla.

-¡Ay!, que te veo malas intenciones -pensó por lo bajini Semilla mientras hacía lo que podía por encogerse y no temblar. Su intención era pasar desapercibida, tanto que deseaba hacerse invisible.

El topillo, que no era otra aquella alimaña, se acercó sigiloso, olfateando a su alrededor. Cuando Semillita intuyó que todo estaba perdido, se tapó la cara con las manos por no ver el desenlace…, contó unos segundos, se sucedieron unos minutos, pasaron las horas, o así le pareció… y nada de nada. Semillita, aburrida y doliéndole la cara de tanto apretar con sus manitas, decidió abrir los ojos. Se quedó estupefacta, frente a ella, totalmente inmóvil y con una sonrisa, había plantado un pájaro descomunal, con unas patas delgadísimas y un pico larguííííííísimo. Se trataba de una cigüeña blanca.

-Tranquila, no tengas miedo –le susurró con dulzura el ave-, el bicho se ha ido y yo no voy a hacerte daño alguno. ¿Qué haces por aquí, tan lejos de por dónde andan los tuyos? –le preguntó a Semillita.

-Pues la verdad que no sé, son cosas de unos vientos juguetones y las ganas por viajar de una, –le contestó encogiéndose de hombros-. Bueno, también es culpa de una tal Trompetilla, que me trae de aquí para allá con sus desvaríos.
-Venga -le dice la cigüeña, que se llamaba Cebû-, súbete a mis espaldas que te enseñe esto un poco. A ver qué te parece el lugar, luego me dices dónde te dejo que sea buen apaño y lugar.

Semillita se subió al lomo del pájaro, que por cierto era muy blandito y suave, y alzaron el vuelo. En un traspié se pusieron sobre la espadaña de una iglesia, el punto más alto del entorno y donde la cigüeña tenía su nido. Por debajo había unas campanas gigantescas.

Saludó a unos pequeñajos que medio dormitaban ya -pequeños por decir algo-, y se dispuso a observar lo que desde allí se veía y le mostraba Cebû. Aunque la tarde estaba muy avanzada y, por prever la inminente oscuridad, las primeras luces ya estaban encendidas, aún había la suficiente claridad para apreciar la panorámica que ofrecía el llano: casuchines de barro y piedra se mezclaban y sucedían con corrales y estercoleros. Por todos lados pululaba mucho ganao: cabras, ovejas, mulos y algún buey. Mal sitio para dejarse caer y echar raíces.

-Por ahí no hay quién te quité un mal pisotón o un bocao a bendita hora -afirmó con rotundidad Cebû mientras la miraba con cierto desconsuelo.

Semillita asintió con cara de tristeza.

-Venga, súbete de nuevo. Vamos a otro lugar, seguro que nos ofrece mejor perspectiva de lo que puede haber –le dijo con un brillo de esperanza en su certera mirada.

Viraron a levante, donde la luz era menor, en unos segundos observaron la presencia de un molino de viento al uso manchego. Antes no lo habían visto por la mayor oscuridad del lugar. Semillita quedó asombrada, recordó lo que le contaban de un gigante de cien manos.

-Ven, vamos a subirnos a este lugar. Seguro que tendremos mejor vista de la campiña. Ahí creo que sí, seguro que habrá buena tierra y un lugar que te ampare y te permita echar raíces.

Según se acercaron, Semillita vio con cierto temor como se trataba de un coloso circular y de piedra, un monstruo de brazos gigantescos y mal semblante que parecía querer engullir entre sus oscuras fauces a todo bicho viviente. Se trataba de un molino de viento que amenazaba con despedazar a la diminuta semilla entre sus robustas aspas.

-¡Ay, ay…! -cerró los ojos cuanto pudo creyendo que el choque era inevitable.

Cuando todo parecía perdido, la pericia de Cebû y el torbellino de aire que provocaban las aspas en movimiento las levantó por encima del capirucho del molino. Sin inmutarse y elevado sobre el fraile que coronaba el coloso, a modo de veleta impenitente, un búho, que vigilaba la posible presencia de algún ratón molinero, los vio llegar. Siguió el vuelo con la mirada mientras giraba la cabeza 360º, de una forma tan estrambótica que le puso a Semilla los pelitos de punta.

Viéndolos venir, el búho se movió un pelín de su sitio haciéndole un roalillo a cigüeña. Pero, como éste valoró que no había sitio para los dos, con cara de pocos amigos y a modo de saludo, salió de estampida.

-¡Descortés! –le chilló Cebû con toda la tranquilidad del mundo. A su espalda notaba aún los temblores de la semilla.
-¡Buf!, de la que nos hemos librado! -dio un suspiro Semillita.

A la derecha, en lo hondo, se apreciaban los tejados de unas casas pequeñas y achaparradas, de un blanco que rayaba la pulcritud, una iglesia gigantesca y un castillo en ruina que imaginó debía acoger una buena partía de fantasmas. Por debajo del cucurucho, en los aleros y debido a los gritos de pavor de Semilla, unas golondrinas chiquitas habían asomado la cabecita al exterior de la apretura de su nido de barro. Miraban con asombro a la compañía, abriendo con avidez sus piquitos en señal de alarma y aviso para los padres.

Pasado el temor del estropicio, durante un momento todo quedó en silencio. Por fin el corazón de Semilla se tranquilizó y se sobrepuso a tanto altercado, al menos por un ratito.

-Mira –le dice Cebû-, al frente tenemos la Campiñuela, es todo ese llano enorme. Ahí, los de mi especie, encontramos la mayor parte de nuestra comida, mal sitio para ti, pues el hombre no para de arar, trillar, rulear… echar venenos. En medio del pueblo hay algunos corralones desperdigados, siembras para verde y algún huerto, mal sitio, te arranca el hombre, te pisa una bestia o te mordisquea una cabra. A poniente, a este lado del río, se derraman varias dehesas serranas, quizá estén demasiado lejos, pero…, es lo que nos queda.
-Si lo ves bien, mañana te acerco -le decía Cebû mientras volvía la cabeza hacía atrás por si volvía el plasta del búho. Como estaba desprevenida con su discurso, no apreció una racha de viento provocada por un trompicón de las aspas y que se llevó por delante a Semillita, que andaba un poco despistada por el cansancio y los sustos.

Con la noche ya cerrada y la oscuridad dominante, cigüeña voceó mil veces, miró y remiró con detalle cada metro cuadrado del entorno pese a que la negrura se iba adueñando del lugar… pero aún con tan malas condiciones siguió con las pesquisas. Según cuentan, la mañana siguiente todavía andaba buscando y rebuscando por el molino, sin éxito alguno. Desconsolada, con toda la luminosidad de la mañana y sin encontrar a Semillita, sin más que se pudiera hacer, desistió y marchó a su nido donde sus polluelos ya la reclamaban.

Aún con todo en contra, todavía hoy se la ve sobrevolando por el lugar, escudriñando cada palmo y por ayudar a Semilla.

Ilustración: Juanba Martos Ramos

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