jueves, 23 de abril de 2020

Los dislates de Braulio, uno

'En honor al día de las letras'

Hay situaciones como ésta con la que ahora bregamos que, por inesperadas, nos complican el hilo cotidiano y obligan a detenernos y torcer la compostura. Y con ello, estando varado en una oscura breña de dudas y asumiendo la crudeza de la ocasión, más aun, reconociendo que la tragedia puede tocarnos en cualquier momento, di por bien dado el obligado confinamiento y decidí bajar al sótano de mis días por hurgar en las pocas reliquias que guardo de mi gente, ordenar la cabeza y reconocerme en ellas. Pero no fue una de aquellas antiguallas, gestadas en un tiempo recordado y en un lugar identificado dentro de la esfera familiar, la que me proveyó de una pizca de aliento, no, no fue así. En esta ocasión una piedra ajena, pequeña y pulida, una lágrima negra, consiguió apartar las telarañas de un olvidado recoveco de mi memoria para traerme recuerdos entrañables.

Olvidada durante años en lo más hondo de una herrumbrosa lata de atún y oculta bajo una vieja y resinosa tapadera, aquella diminuta roca era un presente sencillo, un regalo que me donó Braulio, un viejo y disparatado augur. Me la entregó una tarde, casi de noche, por bajo de la Fuente Cayetana, cuando el anciano husmeaba entre los pizarrones en su sempiterna búsqueda, la de localizar conjuntos de cazoletas. Aunque poniendo algo de freno a su cotidiana vehemencia, aquel día me argumentaba que ese mismo vallejo, el regato de Valdeloshuertos, en realidad era un camino de luz, una vereda por la que transitaba el primer lucero en los días de equinoccio. De ahí su empeño y encomienda.

Pese a que atesoraba tantos años o más que el propio venero, que parecía más desgastado que la sinuosa vereda que llevaba a la fuente, pese a ello, brincaba entre los cortados rocosos con la agilidad de una aguililla, olfateando aquí y allá como un gurripato. Tal era su condición, que no era nada fácil cerrarle el paso y menos aún seguírselo. Eran más las ocasiones en las que él perseguía tu sombra que las que tú te dabas de bruces con el morabito y le sorprendías. Aun con esas, de cuando en cuando se dejaba ver, saludaba de una manera poco anodina y te contaba sus elucubraciones y disparates. En cierta ocasión el desencuentro se produjo en la trocha que desde el propio hontanar subía a la cuerda de la Quijá, enmarañados el uno y el otro en un inmenso jaral, pero eran más las veces que Braulio me sorprendía en el barranco del Pilarejo, donde decía que andaba de ronda con la Encanta. En otras, se entiende porque tenía interés en respirar con anchura, se encaramaba a las ruinas de la casilla del Gólgota. Allí, sentado sobre un tranquillo de piedra y teniendo por frente al castillo moruno, alzaba la mirada por encima de las charabascas y cavilaba disparates. Una luminosa mañana de primavera, viéndole en el lugar y algo enajenado, observé que estaba de inventos, sin otra cosa a la que dedicar su tiempo y contemplación que seguir el bello planear de las primillas. Me observó fijamente, con la mirada vidriosa, y, como si se tratara de un saludo, quizá de un lamento, me soltó que andan los que dicen que saben discutiendo si la fortaleza es más o menos moruna, como si en eso les fuera la vida, y aún más, como si con tal divagación se pusiera en jaque su propio prestigio.

—Pero —le digo—, tendrán sus datos y referencias para entrar en tales pleitos.

—¡Qué va! —contestó airado—. Fíjate como está la cuestión que, estando bien metidos en faena y siendo la ocasión la oportuna, no dieron por bueno levantarle el ‘calzao’ a la fortaleza y confirmar como le huelen los pies. Imagina, puestos a lavarle la cara no cayeron en contarle las arrugas.

Lo habitual era que Braulio te llamara la atención cuando trajinaba por el reseco espolón de Peñalosa, ya fuera mientras olisqueaba tiestos por el barranco de la Salsipuedes o, situado más arriba, sobre la peña, cuando meditaba con la mirada puesta en el infinito serrano —yo diría que imaginando mitos—. Pero, la última ocasión que nos tropezamos estaba hurgando cerca de su “paridera”, a tiro de piedra del arroyo de la Rumblosa. Me advirtió de su presencia con una pedrada que casi me da, subí y le encontré sobre una diminuta era, junto al chocete que se levanta a medio camino entre el regato y los depósitos, totalmente desparramado y boca arriba, como si se le hubiera ido todo hálito de vida.

Nada más barruntarme, creo que sin mirarme, voceó que aquella meseta artificial en la que se encontraba era cosa extraña entre las obras de los hombres, pues habiendo en el entorno asperón suficiente para meterle fuego a toda Sierra Morena, y con más motivo para empedrar una era, aquélla estaba enlosada con frágiles lajas de pizarra. Por mi parte, al verlo en tan lamentable estado, lo saludé preguntándole si es qué se encontraba enfermo. En ese momento, a modo de respuesta, levantó con dificultad el torso y comenzó a bracear, como si discutiera a manotazos con el viento. En un instante se detuvo, me observó con cierta melancolía y bramó que del hombre había desaparecido toda humanidad, que ahora más bien parecía un amorfo. Que tan grave llegaba a ser la situación que había conseguido distanciarse del género animal, perdiendo en la maniobra hasta el instinto que caracteriza a estos. Me perjuraba una y mil  veces que en el camino de la historia el hombre se había despojado de sus pies. Pero que no me asombrara, que aquello sólo había sido el principio.

Lo miré perplejo. Él, como si no concibiera motivo para mi sorpresa, continuó su esperpéntica perorata con una pasión desbordante.

—Sí, ¿acaso lo pones en duda? Mudó los pies en tocones, —afirmó, volviendo de nuevo a tirarse todo lo ancho que era sobre las gélidas lajas de la era—. Perdió las extremidades que le hicieron elevar la mirada, salir a donde reinaba la luz y observar de frente a Dios, perdió aquello que dio lugar a la propia génesis de la humanidad. El hombre, cansado de oler mundo, se encerró en un emparrillado de chapa, hormigón y elegante metacrilato, quiso poner cerco al infinito, se encorsetó en un hilván de asfalto y echó raíces hueras. Cuando Aquél sentenció ‘tierra eres y en tierra te convertirás’ no fue consciente que somos de pocas entendederas, tuvo que haber añadido ‘entre tierra vivirás y con la tierra convivirás’, pero no, se quedó corto. Y no contento con todo ello, se serró las manos con las que daba forma al barro, con las que hacía saltar la chispa del ingenio, y las mudó en muñones que ahora golpean como martillo pilón en fragua, sin un ápice de creatividad y al compás de un ritmo frenéticamente matemático.

Volvió a inclinar el tronco hacia delante y carraspeó con autoridad. Durante un lapso de tiempo muy pequeño, mientras me envolvía el eco del silencio, pude apreciar que el lugar, aquella ruina domeñada por charabascas, tenía su encanto, muy peculiar. Bajo la era se desperezaba una choza baja y rectangular, de ripios, con una cochinera aneja. La una y la otra sin techumbre y muy desmadejadas. A unas pocas varas, un viejo redil levantado con pizarra aprovechaba el hueco producido por una enorme cantera para plantar un inexistente hato de merinas. Y aquí y allá, de entre las piedras, adueñándose del camino y de todo aquello por donde holló un día el hombre, emergía un jaral poderoso salpicado de alguna encina solitaria y mucha chaparrera enrevesada.

Como si se tratara de un eco lejano, escuché que Braulio volvía a la carga con su soflama.

—No contento con la hacienda que llevaba, cegado con su obra y orgulloso de elucubrar sin sentido ni utilidad, creyendo que aparejaba el mundo a su antojo y medida, el hombre abandonó en una cuneta la memoria escuchada, la que pacientemente había bebido de la sabiduría de la tradición y del razonamiento adquirido con la experiencia de muchas generaciones, también de la suya propia, y la cambió por ‘el copia y pega’. No lo dudes, era cuestión de tiempo que perdiera la curiosidad por aprender y la ilusión de soñar. Ahora todo era previsible, programable, ocupaba un lugar en una base de datos. Sólo era cuestión de ir tachando celdillas en cada una de las filas y columnas para acercarnos a nuestro premeditado final.

Estando en ésas, sin encontrar el motivo y dándole vueltas a mi hacienda, recordé que realmente apenas quedan viajeros. Ahora todo son turistas, un espécimen que va de escaparates a pueblos anclados en la nada, fosilizados en la inanidad.

Y Braulio, sin apreciar si le prestaba atención o no, volvió con su matraca.

—Fíjate —me dice—, si hasta la capacidad de comunicarse mediante el lenguaje lo han malgastado. Y en eso llevan camino de que se les caiga la torruca encima, como les ocurrió a los de Babel. Pero bueno, no pienses que esto es causa de la pérdida de humanidad, que no. La incapacidad para querer hablar y comunicar es una muestra más de la ausencia de seso.

Viendo que se hacía tarde, que el cielo se retorcía en relámpagos y el agorero estaba más a cubierto que yo, me despedí con el brazo en alto y enfilé la cuesta para volcar al barranco de Valdeloshuertos. Nada más comencé a caminar, como si se tratara de una despedida, pude escuchar sus últimos graznidos.

—Y ahora, a coro, muestran gran extrañeza por todo lo que acontece. Se quejan de que los traten como rebaño y empiezan a perfilar que llegará el día en que se vean estabulados. ¡Cómo si no lo estuvieran ya!, —gritó el anciano riendo a carcajadas—. Llegará el día que sea de obligada necesidad, una recomendación inexcusable. Lo verás amigo, lo verás.

Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Con el gesto sombrío, me volví un instante para preguntarle por última vez.

—Pero, Braulio, aún nos queda el corazón y la esperanza. Nunca los perdimos, ¿verdad?

El profeta, haciéndose de nuevas, como si apreciara por primera vez que me marchaba, se levantó definitivamente, miró hacia la lontananza por la que me escapaba y contestó bramando:

—Corazón, ¿me preguntas por el corazón? ¡La humanidad jamás supo cómo utilizarlo!


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