En mañanas como aquélla, de agua calaera y purificadora, de olor a tierra
y laero removido, gustaba de hacer poco de pretenciosa utilidad
y conseguir mucho parlamento, de respirar con anchuras por Santa María y andar
a la par con Antonio. Con la charla, nos daba por rodear el castillo y patear
las terrazas “de la Mona”, por ver si aparecía algún tiesto raro, un cacho
de herrumbre raído y fuera de costumbre o cualquier moneda sin valor ni dueño…,
y aquella mañana de sábado no tenía por qué ser de otra manera.
Pese a la lluvia, intermitente, el
goteo de viajeros no cejaba. Siendo, como lo era, de naturaleza curiosa, aquella
gente hurgaba en los misterios de la fortaleza buscando entendederas. Algún que
otro despistado, fuera de redil, se asomaba al mirador huyendo de la batuta del
guía. Mil veces puesto en el mismo vericueto y situación, no tardabas en
escuchar el mismo eco:
—¡Cuánto olivo!
A esto, ocioso y haciéndose uno el
despistado, le respondía como si no fuera ajeno a la escena:
—Hace muchísimo tiempo la extensa
llanura que ve a sus pies fue ocupada por una cuña marítima, su colmatación,
muy lenta y debido a la continua sedimentación de materiales —arcillas, margas…—
provocó la existencia de este valle. Hasta hace poco más de 8 millones de años,
todo lo que ve estaba ocupado por una enorme lámina de agua marina. De ahí la fertilidad
de estos suelos y la presencia de este inmenso mar plateado de olivos.
Alejándose con aspavientos, Antonio vocea
improperios sin dirigirse en concreto a nadie:
—¡¡¡Un mar!!!, pues no dice que ahí
abajo había un mar. ¡Lo habrá visto él!
—Que sí Antonio, que es así, —le
respondía yo—. ¿Es que no sabes de las muchas y enormes conchas que aparecen
por encima de la Casa de las Señoras?, —le argumentaba creyendo aún que podría
convencerlo, cosa de facto imposible.
Entretanto, abajo, en el llano, el
humo de cien hogueras alimentadas con sierpes verdes intenta elevarse. Antonio
aligera el paso y se adelanta unos metros. Se aleja, meneando con
vigor la garrota, mientras que a media voz sigue rumiando su perorata:
—¡Vaya “socólogos” estos!
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