Las casuchas eran de piedra encalada y un blanco que rayaba la pulcritud, algo achaparradas y de sencilla simetría en sus fachadas. Encastradas las unas con las otras, la cubierta cerraba con vigas de encina y carcoma, monte, barro y teja moruna. Emulando a las corralas, y por fuerza de la costumbre, familias de todo pelaje compartían cuartos y portales, colchones de lana y chinches, penurias y una solidaridad que sólo conocen aquellos que nada tienen que perder. Y es que apenas se consigue media cuerda de tierra, se la ciñe con alambre de espino. Estaban situadas a uno y otro lado del viejo carril de Mestanza, un viario mal enlosado con cascajos de piedra que rompía contra la Cruz de las Azucenas. Más allá del viejo rollo de jurisdicción merina, antesala y pórtico de la ermita, arrancaba un llano polvoriento y ‘colorao’, el del Santo Cristo, una tierra que fue del común, y en justicia de nadie, que venía a deshacer el concierto de la doble hilera de casuchines. Comenzaba allí un desorden no concebido con voluntad propia ni cartabón. De entre las canteras de asperón, centenarias y atestadas de boñigas, sin apenas desdibujar el ocaso se levantaban unos negros bardales cimentados sobre la nada. Junto a los cortados, entre quiñones de tierra calma y cabrerizas para el ganado, se cosechaba miseria. Alguna cuadra, cuando no paridera decadente, numerosos estercoleros y unos cuantos chamizos desperdigados apenas daban para vestir lo menguado del llano. A modo de epílogo, una docena de eras pergeñadas con ripios eran preámbulo del calcinado horizonte serrano.
Y en medio de aquella tormenta urbana, —según palabras de la Recortá—, se alzaba el monumental féretro de Jesús del Llano, la ermita.
En noches de borrasca como aquella, Juana, que llamaban la Recortá por su escasa estatura y bulto, hacía honor a su apodo intentando dormir encogida, como si fuera muy poca cosa, en un chamizo del atrio trasero de la iglesia. Medio en vela, aseguraba que en aquellas madrugadas dormía con los pies en alto no fuera a fulminarla un rayo. Todo aquel que sabía de ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus tareas, nacida en el tajo e hija, nieta y bisnieta de santeras. Pero en noches de trajín eléctrico, pese a todo su afán y querencia por lo que custodiaba, todo le traía al pairo…, incluido su buen consorte que nunca llegaba con hora. Y era Horacico cojo y marido de la susodicha, hombre de huerta que tenía por oficio la verdura y la botella por devoción. En la tarde de marras, el tipo, que debido a su poca salud temía mojarse, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando calarse por fuera, acababa empapándose por dentro.
Y aunque la señora parecía bien avenida con toda clase de duelos, la poca querencia que tenía por las tripas del santuario le venían de chica, le olían a muerte. Para la mayoría de los parroquianos, la iconografía de la iglesia, con su repertorio de imágenes, lienzos y pinturas, era un aparejo para instruir a los iletrados, un manual perfectamente ilustrado con la vida de María, mujer y madre, que, con su ejemplo, te llevaba por buen camino para alcanzar la gloria, magníficamente representada en el camarín. Pero Ca, —decía la Recortá—, aquello era un bulo. La susodicha renegaba afirmando que el mamotreto de piedra era como un enorme mausoleo al uso de la Capilla del Salvador, en Úbeda, o de las mismísimas pirámides de Egipto. Y este, como aquellos, se levantó como honras y para mayor gloria de los promotores de la ermita, pues no era una casualidad que sus restos descansasen en lugar principal, bajo el presbiterio y en la antesala del camarín del Cristo.
—Según argumentaba la desdichada—, nada más entrar en la iglesia ya se recibe el hedor de la parca. Estampados en la cal del sotocoro, desdibujados por la temblorosa llama de los velones, pueden verse los lúgubres frescos que representan al infierno y a la mismísima condená, que no es otra cosa que un esperpento del demonio. Te reciben con un latinajo bíblico propio del castellano más castizo, “recuerda hombre que polvo eres y en polvo te convertirás”, y te dan turno con la señora de la guadaña. Unos pasos por delante, en la solería de la nave y bajo la barbuda y alada estampa de cronos, se derrama un damero de escaques blancos y negros, el ajedrezado donde se dirime la apuesta de vida y muerte que uno ha puesto sobre el tapete de juego. Irremediablemente, el asunto siempre concluye con jaque mate. Juana pierde.
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