Al hilo de los asuntos de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, aunque sin ningún sentido geopolítico para el momento histórico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una compleja partida de ajedrez disputada a todo lo ancho del pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada opinión, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada ‘cascarro’, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le damos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado. Aunque, para hacer honor a la verdad, hay que dejar negro sobre blanco que sus paredes acogen un buen número de singularidades iconográficas.
Y estando con aquellas trapacerías, nos dio por echar la mirada a los capiteles que se distribuyen por el área de poniente de la fortaleza (3) y barruntar cualquier dislate con poco cimiento. Se ha escrito (Arboledas, Román, Padilla y Moya, 2014) que pertenecen a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), es decir, una edificación que, a modo de capilla, estaba consagrada a una deidad. En la misma se depositaban pequeños exvotos de barro, toda clase de anhelos y una promesa en firme, aunque esto último es de mi cosecha. Si admitimos el argumento de la estela o ara votiva, que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, hemos de dar por bueno que fue patrocinada por una tal Felicia y que sus capiteles, cronológicamente, estarían catalogados entre los siglos I y IV. Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos parece improbable enhebrar algún hilo que nos aporte respuestas, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que, a modo de migajas de pan, nos ponen en vereda. Ítaca está cerca. Así es, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tantos usos, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el ‘Laero’. Cierto, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los bardales medianeros, los que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversas piezas de un fuste tallado en granito. Por otra parte, hasta no hace mucho tiempo, tan poco que no ha habido lugar para dos cosechas, un fragmento muy similar se encontraba junto al Camino Romano, donde formaba parte de los sillarejos que encorsetaban la portera de acceso al olivar colindante. En la misma línea, idénticos a todos estos, otros dos fragmentos todavía reposan en la Huerta de Penecho. Estas últimas porciones eran parte del lote de piedra, sillares y tambores de pilastra extraídos de la iglesia de Santa María del Cueto, la que se duerme hoy a la vera del castillo y bajo el polvo del olvido, y que adquirió la familia de Luciano Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta.
Por el contrario, no hará más de tres lustros y en la calle Fugitivos, sobre la grada que antecedía a la casa de Nicolás, se encontraba un fuste completo que, volcado en horizontal, hacía las veces de asiento. Siendo de granito, como los anteriores, cuando los capiteles están tallados en roca arenisca, puede parecernos una extraña conjunción arquitectónica, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos semejantes. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en la singular ciudad romana de Munigua, o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).
Dándole vueltas al asunto, Patricio opina que los fustes podrían tener su origen en las canteras de granito de la vecina dehesa de Burguillos, en Bailén. Lo dicho, lo mismo yerra… pero igual no. ¡Pero es que hay veces que tiene cada desatino!
Y metidos en faena, ¿de qué iba aquello de la decoración que presenta el castillo?
Remirando una y otra vez los muros del castillo, el elemento iconográfico que más llama la atención es la flor de cuatro pétalos que figura en el frente de una de las torres del mediodía. Así nos lo certifica la aglomeración de turistas, que no viajeros, que de cotidiano la envuelven mientas reciben las correspondientes explicaciones. Pero no son de menor interés el zigzag que, contracorriente a la norma, se despliega en vertical junto a la ‘almena gorda’, o lo que parece evocar una alineación de varias cruces de San Andrés, cuando en realidad se asemeja más al eje vertical de una sebka. En el interior y si nos dejamos llevar por el único ojo de Patricio, que no tiene mal tino, también podremos observar lo que parece una espiga de cereal y una cruz que coronaba un enterramiento infantil, pequeña, aunque de anchas proporciones. Mientras tanto, al exterior, en un lienzo de la muralla que mira al mediodía, una pieza diminuta ornamenta el enlucido. A simple vista parece un sencillo ‘capitelillo’ fuera de lugar y sin sentido explicable, o al menos a esas cuentas llega mi báculo.
Dejando a buen recaudo estas ovejas negras, que más parecen renglones torcidos de la norma, lo que mayoritariamente observamos es el ‘esqueleto’ de un falso despiece de sillares, un querer simular lo que realmente no fue: un muro de sillería. Sobre el enlucido de cal, como trazadas con tirolina, aparecen un sinfín de franjas verticales y horizontales, que no se cortan entre sí, formadas por la acumulación de pequeñas incisiones oblicuas, como si se tratara de un zigzag múltiple y continuo. De una anchura más o menos homogénea, o al menos así es la mayoría de las veces, se reparten por toda la fortaleza, tanto interna como externamente. La función real de estas franjas incisas era dar mayor agarre a una segunda capa de cal, un encintado horizontal y vertical superpuesto que, en suma, daría lugar a ese falso muro de sillares. Totalmente blanco, podría recordar el ‘opus cuadratum’ romano. Con todo, aun así, aparecen algunas otras singularidades que se empeñan en romper el patrón. Así sucede con la acumulación de varias líneas verticales de delgadas líneas incisas, sobre todo presentes en algunas torres del frente norte. En este sentido, la buena intuición de Patricio nos lleva a observar hasta un conjunto de cuatro franjas paralelas, las unas junto a las otras.
Pero puestos a lo que vamos, que no tiene otro fin que poner sobre el tapete aquellos elementos del castillo que podrían parecer dislates, a Patricio no le falta intuición para dar con ellos. Y estando con esas, cierto día de unos meses atrás, mientras la perrilla me paseaba y uno iba argumentando chismes a mi chiquillo, dimos con un desatino que me pareció de mucho interés, aunque sólo fuera por aquello mismo, por ser el postrero. Se trata de un doble y singular ‘alquerque de doce’ dibujado en vertical sobre el enlucido de un cajón del lienzo de muralla. ¡Vamos, para entendernos por aquí, lo que en Baños llamamos la unión de dos tableros del juego de Los Lobos! Con una posible función apotropaica, aunque desconociendo realmente su verdadero origen y época de tallado, podría ser un símbolo protector realizado tras la toma castellana de la fortaleza. Con el fin mencionado, tras la conquista física de un edificio defensivo que no les era propio, pues como vimos era de construcción almohade, fue también una manera de apropiarse espiritualmente del castillo, de hacerlo suyo en el plano de las ideas. También es posible que fuera una fórmula de carácter mágico para propiciar la buenaventura de sus nuevos pobladores y evitar que, con su uso, fueran destinatarios del mal agüero.
Arropado con toda esta retahíla de chismes, Patricio se viene arriba. Así que, por seguir la misma vereda, me dice que, a ese mismo fin, el de hacerse con la propiedad de un inmueble del que no eran dueños legítimos, responden los restos de almagra que aún se aprecian en ciertos lienzos de muralla, color que no sería otro que el rojo carmesí castellano. Por cierto, también presente en el pendón de San Fernando, simboliza el color de Castilla y tiene sus orígenes en aquel momento (en la definitiva unidad de Castilla y León, 1230). Fue así, de tal manera y de un plumazo, que el blanco almohade se transformó en almagra y lo bereber en castellano. Según Patricio, esto de la mudanza y la rúbrica personal o, como en este caso, de la comunidad, no sólo es propio de nuestro tiempo, como así nos deja ver nuestro castillo. Y es que, en todo momento y lugar, sobre los despojos de la rapiña y el robo siempre se levantan unas nuevas maneras de proceder que también dejan la impronta y la huella del corsario, para lo bueno y para lo malo.
Capitel en el interior del castillo
Doble alquerque, muro del castillo
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