En aquellas vísperas, si la casa materna se vestía con el manto de la tragedia,
como ocurría con la temprana muerte de un familiar cercano, el pueblo tenía por
costumbre alejar del hogar y por unos días a los chiquillos. Fue por entonces, y
en el altillo de mi tía Rafaela, cuando una ancha canasta olvidada, repleta de
tebeos y polvo, me abrió de par en par el mágico misterio de la lectura. A los primeros e iniciáticos cuentos infantiles se sumaron un puñado de novelas del oeste que envejecían pacientemente en la cámara de mis abuelos, un ramillete
de hojas amarillentas y roídas, un recuerdo toscamente grapado con un alambre
oxidado por los muchos años y el abandono paterno. Y vinieron después escritos
que rezumaban intrigas y aventuras, inquilinos de una pequeña y oculta biblioteca
que se abría hueco en el minúsculo y ordenado despacho de la directora del
colegio, doña Anita. Y aun siendo aquellos años y con aquellos pueblos campo en barbecho para las
letras, “La Isla del Tesoro”, “Los Viajes de Marco Polo” o “Viaje a la Luna”
vinieron a consolidar un poso ya inevitable, una necesidad que me encarriló por
el insaciable camino de hilvanar palabras.
Encuentro, cuando te leo, que hay lugares comunes para muchos de nosotros, donde descubrimos la lectura y desde entonces no hemos perdido la mejor de las aficiones. Excelente tu homenaje, un saludo.
ResponderEliminarRosa, seguro que los hay. Aquellos lugares provocaban inquietudes y hoy, creo, se han disipado. Un abrazo
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