Un buen día, de tertulia
tranquila, me contó un viejo sabio que la verdadera grandeza de este mundo está
en las acciones pequeñas, en los goces cotidianos, en los detalles más menudos.
Porque estas obras nunca se hacen de manera premeditada, son improvisadas, salen
enteramente del corazón y obligan a la sonrisa más generosa y sincera.
Pero hay ocasiones que las
veredas más extrañas nos inclinan a lo contrario.
Podemos pensar y repensar, hacer
unas y mil cuentas, realizar todos los sacrificios posibles y con el trabajo de
toda una vida levantaremos el edificio más grande y presuntuoso, digno de la
mayor altanería. Pero todo este esfuerzo solo acrecentará nuestro ego y… quizá,
la envidia de algún convecino. En una mala noche de tormenta todo se puede
venir abajo y tan solo nos quedará ruina y el recuerdo de las privaciones que
tuvimos.
Al hilo y metido en este
soliloquio, me decía el erudito, el santuario de Nuestra Señora es un lugar impregnado
de mucha magia y devoción, y lo es por fortuna, porque se ha levantado con
pequeños y solidarios esfuerzos cotidianos. Y han sido tantos a lo largo de su
historia que no hay notario que pueda dar fe de todos ellos. Si uno de esas
obras chicas se pierde, se malogra, es una punzada en el corazón, una lágrima
amarga, una pérdida irreparable como lo fue el incendio de la encina
centenaria, pero aún nos quedará la mayor, nos quedaran las miles de
inquietudes de todo un pueblo talladas en los muchos años de nuestro Santuario.
En unos casos, el paño de la
historia ha arropado estas pequeñas obras de misterio y las ha transformado de
tal manera que hoy son irreconocibles. Así ocurre con el empedrado de la lonja,
aparentemente muy sencillo, pero que dibuja con sus piedras una “spica” o
estrella de ocho puntas encerrada en el interior de una cruz solar. Y el conjunto, que parece no decirnos nada, representa simbólicamente
a nuestra Señora de la Encina como dominadora de las estaciones climatológicas,
lucero del alba que antecede a la luz solar, símbolo de la fertilidad en su más
amplio sentido: la de ser madre de Cristo.
Hay ocasiones en las que la ruina
has desvestido cualesquiera de los rincones de su entorno hasta hacerlo
irreconocible, como ocurre con el balnea
romano plantado en el vestíbulo del lugar. Y en otras el protagonismo lo tiene
la pérdida de memoria, como ha sucedió con el torreón medieval que quedó
enmascarado en la colosal masa pétrea de la ermita y que hoy apenas podemos
distinguir.
Hay situaciones en las que las
inquietudes se dibujan tan pequeñas, tan aparentemente insignificantes, que
pasan desapercibidas al ojo más avezado. Este es el caso de las marcas de
cantero talladas en el cubo del camarín o las cuñas de madera que aparecen en algunas
cornisas. Unas y otras son muestras de una devoción que hoy escapa a nuestro
entendimiento.
Hay otras intervenciones tan
sencillas, de carácter tan pragmático, que provocan la sonrisa más sana posible.
Así ocurre con las anotaciones que el maestro albañil realizó en el yeso interior
de la espadaña, donde reflejó el cariño más profundo con el monumento.
Hay algunas iniciativas tan solidarias,
aparentemente tan simples, que merecen el aplauso más generoso. Como cuando, en
común, un buen número de vecinos y vecinas blanquea y pinta el edificio sin más
interés que lograr que los actos luzcan de la manera más brillante.
Y hay inquietudes que son una muestra
de devoción inconcebible para algunos. Muestra de ello son los desvelos y
cuidados que se tuvo, y de cotidiano se tiene, con el retallo de la encina centenaria…
y qué decir de la devoción del difunto que en vida pide que sus cenizas descansen
junto a la tierra que sustenta las raíces del chaparro.
De esa solidaridad que citas, de esas cosas pequeñas insignificantes, de esas encinas que a veces brotan de nuevo, de los sabios que nos hablan, de nosotros que escuchamos...de todo eso, una pequeña dosis valdría para remover el fango que nos impide ser mejores. Impresionante sensación la que dejas. Un saludo.
ResponderEliminar¡¡¡Un abrazo Rosa!!!
ResponderEliminar