martes, 2 de abril de 2019
Chiquillos
Arturo, sentado sobre un amago de taburete, un contenedor chico de pan, amarillo y desvaído, dibuja seres de todo pelaje apoyado sobre una mesa provisional, un carro de mayor tamaño de un gris descolorido. Por compensar el desajuste, Juan Manuel no para de correr describiendo diferentes y extraños círculos, deformes, como un autómata sin rumbo. Cuando cae y llega el primer porcino, duro como el pedernal y sin hacer amago de llorar, cambia el tercio y se sube a una bicicleta pequeña, sin pedales, que lo lanza como una exhalación. Un nuevo encontronazo le obliga a mudar y vuelve a los trompicones pedestres que le duran hasta una nueva caída, lo suficiente para volver una y otra vez al vehículo rodado. Naiara, en silencio, tan ajena al tumulto como lo está su primo mayor, se inventa una y cien aventuras que con cierta picardía deja traslucir su cara. Sus manos, ajenas a los desatinos de su mente, ordenan piedras de diferentes colores y cachos de herrumbre, los coloca con paciencia en una vieja caja metálica que originariamente contenía carne de membrillo. Por su parte, Catalina mantiene una perorata ininteligible con ella misma: ahora simula regañar a los demás moviendo enérgicamente las manos, pero sin mirar a ninguno en concreto, ahora se reprende a si misma. Claudia, desde una silleta y al calor del horno, observa sin más el trajín del resto, hace unos instantes que dejó de llorar y mira a unos y otros como quién descubre un mundo nuevo en cada ademán que realizan los primos.
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