'En honor al día de las letras'
Hay situaciones como ésta con la que ahora bregamos que, por
inesperadas, nos complican el hilo cotidiano y obligan a detenernos y torcer la
compostura. Y con ello, estando varado en una oscura breña de dudas y asumiendo
la crudeza de la ocasión, más aun, reconociendo que la tragedia puede tocarnos
en cualquier momento, di por bien dado el obligado confinamiento y decidí bajar
al sótano de mis días por hurgar en las pocas reliquias que guardo de mi gente,
ordenar la cabeza y reconocerme en ellas. Pero no fue una de aquellas
antiguallas, gestadas en un tiempo recordado y en un lugar identificado dentro
de la esfera familiar, la que me proveyó de una pizca de aliento, no, no fue
así. En esta ocasión una piedra ajena, pequeña y pulida, una lágrima negra, consiguió
apartar las telarañas de un olvidado recoveco de mi memoria para traerme recuerdos
entrañables.
Olvidada
durante años en lo más hondo de una herrumbrosa lata de atún y oculta bajo una
vieja y resinosa tapadera, aquella diminuta roca era un presente sencillo, un
regalo que me donó Braulio, un viejo y disparatado augur. Me la entregó una
tarde, casi de noche, por bajo de la Fuente Cayetana, cuando el anciano husmeaba
entre los pizarrones en su sempiterna búsqueda, la de localizar conjuntos de cazoletas.
Aunque poniendo algo de freno a su cotidiana vehemencia, aquel día me
argumentaba que ese mismo vallejo, el regato de Valdeloshuertos, en realidad era
un camino de luz, una vereda por la que transitaba el primer lucero en los días
de equinoccio. De ahí su empeño y encomienda.
Pese a
que atesoraba tantos años o más que el propio venero, que parecía más desgastado
que la sinuosa vereda que llevaba a la fuente, pese a ello, brincaba entre los
cortados rocosos con la agilidad de una aguililla, olfateando aquí y allá como
un gurripato. Tal era su condición, que no era nada fácil cerrarle el paso y
menos aún seguírselo. Eran más las ocasiones en las que él perseguía tu sombra
que las que tú te dabas de bruces con el morabito y le sorprendías. Aun con
esas, de cuando en cuando se dejaba ver, saludaba de una manera poco anodina y
te contaba sus elucubraciones y disparates. En cierta ocasión el desencuentro
se produjo en la trocha que desde el propio hontanar subía a la cuerda de la
Quijá, enmarañados el uno y el otro en un inmenso jaral, pero eran más las
veces que Braulio me sorprendía en el barranco del Pilarejo, donde decía que
andaba de ronda con la Encanta. En
otras, se entiende porque tenía interés en respirar con anchura, se encaramaba
a las ruinas de la casilla del Gólgota. Allí, sentado sobre un tranquillo de
piedra y teniendo por frente al castillo moruno, alzaba la mirada por encima de
las charabascas y cavilaba disparates. Una luminosa mañana de primavera, viéndole
en el lugar y algo enajenado, observé que estaba de inventos, sin otra cosa a
la que dedicar su tiempo y contemplación que seguir el bello planear de las
primillas. Me observó fijamente, con la mirada vidriosa, y, como si se tratara
de un saludo, quizá de un lamento, me soltó que andan los que dicen que saben
discutiendo si la fortaleza es más o menos moruna, como si en eso les fuera la
vida, y aún más, como si con tal divagación se pusiera en jaque su propio prestigio.
—Pero
—le digo—, tendrán sus datos y referencias para entrar en tales pleitos.
—¡Qué
va! —contestó airado—. Fíjate como está la cuestión que, estando bien metidos en
faena y siendo la ocasión la oportuna, no dieron por bueno levantarle el ‘calzao’
a la fortaleza y confirmar como le huelen los pies. Imagina, puestos a lavarle
la cara no cayeron en contarle las arrugas.
Lo habitual
era que Braulio te llamara la atención cuando trajinaba por el reseco espolón
de Peñalosa, ya fuera mientras olisqueaba tiestos por el barranco de la
Salsipuedes o, situado más arriba, sobre la peña, cuando meditaba con la mirada
puesta en el infinito serrano —yo diría que imaginando mitos—. Pero, la última
ocasión que nos tropezamos estaba hurgando cerca de su “paridera”, a tiro de
piedra del arroyo de la Rumblosa. Me advirtió de su presencia con una pedrada que casi
me da, subí y le encontré sobre una diminuta era, junto al chocete que se levanta a medio camino entre el regato y los
depósitos, totalmente desparramado y boca arriba, como si se le hubiera ido
todo hálito de vida.
Nada más
barruntarme, creo que sin mirarme, voceó que aquella meseta artificial en la
que se encontraba era cosa extraña entre las obras de los hombres, pues
habiendo en el entorno asperón suficiente para meterle fuego a toda Sierra
Morena, y con más motivo para empedrar una era, aquélla estaba enlosada con
frágiles lajas de pizarra. Por mi parte, al verlo en tan lamentable estado, lo saludé
preguntándole si es qué se encontraba enfermo. En ese momento, a modo de
respuesta, levantó con dificultad el torso y comenzó a bracear, como si
discutiera a manotazos con el viento. En un instante se detuvo, me observó con
cierta melancolía y bramó que del hombre había desaparecido toda humanidad, que
ahora más bien parecía un amorfo. Que tan grave llegaba a ser la situación que
había conseguido distanciarse del género animal, perdiendo en la maniobra hasta
el instinto que caracteriza a estos. Me perjuraba una y mil veces que en el camino de la historia el
hombre se había despojado de sus pies. Pero que no me asombrara, que aquello
sólo había sido el principio.
Lo miré
perplejo. Él, como si no concibiera motivo para mi sorpresa, continuó su esperpéntica
perorata con una pasión desbordante.
—Sí,
¿acaso lo pones en duda? Mudó los pies en tocones, —afirmó, volviendo de nuevo
a tirarse todo lo ancho que era sobre las gélidas lajas de la era—. Perdió las
extremidades que le hicieron elevar la mirada, salir
a donde reinaba la luz y observar de frente a Dios, perdió aquello que dio
lugar a la propia génesis de la humanidad. El hombre, cansado de oler mundo, se
encerró en un emparrillado de chapa, hormigón y elegante metacrilato, quiso
poner cerco al infinito, se encorsetó en un hilván de asfalto y echó raíces
hueras. Cuando Aquél sentenció ‘tierra eres y en tierra te convertirás’ no fue
consciente que somos de pocas entendederas, tuvo que haber añadido ‘entre
tierra vivirás y con la tierra convivirás’, pero no, se quedó corto. Y no
contento con todo ello, se serró las manos con las que daba forma al barro, con
las que hacía saltar la chispa del ingenio, y las mudó en muñones que ahora
golpean como martillo pilón en fragua, sin un ápice de creatividad y al compás
de un ritmo frenéticamente matemático.
Volvió a inclinar el tronco hacia delante y carraspeó con autoridad.
Durante un lapso de tiempo muy pequeño, mientras me envolvía el eco del
silencio, pude apreciar que el lugar, aquella ruina domeñada por charabascas,
tenía su encanto, muy peculiar. Bajo la era se desperezaba una choza baja y rectangular,
de ripios, con una cochinera aneja. La una y la otra sin techumbre y muy
desmadejadas. A unas pocas varas, un viejo redil levantado con pizarra
aprovechaba el hueco producido por una enorme cantera para plantar un
inexistente hato de merinas. Y aquí y allá, de entre las piedras, adueñándose
del camino y de todo aquello por donde holló un día el hombre, emergía un jaral
poderoso salpicado de alguna encina solitaria y mucha chaparrera enrevesada.
Como si se tratara de un eco lejano, escuché que Braulio volvía a
la carga con su soflama.
—No contento con la hacienda que llevaba, cegado con su obra y
orgulloso de elucubrar sin sentido ni utilidad, creyendo que aparejaba el mundo
a su antojo y medida, el hombre abandonó en una cuneta la memoria escuchada, la
que pacientemente había bebido de la sabiduría de la tradición y del
razonamiento adquirido con la experiencia de muchas generaciones, también de la
suya propia, y la cambió por ‘el copia y pega’. No lo dudes, era cuestión de tiempo que
perdiera la curiosidad por aprender y la ilusión de soñar. Ahora todo era
previsible, programable, ocupaba un lugar en una base de datos. Sólo era
cuestión de ir tachando celdillas en cada una de las filas y columnas para
acercarnos a nuestro premeditado final.
Estando en ésas, sin encontrar el motivo y dándole vueltas a mi
hacienda, recordé que realmente apenas quedan viajeros. Ahora todo son turistas,
un espécimen que va de escaparates a pueblos anclados en la nada, fosilizados
en la inanidad.
Y
Braulio, sin apreciar si le prestaba atención o no, volvió con su matraca.
—Fíjate
—me dice—, si hasta la capacidad de comunicarse mediante el lenguaje lo han malgastado.
Y en eso llevan camino de que se les caiga la torruca encima, como les ocurrió a los de Babel. Pero bueno, no
pienses que esto es causa de la pérdida de humanidad, que no. La incapacidad
para querer hablar y comunicar es una muestra más de la ausencia de seso.
Viendo
que se hacía tarde, que el cielo se retorcía en relámpagos y el agorero estaba más
a cubierto que yo, me despedí con el brazo en alto y enfilé la cuesta para
volcar al barranco de Valdeloshuertos. Nada más comencé a caminar, como si se
tratara de una despedida, pude escuchar sus últimos graznidos.
—Y
ahora, a coro, muestran gran extrañeza por todo lo que acontece. Se quejan de
que los traten como rebaño y empiezan a perfilar que llegará el día en que se vean
estabulados. ¡Cómo si no lo estuvieran ya!, —gritó el anciano riendo a
carcajadas—. Llegará el día que sea de obligada necesidad, una recomendación
inexcusable. Lo verás amigo, lo verás.
Comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Con
el gesto sombrío, me volví un instante para preguntarle por última vez.
—Pero,
Braulio, aún nos queda el corazón y la esperanza. Nunca los perdimos, ¿verdad?
El
profeta, haciéndose de nuevas, como si apreciara por primera vez que me
marchaba, se levantó definitivamente, miró hacia la lontananza por la que me
escapaba y contestó bramando:
—Corazón,
¿me preguntas por el corazón? ¡La humanidad jamás supo cómo utilizarlo!