De chico, nunca fueron buenos mis encuentros con las fiestas de renombre. Al principio, ni la situación familiar era las más convincente, ni la laboral la más idónea; así que pasaban como de refilón y sólo sabía de su existencia por la ausencia de días de escuela.
“Se coloca un kilo de manteca de cerdo en un lebrillo y, con las manos, se mueve hasta que está más o menos líquida, momento en el que se añade un litro de aceite virgen de oliva. Se mezcla todo bien.”
A poco, cuando empecé a tener los primeros devaneos con las obligaciones de mi progenitor, comenzó a llamarme la atención que esos días traían de compaña alguna que otra perla repostera y un trajín social que superaba lo cotidiano: no enfilaba el alba, cuando entre la oscuridad asomaba una vibrante procesión de lebrillos, canastas y garrafas de aceite, como amarradas en precario equilibrio a las curvas de señoras anónimas que con el tiempo fueron abriendo un entrañable hueco en mi recién estrenada memoria.
“Una vez se tienen las grasas bien mezcladas, se añade algo menos de un kilo de azúcar, un puñado de cáscara de limón rallada, una poca canela y un vasito de anís seco. Se sigue removiendo todo hasta que la mezcla sea perfecta”.
Al principio, pocas eran mis obligaciones, era más la curiosidad de lo novedoso. Había festividades en las que la maraña de señoras y chiquillos no dejaban hueco, sino era para juegos y regañinas, estropicios y coscorrones, carreras y magdalenas calientes. Pero arribaban otras, mucho más pausadas, que me acercaban en exceso a los saberes de mi padre.
“Ahora, despacio, muy despacio, se debe ir echando harina sin dejar de amasar. Como suele decirse: harina, la que admita. La masa debe quedar que no pegue pero que tampoco esté dura. Es una masa muy terrosa, así que no asuste que se rompa con facilidad”.
Mis primeras navidades tuvieron muy poco de calidez familiar, la familia no existía o, quizá, estuviera agarrotada, así que, como niño, tuve que derivar los dulces recuerdos que asoman en navidad a otros aspectos de la vida cotidiana. Los recuerdos de la navidad de mi primera niñez se agolpan en torno a unas pocas tardes contra una buena, ancha y larga mesa de pino. Allí encuentro a mi padre restando grandes proporciones de una masa como terrosa que va sustrayendo de una gran mole que se alza en un lateral de la mesa. Yo me sitúo en la esquina contraria, sobre un pequeño cajón amarillo que alza mis manos sobre la mesa, esperando con inquietud junto a unas latas rectangulares y negras.
“De la masa total, se cogen porciones, primero pequeñas ya se irá mejorando con la práctica, y, echando suavemente harina en la mesa, se forman sobre ella tortas circulares de un grosor aproximado a un centímetro y medio”.
Con una maestría inquietante aprecio como entre las manos de mi padre esa masa inerme va tomando rápidamente forma: primero se asemeja a una bola o volcán para en segundos transformarse en una gran torta circular de poco más de un dedo de gruesa. Entonces apego un lateral de la cabeza a la mesa intentando precisar el grosor exacto de cada torta,… y así una y otra vez sin llegar a concluir como todas pueden ser tan parejas, al milímetro. Aquí estaba mi faena.
“Si no tenemos un molde, nos sirve un vaso pequeño de agua (se trabaja con la boca). Se colocan los mantecados ordenadamente en la lata (no fermentan y, por tanto, no aumentan de tamaño) y se meten en el horno que se sitúa a unos 190º C; los tenemos cociendo aproximadamente unos 25 minutos”.
Con cierta suavidad, como cuando uno “tiraba el trompo”, lanza un puñado de harina sobre la cara superior de la torta y con la palma de la mano la distribuye por su superficie consiguiendo que la masa, otrora terrosa, semeje un tacto suave y calido, navideño. Sustrae del cajón inferior de la mesa una figura de hojalata, una estrella de cuatro puntas que su viejo amigo Eufrasio “el pelotas” le había moldeado con los restos de una gastada lata de tomate. Comienza ahora un baile entre las manos de mi padre y las mías, en el que todo mi afán es que los mantecados de la mesa acaben de la manera más rápida y bien ordenados en la susodicha lata; la mesa debía estar limpia de intrusos cuando una nueva mole de masa terrosa volviera a ocupar su lugar antes de mudar a torta suave y cálida. Y a empezar de nuevo.
“Una vez fríos se embadurnan enteramente en azúcar. Otra opción es darle huevo y espolvorearle un poco de azúcar antes de entrar al horno; tras la cocción se consigue que estén más crujientes”.
Cuantas navidades iba yo con mi madre a vuestra panadería, entoces no habían tanta variedad de dulces, como hacía poco que se habían hecho las matanzas,como preparativo de la temporada de aceituna, con aquellas orzas llenas de chorizos, costillas adobadas,butifarra y morcillas secando en las varas de abarear la aceituna, siempre se guardaba manteca de cerdo para los mantecados de navidad, en mi caso nuestros moldes eran de diferentes formas de chapa de ojalata que le había hecho Eusebio a mi madre,con tu relato me han venido a la memoria tantos recuerdos.
ResponderEliminarSaludos y FELIZ NAVIDAD
Gracias por la receta,intentaré hacer unos pocos pero ¿un kilo de manteca?; de todas formas gracias,
ResponderEliminarLa costumbre, sigue la proporción. La última vez, ya en mi casa y con el horno de la cocina, creo que hice medio kilo y me salieron bastantes para mi familia y para poder ofrecer a mis compañeros de trabajo y amistades.
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