Hace ya un tiempo, en un día de esos que entendemos como aciagos, intenté redactar un cuentecillo animoso que colge en el foro de poesía de bdelaencina.com. Estos últimos días le he lavado un poco las manos y los pies y aquí lo dejo.
Tomé la firme decisión de ir al castillo. Ésta sería la primera vez que rondaría por el Cerro del Cueto, planicie encrespada donde se alzaba provocativa, casi susurrando a voces que me acercara, la alargada mancha castrense de la alcazaba. Pero por fin me decidí a aventurarme ante aquella enorme mole de barro, tan grande que, pese a su lejana situación, casi llegaba a ocupar toda la hoja de mi ventana, mi única conexión con el mundo exterior, a fin de cuentas con el mundo; la que me permitía divagar cuando el monótono discurso de la maestra me aburría, la que me obligaba a mirar hacia mi interior, a hablar conmigo mismo y a interpretar cómo podrían ser las cosas más allá de mi cotidiano recorrido: Queipo de Llano, Luzonas, Recuerdo, colegio; y viceversa.
El edificio, recién remozado, debía ser bastante importante pues dos inquietas banderas recortaban el cielo con sus siluetas. Nuestra escuela, el cuartel de la Guardia Civil y el ayuntamiento sólo tenían una, aunque no sabía que leches significaba, tenía constancia que eran lugares por los que pasaba mucha gente, sitios que rezumaban demasiada seriedad, excesiva quietud. Por tanto, eran importantes.
En realidad no me atraía la posible dignidad del monumento, me intrigaban sus diferencias. Era una construcción especial, en nada se parecía a la mía, a la de mi buen amigo Andrés, muchas veces cómplice de juegos y desaguisados, o a las del resto de los vecinos. Tampoco era como la iglesia, que en realidad era un edificio grande, oscuro y silencioso, pero a pesar de todo mostraba las formas de una casa, con sus tejados inclinados y luces interiores. En el pequeño mundo en el que me movía el castillo cortaba el horizonte provocándome, exigiendo a voces mi presencia. Creo que después de muchos siglos en pie observando el trajín de la gente y de las cosas había adquirido la experiencia suficiente para conocer uno a uno a todos los que tenían cobijo a su sombra; y él ya sabía que la curiosidad era y es mi principal defecto y virtud.
Andrés, mi buen amigo, bajo el argumento de ser un cobardica, me incitó a meterme lo poco que quedaba de mi goma de borrar por la nariz –tuvo que sacármela la señorita acercándome a la nariz una buena dosis de pimienta que extendió sobre la palma de su mano-; de entonces, Andrés me debía una. Me costó, pero cuando la mañana del sábado le pedí que me acompañara hasta Santa María, hasta el castillo, no fue suficiente excusa que la tele arrancara su emisión en pocos minutos, tuvo que acompañarme. Los dos éramos poca cosa, pero él era hijo de un civil, poco nos podía pasar. Así que la clase matinal acabó, pronto como todos los sábados, y comenzó nuestra pequeña incursión hacia lo aventurado por desconocido.
La pequeña cartera de plástico duro que colgaba de mi espalda contenía una cartilla del 3, un lápiz a bocados raído y una acartonada caja de colores Alpino, sin tapa y con los lápices bailando en su interior por la ausencia de gran parte de su guarnición. No más de dos de los seis inquilinos iniciales seguían en mi poder, el resto había sido engullido por la maquinilla de plástico en un intento de conseguir la punta más afilada, los había partido a mordiscos o quizá habían desaparecido tras la pequeña puerta del cuarto de las ratas, en realidad una vieja alacena con un rancio olor a aceite. La vieja cartera de rígidos y redondeados filos de plástico como único avituallamiento.
Nos dispusimos a subir la cuesta de Santa María, dos hileras de casas que partían desde lo ancho de la Plaza y que se alzaban a nuestro lado apretando un espacio que parecía reconducirnos de manera inexorable hacia la toma del castillo. Bajo el eco que las piedras iban emitiendo a nuestro paso, me vino a la cabeza la aseveración que siempre me recordaba mi madre “cuando salgas de la escuela no te pares ni un minuto, directo a la casa, o el negro te lleva”, recordando el buen susto que una tarde me llevé al abrir la puerta y encontrar una gente de raras y chillonas vestimentas, cara y manos negras y una hucha blanca, muy blanca, como queriendo escapárseles de entre las oscuras manos. En realidad eran vecinos disfrazados para una campaña del Domund, pero mi madre supo sacar buen provecho del fiasco aunque la efectividad le duro bien poco tiempo, era más fuerte mi afán de conocer, la atracción de lo que desconocía, que el miedo a extraños personajes de los que entendía que, en campo abierto, podría escapar. Esta vez las recomendaciones cayeron en saco roto, qué mejor manera de comenzar una aventura que desoyendo a nuestros mayores.
Al llegar arriba, a los pies del castillo, fuimos a chocar de pleno con una gigantesca puerta acantonada que nos impidió entrar en las extrañas del coloso amurallado. Toda la magia que hasta entonces nos fue arropando en valentía, cayó como un pesado fardo que nos llevó a sentarnos, derrotados, al pie del cortado que formaba el borde de la meseta, el laero. Pero, nada más dejarnos caer y echar la vista hacia delante, dejó de importarme la parcial derrota de aquella mañana, empezaba a no arrepentirme de la hazaña. Andrés aprovechó para pedir que volviéramos a nuestras casas mientras mis pies rozaban la cambiante silueta del verde cereal que casi espigaba a los pies del laero, como queriendo hacer un amago de echar andar; pero en realidad era mi mente la que hervía previendo desconocidas sensaciones. Nos asomamos al laero, el trigo, de un verde brillante como nunca había dibujado en mis repetidos paisajes de casa, nubes, sol y pájaros, se mecía la cuesta abajo sugiriendo que nos acercáramos como días atrás lo hiciera el castillo. A lo lejos un paisaje infinito se dibujaba a nuestros pies. Nunca creí que el mundo en el que empezaba a escarbar, hasta entonces encerrado entre casas blancas y pardas y corrales atrapados entre muros, pudiera ofrecerme espacios tan abiertos. Una ráfaga de viento volvió a mecer el trigo y éste insistió para que nos coláramos entre sus inescrutables surcos. Cuando recuperamos la noción del tiempo, tras momentos de sana insensatez, estábamos corriendo desenfrenados laero abajo, rompiendo en nuestra carrera la frescura uniforme del trigal. Su fragilidad inicial se torno por momentos en aspereza, amargor, … pero también en dulzura extraña por novedosa. Caímos varias veces, rodamos, tropezamos y hasta algún felino nos salió al paso, pero cuando recuperamos el resuello sentados y magullados en el Camino Ancho respiramos el momento más dichoso de nuestra corta vida.
¿Qué hacemos? -pareció que nos insinuamos mutuamente con una directa mirada. Pero cuando Andrés quiso contestarme, ya estaba bajando un camino de piedras que seguía alargando el descenso, silbando la manida melodía de una serie de televisión que sesteaba todos los sábados. Descubrimos un mundo que no llegábamos a entender. Encerrados hasta ese momento en estrechas calles y viejas y apretadas casas de piedra, el corretear hacia un horizonte abierto, sólo cortado a intervalos por la mancha blanca de una nimia casona de huerta, las ramas más altas de algún olivo centenario o el recién estrenado rojo granate de los pocos granados que sucumbían ante el olivar, nos hizo sentir un remolino de sensaciones que desconocíamos. Cuando el cansancio vino a aguarnos la fiesta, una construcción rectangular, baja, desconchada por los vaivenes cotidianos, vino a flanquearnos el paso. Era la vieja alberca que fondeaba tranquilidad al cobijo y sombra de una noguera inmensa. Bebimos apenas un trago de su agua apartando el verdín de las ovas y fuimos a caer a su vera ante la fresca tentación que emanaba el entorno. Varias ranas nos saludaron en frenética zambullida.
No llegamos a hoyar el suelo bajo nuestras posaderas cuando una rueda de hierro volvió a llamar mi curiosidad. Me levanté presto, como hoja seca atizada por un tirón de viento, y me acerqué a la noria. Andrés me echó una mano al pie y pude asomarme a la raja que partía en dos mitades la mole circular de piedra; ¡qué oscura e infinita se abría bajo los herrajes buscando la profundidad de los infiernos!. Un soplo de aire frío, repentino y dulce, vino a chocar contra mi cara; desde entonces me atrae acercarme a la boca de las norias, cuando escudriño en sus entrañas identifico esa sensación contradictoria con lo que debe ser una muerte plácida, sin dolor, como cuando la vida se escapa en silencio, lentamente, sin apenas dejarse notar, buscando en la profundidad de las aguas el deseo de vida eterna que otros dicen hallar en un callejón de luz. De nuevo una rana, buscando cobijo en las negras aguas, vino a acercarme a la realidad. Ya se escuchaban las primeras y tempranas chicharras. La cercanía del verano dejaba intuir nuestras primeras vacaciones; ¿existían las vacaciones?
El sosiego del lugar nos dio una tregua, pero ya estaba decidida nuestra marcha sin más pausa. En un momento que no atinamos a descifrar, quizá dejándonos llevar por la arbitraria curvatura de una gran zanja, o quizá por el cansancio de nuestros cortos pasos, sin darnos cuenta, giramos noventa grados hasta vernos escoltados por una fila de perales que nos acercaron de nuevo a otra alberca. Ahora nos pareció mucho más húmeda, pesada, su agua ya no pretendía quitarnos la sed, al contrario, al echarnos unas manotadas sobre las sucias piernas fue abriendo con rigor cada uno de los arañazos que hasta entonces habían pasado desapercibidos como equipaje de mano de nuestro viaje. A esta desazón se sumó que, por primera vez, sentíamos las cosquillas del hambre, que arribó espontáneamente como un recuerdo del que creíamos habernos desembarazado; ahora echamos en falta a nuestras cansinas madres cuando parecía que les importaba más que comiéramos un cacho de pan con aceite que jugar tirados en el suelo.
Proseguimos la marcha, ya casi sin rumbo fijo y con pocas ganas de trasiego, y sin darnos cuenta fuimos a toparnos con la imagen de un pueblo, al fondo, que nos parecía familiar pero que no coincidía con ninguna forma ya retenida en nuestra retina. ¡Era nuestra casa!, pero desde fuera aún nos resultaba como una postal ajena y lejana.
Cuando fuimos a saltar una zanja que nos franqueaba el paso, vine a tomar constancia que perdía una de las zapatillas, a uno y otro lado se movían frenéticamente y con soltura los cordones rotos y atravesados por afiladas espigas y rechonchos pinchos. Tras muchos intentos por parte de mi madre para que aprendiera a “hacer la lazá del zapato”, todos imposibles ante mi escasa atención, conseguí por Pascua atar mi primera zapatilla, pero eran momentos en los que, apagado por el peso del abatimiento, preferí quitarme la calza y seguir a duras penas sintiendo la cruda realidad de la tierra que pisaba.
Con una zapatilla en la mano, la otra holguera pero en su sitio, los pies embarrados ante los fallidos intentos de saltar la zanja y Andrés casi lloriqueando fuimos a dar entre una línea de morales y las primeras casas del pueblo. La tarde ya se tornaba más fresca, el sonido seco de un yunque, signo de vida, nos cambió el ánimo. Pese a nuestra desventura final, estábamos enzarzados en subir a uno de los morales para coger de sus negras perlas, cuando el estrépito que provocaba el galope de un caballo sobre la dura piedra de la calle nos hizo volver la cabeza en medio de la faena. Arriba, sobre nosotros, como tapando la deslumbrante mancha de luz que el sol iba dejando en su marcha, fui a toparme con el tricornio del padre de Andrés que eclipsaba la luz del astro, ¡se me fue el alma!
Al día siguiente, cuando creímos que los ratones nos comerían los dedos de los pies en castigo, descubrimos que en la escuela no había cuarto de los ratones.