martes, 7 de septiembre de 2010

Textos para el folleto del Sendero del Bronce 2

Arranca nuestra senda circular en el llano del Santo Cristo, en el lateral posterior izquierdo del campo de deportes municipal. Aunque hoy bajo una maraña de viviendas y asfalto, este descansadero de ganado merino, el del Santo Cristo, ofrecía hasta hace bien poco un horizonte totalmente limpio de obstáculos que, teniendo como principal cometido la posta de los ganados trashumantes, compaginaba con otros usos de interés para el común. Así, un rosario de eras de pan trillar se sucedían a modo de gigantescos círculos empedrados que, en días de asueto, soportaban a empedernidos futboleros. Pero fueron las canteras para extraer arenisca (la piedra local) las que mayor empuje tuvieron, como la de “Marquitos”, a nuestra derecha, dando cobijo a la piscina local, como antaño lo diera a docenas de mozalbetes que, arremangados los calzones por encima de la rodilla, buscaban entre las aguas sucias y estancadas del hoyo de la cantera cabezolones (renacuajos) y tiros (salamandras). De aquí, de sus tierras rojas y blancas, se obtuvieron las principales materias primas que dieron forma a nuestro castillo: tierra -roja-, también utilizada para el barro de los tejados y las legendarias “canicas de barro”, y cal -blanca- (a la sazón este es el cerro de la Calera).

Frente a nosotros arranca el “viejo camino de los Llanos”, hoy en parte sepultado por la aguas del embalse del Rumblar, y que fuera acceso principal a la vieja dehesa de la Navamorquina, un conjunto de tierras serranas que Fernando III el Santo otorgó como privilegio a los pobladores de la incipiente aldea de “Bannos”, desde los siglos XIII al primer tercio del XVII bajo jurisdicción del concejo de Baeza. Con posterioridad esa dehesa se segregaría en cuatro, entre ellas la del Santo Cristo por las que discurre el itinerario que vamos a recorrer. Iniciamos la senda surcando, a uno y otro lado, entre las últimas casas del pueblo; por nuestra derecha una de las pocas ganaderías ovinas que quedan en el pueblo.

Dejando atrás las últimas casas, iniciamos un pequeño tramo descendente que nos aventura por un tupido bosque de pino alóctono que, a veces, alterna con eucalipto, recuerdo la reforestación realizada durante la década de los cincuenta del siglo XX, añoranza de una bella “postal franquista” que pretendía, aunque sólo fuera paisajísticamente, acercarnos a nuestros vecinos del norte de Europa. Cuando el camino de tierra viene casi a tocar la pista asfaltada, se nos ofrece un pequeño desvío (de ida y vuelta) que nos permite, a voluntad, acercarnos a conocer las ruinas de un viejo “rajal de colmenas”, una especie de corral pétreo, rectangular y escalonado, que guarecía las colmenas de abejas, a sus inquilinos y producción, de posibles asaltos del ganado. En su interior, entre un bosque de jara y romero que lucha por dominar las pendientes, nos llama la atención la ordenada presencia de unos decrépitos almendros. Para no despistarnos, cuando acaba la vereda tomamos como referencia la torreta de una línea eléctrica, el rajal se encuentra avanzando en línea recta algo por debajo de la misma. Tras la visita, volvemos al arranque del desvío.

Llaneamos por una pequeña meseta bastante aclarada de pinos hasta llegar el puntalillo de la Cruz Chiquita, hoy desaparecida. Ésta saludaba al viajero que desde la sierra arribaba al pueblo; aquí el camino nos obliga a hacer un giro de noventa grados a la derecha y comenzamos un pendiente descenso. Cuando de nuevo volvemos a arrimarnos a la carretera, el sendero nos ofrece una nueva alternativa, también de ida y vuelta, que nos acerca al magnífico y elevado mirador de Cerro Moyano desde el que podemos observar el poblado de Peñalosa. La altura nos ofrece una postal que es la suma de la luminosidad del pantano en lo hondo, la inmensidad de la sierra que se aleja en lomas infinitas que cabalgan unas sobre otras, el castillo romano de las Salas Galiarda, junto al cerro del Navalmorquín, y nuestra alcazaba moruna erguida sobre su cerro del Cueto. Peñalosa es cabeza de un conjunto de poblados, fortines y minas que se distribuyen hace cuatro milenios a lo largo de la cuenca del río Rumblar desarrollando una modélica explotación de los filones mineros (cobre). Volvemos sobre nuestros pasos y, cuando arribamos al cruce, si nos dejamos caer ligeramente a la derecha de la carretera nos topamos con la primera evidencia de los llamados huertos en barranco, un sistema de subsistencia agraria que tendremos ocasión de conocer en profundidad durante el trayecto. Aquí nos muestra los restos de la casa de pizarra que dio cobijo a sus moradores y parte de los muros por los que discurría longitudinalmente la tierra de labor.

Retomamos el trayecto, ahora ligeramente ascendente, para pasar a llanear después de un giro de noventa grados a la derecha y, tras otro a la izquierda, comenzamos a descender sin solución hasta casi tocar el agua del embalse. El proyecto para embalsar las aguas del río Rumblar en el paraje reconocido como “Cerrada de la Lóbrega” tuvo su visto bueno a finales de 1929, previo a la renuncia del dictador Miguel Primo de Rivera, finiquito de una etapa regeneracionista sin parangón. Tras innumerables vicisitudes, entre ellas la sinrazón de la Guerra Civil, las obras llegan a buen puerto en 1941, siendo en 1947 cuando se consiguen embalsar por primera vez los 126 Hm3 de capacidad del pantano. El paso de los años, que todo clarifica, nos ha dejado una gran brecha líquida que segrega el núcleo de población de su sierra bajo la necesidad de unas aguas útiles en la campiña, en el bajo Rumblar; fértiles pagos de huerta sepultados, como las del Marquigüelo y Valdeloshuertos, junto con las fuentes que suministraban a los bañuscos (Cayetana, Pacheca, Socavón y Salsipuedes); y un poblado constructor, el del Rumblar, que señorea sus agraviados despojos.




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