lunes, 23 de diciembre de 2019

La Alcubilla y el Huerto "Miguelico"

La integridad física de los caminos tradicionales y la conservación de aquellos reductos paisajísticos eran dos de los objetivos fundamentales planteados con la implementación del programa Red de Senderos Temáticos, pero no era menos importante la recuperación de la memoria cotidiana e histórica de estos territorios y la asignación de nuevos usos de carácter público para sus ingenios hidráulicos y los espacios de producción tradicional. Y ahí tuvo un papel protagonista la población local, que no dudó en volver a ocupar estos espacios, bucear en su memoria y edificar unos nuevos usos sociales acordes con la historia de su paisaje cultural.

“…Tras superar en descenso “La Piedra Escurridera”, un elemento natural con unos tintes etnográficos sobresalientes, nos dejamos caer al “Pocico Ciego”, ingenio hidráulico que aprovecha el encuentro entre los quebrados pliegues de la pizarra y el dique emergente para abastecer sus veneros de agua. A poco, el camino, que va por encima del pozo, y el propio arroyo, nos obligan a girar a la izquierda para, entre eucaliptos, encarar el paraje de la alcubilla. Aquí encontramos uno de esos paisajes culturales que dan sensación de eterna placidez; en realidad se trata de un complejo hidráulico formado por pozo (agua para animales), alcubilla (fuente para las personas), rebosaderos y sus correspondientes canales de evacuación elaborados con mortero de cal. Por encima emerge el “Huerto Miguelico”, prototipo del huerto en barranco presente en la Dehesa Santo Cristo por la que discurrimos ahora, cuyos verdes bancales luchan por sujetar la vida vegetal a la pendiente del cerro. En general, el paraje se constituye como un ingenio hidráulico que de manera endémica parece atado a otro tiempo y a otros usos…”.

Fuente: Cuaderno de Campo de la asignatura “La Sociedad y su Medio. Geosistema, Territorio y Paisaje” impartida por el profesor de la Universidad de Granada José Gómez Zotano, extracto a su vez del Cuaderno de Campo «Geosendero de la Pizarrilla» editado por el Excmo. Ayuntamiento de Baños de la Encina y textos de José María Cantarero Quesada.



domingo, 22 de diciembre de 2019

Burch al Hammam, Bury al Hamma, Burgalimar... Banyya

Contrariamente a lo que pueda parecer el nombre del pueblo, enclavado en las estribaciones meridionales del macizo de Sierra Morena, no tiene su origen en la presencia de algún balnea o alhama reconocido, tampoco en la abundancia hídrica de su entorno o en la presencia de aguas minero medicinales con propiedades reconocidas. Ninguna de esas situaciones se da o históricamente se ha dado, aunque sí es cierto que la fosa de La Campiñuela contiene un enorme acuífero, un reservorio hídrico del que solo se ha podido extraer agua recientemente y mediante complejas técnicas de extracción que la obtienen a cientos de metros de profundidad (sondeos). Efectivamente, así es. Según las últimas investigaciones el apelativo de “baños” podría derivar de la transcripción fonética que los primeros castellanos llegados al lugar realizaron de la voz banyya, a la sazón denominación que parece ser que los agarenos daban al castillo (hins banyya) que se eleva en el Cerro del Cueto, cuya loma fue germen histórico del núcleo urbano actual. Con la información de la que hoy se dispone, en castellano, la voz (árabe clásico) vendría a traducirse literalmente como “fortaleza con profundas raíces históricas”, “antigua”, “con mucha historia”. Las diversas excavaciones arqueológicas realizadas en el interior de la fortaleza y en las inmediaciones del castillo ponen de manifiesto la riqueza histórico-cultural del lugar y certifican la posibilidad de este apelativo. A fuerza de escuchar esta voz durante un siglo, el periodo que el macizo mariánico contó con el estatus de frontera, el intervalo de tiempo que transcurre entre el Poema de Almería —1147— y la entrega definitiva de la plaza de Baeza al rey castellano Fernando III —1227—, y pronunciada con imprecisiones por las hordas “reconquistadoras”, el sonido evolucionaría de la siguiente manera: banyya>bañia>baños; de igual forma que lo haría su gentilicio bani-oscos (morfema que en castellano viejo indica procedencia)>bañuscos.





miércoles, 11 de diciembre de 2019

Pájaros

Desconozco la causa, pero de muy chico siempre me pelaba en sábado y en la Barbería de Ponaire.

¿La razón?, no sé. Quizá el motivo estaba en que era el único día de la semana que mi padre me veía más allá de lo que era “un buenos días y un adiós”… y aprovechaba la oportunidad para ordenarme la vida hasta donde podía y le daba de sí el momento. Luego ya, cuando fui menos chico, compartimos noche… cosas de infancias diferentes, ¿o quizá no?

La barbería, como el estanco de Paquito, la abacería de las María Manuelas o la tienda del Obispillo, era uno de aquellos lugares que gestaron lo que recuerdo de mi primera infancia, porque para olvidar ya tenía el Cotanillo, el Corralón o la Casa de Joaquinito. Con razón, la barbería del Maestro Ponaire estaba plantada a tiro de piedra del horno, calle abajo. Aunque para mí, realmente, el negocio lo regentaba su hijo Pedro. Al maestro lo tenía por un vejete delgado, camisa suelta y entrado en las pocas canas que le permitía su escasa cabellera. Un señor que paseaba continuamente por la sala, jaula en mano, contando en voz baja su mucho saber sobre las cosas de pájaros. Pedro, por el contrario, entre tanto barullo y revuelo esgrimía una voz rotunda, contundente, intentando poner un poco de orden y criterio entre tanta parroquia desgañitada.

A media mañana, con enorme timidez y cabeza gacha saludaba con un “quién es el último”. Luego ya, una vez que conocí al Nani, nieto y sobrino, pasé a entrar con más soltura, como si fuera casa de visita diaria. Sábado con sábado, el lugar era muy concurrido. Los muchos iban a pelarse y unos pocos tenían por costumbre ir a afeitarse, pero la mayoría no tenía otra tarea que encontrar un rato de charla y evitar taberna.

Nada más asomar la cabeza, se apreciaba que el lugar era apretado para tanta parroquia. Estaba abierto a la diestra y flanqueado de sillas de enea, dando vista a una frágil puertecilla de dos hojas acristaladas mitad por mitad, un huequecico casi siempre hermético que abría a una salita-comedor recatada donde la matriarca escuchaba en silencio, incrédula a las barbaridades e improperios que se decían, como resignada a cuanto acontecía fuera de sus dominios. Por frente, desplegado en horizontal y sazonado de botes y ungüentos de todo pelaje, se extendía un desteñido y enorme espejo, o al menos así me lo parecía, entonces. Por delante, le precedía un sillón gigantesco, fijado al suelo y giratorio, principal, y una silleta de madera labrada donde el maestro ejercía cátedra en momentos de máxima afluencia.

Era cruzar el umbral y te rodeaba un estruendo de supuestas conversaciones, cada inquilino a su cuento. Con el tiempo, me veo de pie y absorto, y recuerdo aquello como vieja película en blanco y negro donde todos los actores gesticulan aceleradamente y nada se entiende sin la ayuda de subtítulos. Pedía la vez y me sentaba, por guardar las formas, y veía como a mi alrededor los compadres unas veces urdían tratos, que se cerraban con un apretón de mano, y en otras ocasiones tejían trajines que de nada servían, nunca fueron  y nunca serían. Inmerso en aquella insoportable atmósfera sonora, de cuando en cuando y de entre tanto revuelo, como si de un “mixto” de colorín se tratara, se elevaba una pitada fortísima, insoportable, que nada contenía, mientras los “castellanos”, enmudecidos, callaban.

Dejaba pasar unos minutos que se hacían interminables y, calculando que la espera iba para largo, me levantaba con cautela, intentando que nadie fuera consciente de la maniobra. Salía a la calle, a ventear compinches de juegos y armar posibles trastadas. Puerta con puerta estaba el estanco y abacería de Paquito Juan Rafael, aunque para los más chicos era kiosco de chucherías y encurtidos algo avinagrados. A pesar de ser lo que era, a los escalones del estanco les dábamos esquinazo, pues Paquito, sabiendo de nuestros desmanes, desoyendo cantos de sirena y sabiendo de qué iba el cónclave, nos espantaba con su voz ronca no nos fuéramos a ir con el esparto en la cola. Nos dejábamos caer calle abajo, en la acera cemento liso y resbaladizo de los “Larilla” o en la graílla de Marcelino del Moral. Allí, haciendo hora y lugar, nos entreteníamos encandilados con los muchos dichos y chismes de Eusebio. El hombre se salía a la calle cuando la falta de clientela se lo permitía y hacía muestra de su trato afable y mucho ingenio. En una de aquellas, y viendo que siempre rehuía la bulla del interior de la barbería, Eusebio me dice:

—Nene, ¿no te entretiene la charla de los mayores?
—Bueno, es que no hay demonios de que me entere de algo. Me da que cada uno va a ver quien grita con más fuerza y aplomo.
—Sí, cosas de la vida. Cuando entres para pelarte, haz un esfuerzo. Concéntrate y, entre tanto revuelo, intenta escuchar como cantan los colorines del Maestro, están en el patio. Esfuérzate.

Y así procedí. Cuando me toco vez, subí al taburete que me plantaba Pedro, a espaldas del elegante y reclinable sillón de barbero, como si de un chaparrillo de liria se tratara. Cerré los ojos y puse oído. Me costó. Pero antes de que Pedro me despidiera como era costumbre, con un “ya me pagará tu padre”, por encima de tanto vocerío logré escuchar el hilo sonoro de los colorines. Y, sábado con sábado, he hecho por donde escucharlos. Sobre el taburete y cuando pude auparme al sillón de cuero y porcelana.

Ahora, con tanto barbero de diseño cada día me cuesta más. No sé si será cosa de la edad, de que apenas quedan colorines o de que hay mucho pájaro mixto.

Fotografía: Antonio Miravés. En la misma, mi tío Antonio.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Molinos

La capacidad para modelar paisaje con la que contaban los molinos de los ríos Grande y Rumblar, también lo tenía el Molino de Viento del Santo Cristo que corona el pueblo de Baños, fue más allá del ámbito de influencia de las márgenes de la corriente fluvial. Estos molinos, cuando realizaban la molienda de la cosecha de grano, eran el último eslabón de una enorme y compleja cadena silvoagrícola y pastoril, un sistema de aprovechamiento de los pagos serranos regulado mediante ordenanzas municipales, que ya era denominado en las de 1742 como de “roza de cama”. Englobaba un conjunto de normas y tiempos de uso que permitían la coexistencia de carboneros, rancheros, pastores y agricultores y gestaban un hábitat muy singular donde la torruca, como vivienda serrana/chozo local, y una serie de equipamientos complementarios, como las eras, los hornos de pan cocer exentos y los pilares, tenían un papel protagonista.




lunes, 11 de noviembre de 2019

Agua y cultura, 1

Esta manera de intervenir en el territorio, que sin ahondar en la investigación de campo podría parecer exclusiva de la ocupación castellana, contrariamente, tiene una larga tradición histórica. En este sentido, es necesario subrayar la presencia de una serie de equipamientos relacionados con la cultura del agua que son de gran interés y hunden sus raíces aún más profundamente en la historia, como la gigantesca cisterna pétrea de Peñalosa (Edad del Bronce), que recoge las aguas de lluvia y escorrentía que fluyen por el callejero del poblado, o el pequeño balnea de la cercana villa romana del Santuario de la Virgen de la Encina, cuyas aguas provienen de la vecina Fuente del Barranco del Pilar y fue embrión del propio santuario. Es también el caso de las dos albercas elaboradas con mortero utilizando la técnica del opus caementicium y posible origen romano, la de Los Perales de Purita y la del Polígono, la primera es hoy soporte de una más moderna y modesta utilizada para riego, mientras que la segunda es cimiento de una casilla de mina de la primera mitad del siglo XX. Otras evidencias de esta ingeniería hidráulica son el doble aljibe almohade del castillo y los caces de drenaje del complejo hidráulico de la Alcubilla (fuente, pozo y lavadero), cuya fábrica, elaborada con mortero de cal (posiblemente medieval), presenta una gran calidad y resistencia.

martes, 29 de octubre de 2019

A modo de epílogo, otoño

Arrancaba uno de aquellos noviembres preñado de amaneceres limpios, sin una sola nube en el cielo, luminosos, de mañanas que llegaban arropadas de un frío más que crudo y que sucedían a tardes oscuras y lluviosas, que creía por entonces monótonas y de poco lustre y valía ¡qué iluso! Las horas avanzaban tras los visillos contando el tintineo de las gotas de agua que rompían un silencio pausado y complaciente, o con una charla breve, casi apagada, provechosa. Corría uno de aquellos noviembres en los que la vida aún nos saludaba a diario.

Con la noche todavía bien puesta, superando las blancas hiladas de las últimas casas se abría un llano ancho, limpio, infinito, terrizo, salpicado a tramos de eras empedradas aún ajenas a mi cotidianidad, a las mañanas de trilla y a mis tardes de fútbol. La avanzada nos puso por frente, apenas sugiriendo el horizonte, una delgada línea de mampuestos que se aferraba a duras penas a la verticalidad, donde, ante la orden de los mayores, quedó arropado un macutillo escaso de víveres y muy desgastado. Algunos pasos por detrás, a unos metros de la fuente de Marquitos, desde donde me llovían órdenes y regaños, quedaba el hato mayor, con jaulas bien ordenadas y un correoso morral pertrechado de canutillos de cañizo mal pintados en verde, los espartos equitativamente cortados y una pringosa lata de liria, veterana en mil vericuetos y batallas dominicales.

Mientras mi primo izaba varios chaparros varados a la intemperie, que pugnaban por mantener su verdor en ya clara decadencia, mi abuelo faenaba tras el muro de la Viña la Tonta con una lumbre que se resistía sin razones y que empezaba a ennegrecer unas piedras que eran ajenas a la situación, testigos mudos e involuntarios de cientos de aconteceres como el de esa mañana. Haciendo equilibrios sobre el derruido muro, como empezaba a hacerlo con el diario, recibí la orden de traer la lata de liria para que su oscuro contenido, un helado amasijo de auténtico ajonje, pez rubio, aceite frito y agua, volviera a la vida bajo el calor gestado al amparo de la hoguera y el bardal.

Junto al venero, cuando apenas asomaba un hilo de luz por levante, los pájaros de reclamo fueron aupados sobre ganchos de hierro, sobre pequeños montículos de ripios cuando estos se acabaron, para ponerlos a salvo de insectos desagradables. Se daban así por finalizados los prolegómenos. Mi abuelo saludó el día hurgando en el macuto e inaugurando una bota preñada, un pellejo chico y húmedo. Viendo como bajo mis pies se desmoronaba parte del muro, tomé la que parecía definitiva determinación, al menos por el momento, de arrimarme al calor de la fogata y esperar recomendaciones.

Todos tomamos posiciones, aunque al poco y a ratos, rebelde, volvía a auparme a la tapia desmoronada.

Mi primo, arrimándose por vez primera a la hilera de piedras, traía por equipaje una tabla, larga y vieja, algunos espartos cortados y la destartalada lata de liria. Mi abuelo seguía extrayendo y ordenando las pocas viandas del hato, colocándolas sobre dos grandes pizarrones lisos: una talega con el pan partido, mojado y oreado aquella noche, la cabeza de ajos, el aceite…, y demás aperos para las migas de la mañana; y una buena tira de tocino de veta y un tremendo cacho de queso curado que solventarían los honores de la espera.

El vino del pellejo, como las decisiones de la vida, aún me era ajeno.

Mi primo, dejando la madera sobre el muro y viéndome ocioso y pegado a la lumbre, mientras mantenía un ojo y un oído al cielo, los otros al puesto de liria, me alarga un manojillo de espartos y un palo, corto y de estreno, en la cabeza un pegote de pringoso ajonje. Me ordena mirar y seguir su hacienda: sitúa la parte media del esparto sobre el extremo del palo con liria, realiza un movimiento giratorio con el esparto y, con una rapidez inusitada, el hilacho de hierba seca quedaba impregnado de aquel ungüento. A ratos, dediqué aquella primera mañana al aprendizaje de estos menesteres, reponiendo espartos según capturas y evasiones de la presa con pérdida del “arma” vegetal. Aunque la punta de los primeros que empringué quedó cabezolona y con un pegotillo colgando, que haría que, según caminaba la mañana, la liria se corriera e invalidara la herramienta, puso los cimientos de lo bueno y lo malo de otros encuentros matinales semejantes.

A poco que el día clareó, la espera nos trajo a mi padre y tío aparejados de una ancha sartén. Al duro trajín de la noche en la panadería, le sucedía ahora un rato de asueto amarrado a una lumbre, a unas migas y a un puñado de pájaros en un día que me pareció extraño y, por ello y por la nueva, muy especial.

Con la llegada de mi padre, dejé definitivamente las medias alturas de la tapia y bajé con la intención de oír a un hombre que hablaba poco, de escuchar a un padre que comunicaba con su ejemplo. En días como aquéllos tomaron posiciones en mi cabeza ideas extravagantes sobre humanidad, sobre el valor de lo cotidiano, empecé a duras penas a escuchar, y mucho, antes de actuar, a sopesar en su justa medida el esfuerzo constante y diario, sin grandes alardes, dando un paso atrás y cavilando antes de volver al frente.

En aquellos lejanos Santos -fiesta local en Baños de la Encina- había un encuentro con la tierra, de cómo enfrentarse a la vida con las enseñanzas de la tradición de los mayores, algunas buenas y otras malas. Aquellos Santos no eran hijos de los derroteros de la muerte instaurados por el cristianismo en las postrimerías de una Roma decadente; aquellos Santos no conmemoraban la muerte del ciclo estacional de la tierra como hicieran los paganos del norte; aquellos Santos eran el encuentro con la vida, con sus enseñanzas, tras un verano que había achicharrado todo hilo de ella en nuestros montes y campiñas, en Sierra Morena.

La tierra brotaba ahora en los pastos, en los pasos, en sus cosechas de invierno. Hoy, posiblemente, ese espíritu se ha borrado y con él todo atisbo de enseñanza, campando la muerte por doquier. Ahora se cuenta que era un día en el que las campanas doblaban sin descanso ni esperanza, se rememora como una huida; cuando en realidad lo que se narra es un espejismo, una metáfora, un eco que proyecta al pasado la realidad que hoy es.



sábado, 14 de septiembre de 2019

Al hilo de los Paisajes del Bronce

Cualquier escenario es idóneo para hablar de Baños de la Encina y su patrimonio hidráulico... mientras se pueda.



martes, 13 de agosto de 2019

Sobre el Peñón Gordo y la Encantá del Pilarejo

Andábamos por el Peñón Gordo en una tarde noche revuelta, de cabañuelas en retornas, barruntando donde poner el hato y rememorando aún la última hazaña, la de días atrás en noche con media luna. No teniendo mejor mula que aparejar, nos dio por acercarnos al cementerio y pavonear de audaces cuando no de muy osados, pues, según dijo uno, con motivo de tanto emigrante y con la finalidad de que pudieran visitar el último asiento de sus difuntos, el Narro, a la sazón guardián de aquella hacienda, había dejado de par en par las puertas de tan silenciosa cortijá.

A la retranca supimos de la poca certeza de aquella afirmación.

A la ida y ya puestos en verea, por aprovechar el viaje, cada cual cogió una sandia o un melón, según gusto y como le terció, de un huerto que se nos puso por delante. Yendo ya cada uno con su correspondiente carga, doblamos la última curva para darnos de una con la rectilla que nos ponía por delante la Peñasca. Fuera por los tétricos comentarios derramados por el camino, fuera por la poca luna o por las cimbreantes sombras de la arboleda, el que iba por delante no tuvo otra idea que inventar y vocear a plena voz que veía a lo lejos, detrás de la reja, como se paseaban los fantasmas. ¡¡¡Espantá general!!! El último, no queriendo quedar de invitado de tan respetable concurrencia y para correr con más brío, no tuvo otra agudeza que tirar su presa hacia delante, por encima de las cabezas de los compadres. Tal fue la lanzada, que la sandía fue a caer en mitad de los fugitivos haciéndose trizas. La compañía, creyendo que las ánimas les agarraban de los cataplines, se tiró cuerpo a tierra desportillándose contra los duros terrones de las camás.

Por no liarla, como ocurrió en el día de marras, ahora se tomó la determinación de inventar sin meternos en sembrao.

Como esa noche teníamos partía larga y nos pillaba a tiro de piedra el Pilarejo, a uno le dio por proponer si nos echábamos palante para verle la cara al espantajo de la Encantá. Otro, que ufano no sabía cómo alardear del novedoso reloj digital que colgaba de su muñeca, propuso bajar el primero, saludar a la doña, dejar la máquina sobre el brocal del lavadero y regresar por las mismas. El siguiente, y al amparo de la luna llena, bajaría a recogerlo. Uno tras otro haría otro tanto hasta que la joya regresara de una a su dueño. Y así se procedió.

Situado a media cabecera del barranco, en un lugar de umbría eterna y mucho chortalillo, se cuenta que con las primeras luces, cuando las mozas casaderas van a hacer la colada, una señora vestida como la noche las toca y les pide vez en la fila. Cuando van a contestar, el engendro desaparece como en un encantamiento. En otras ocasiones y detrás de una retama, se escucha su ronca voz susurrar lamentos. Quien tiene la suerte en contra y observa la faz de la propietaria, afirma ver una cara llena de llagas que refleja inmensos dolores A partir del ese momento su vida se ve rodeada de inmediato de desgracias que cesan con la muerte del visionario. También dicen que los peores momentos se viven cuando se hace de noche y te coge la oscuridad lavando: a la luz de la luna, la mujer de turno no ve reflejado en el agua su semblante, por contra observa el de una señora de gran belleza que le extiende la mano mientras le pide con embrujo que la sustituya en su eterno encierro. Aunque se niega, a la fuerza intenta sumirla en las profundidades del venero.

Al comienzo, el asunto fue bien, todo el mundo callaba por la incertidumbre de lo que podía pasar. El silencio dominaba en el cónclave. Todo cambio cuando regresaron los primeros haciendo alardes de su arrojo, los murmullos inundaron la escena. A renglón seguido, cuando eran más los de vuelta que los que faltaban que bajar, los primeros comenzaron a relatar historias de mucho meter miedo en el cuerpo con el fin de amedrentar a los que quedaban. Hasta que a uno se le hincharon las narices y dijo que no bajaba, que el reloj pa la Encantá. Y allí se quedó, en la penumbra del Pilarejo.

Hay quien dice que desde entonces el espantajo no se guía ni por la luna ni por las estrellas, que ahora utiliza el reloj, que la pila era de mucha tralla.

El Peñón Gordo y el "Chalé" (de mi tía Lidia) desde el patio de Antonia "la de 23"

Castillo y Peñón Gordo, en primer término

Fotografías: Antonio Moreno "Miraves"

miércoles, 7 de agosto de 2019

Argar

Esto sólo es la punta del iceberg, una rica muestra que se extiende por el territorio de Murcia y que tiene extensas ramificaciones en el Bronce Manchego y la Cultura Argárica del Sudeste Andaluz (desde Almería a Jaén, pasando por Granada o Málaga): ver video

Como casi siempre, llegaremos tarde mientras nos congratulamos con utopías, aún peor, con falacias.


viernes, 2 de agosto de 2019

Cenizas

A lo largo del día se dan ciertos trances que nos parecen de lo más apacibles, son momentos tan placenteros que estimamos que durante su trascurso nada perverso puede suceder. Así acontece con la aurora, cuando bosteza con timidez anunciando la primera luz del día. Otro tanto tiene lugar con la mañana más soleada, cuando el astro se pasea plácidamente iluminando cada una de las callejas que llevan a la plaza; o con la silenciosa madrugada, que cuando estima oportuno estalla en millones de puntitos luminosos. Pero, contradictoriamente, en muchas ocasiones suele ocurrir lo contrario. Así es, en cualquier instante la madre Hécate decide tejer los hilos que visten la noche más tenebrosa para que los cielos descarguen la tormenta más terrible. Y de tal manera, sin salirse un renglón de ese trágico dictado, una plácida mañana, que a la postre también fue funesta, la diosa alzó un negro velo y la gladius romana cayó impenitente sobre el pueblo más recóndito de los bastetanos, sembrando fuego y cosechando sangre.
Encogido en la penumbra interior, aprecié que el semisótano era encorsetado y fresco, que olía a yeso y cal, a muy limpio. Por las rendijas del portalillo la tarde hilvanaba destellos de luz, delgados hilos blanco nacarados que me obligaron a entornar la vista. Por delante mía, al otro lado de la portilla, el habitáculo principal se derramaba con anchura dejando entrever las ásperas ruedas de dos molinos, algunas ánforas, mucho grano y un desconfiado roedor que no acertaba a comprender el repentino abandono del lugar. Las muelas aún cobijaban los rescoldos de su faena: un encaje de harina desmigajada, el sudor de la fatiga y el intenso olor a grano seco. El lugar desprendía aromas a tierra vieja y aceite nuevo, aún olía a vida.
Pero en un instante la tarde se vistió con una toga rojo amarillenta y el silencio se calzó de estridencias. En un momento el mundo se desmoronó emitiendo un crujido de impotencia, como el sonido de un coscurro de pan duro al hacerse trizas. Encastrado, obligado a no escuchar y sí olvidar, a la desmemoria de los míos y de hacer caso omiso de lo que arrasaba el invasor, sólo llegué a oír el crepitar de las vigas, el aullido de los hombres y el sollozo de las mujeres. Mientras tanto, la atmósfera se embozaba con aromas de romero, lavanda y resinas achicharrados y la oscuridad arropó con su negra mantilla el universo de los perdedores. Y entonces, tan solo entonces, necesité que un susurro me insuflara aliento, pero solo escuché gritos desgarradores. Necesité de la cordialidad de la mano amiga, pero solo aprecié la aspereza del olvido. Necesité oler el sudor y las lágrimas, la sal que desprenden y que atestiguan que estás vivo, pero solo olfateé tizones y carne abrasada. Y fue en aquel preciso instante, cuando la oscuridad me selló la vista, que recordé el vaivén de la espiga dorada y evoqué la calidez de la ubre henchida de leche tibia. Rememoré entonces cientos de cosas sencillas mientras la muerte me llevaba en volandas.
De nada sirvió el sacrificio de mis padres y la estrategia de ocultarme en el semisótano. Una punzada de viento achuchó un ovillo de fuego al interior de la casa y mi hacienda, mi vida, fueron pasto de las llamas. Reinó el silencio más cruento.
La parca aún me concedió un instante. Una rendija de consciencia me permitió apreciar un rosario de minúsculas lucecitas que se elevaban con movimientos ondulantes, luciérnagas de oscilaciones quebradas que salpicaron de pequeñas motas de claridad las sombras de que dormían entre callejas y casonas escalonadas, remolinos de humo que bailaron al son de la helada muerte, pavesas balanceadas por el viento, almas menudas que se escaparon en movimientos concéntricos hacia el cielo que las reclamaba: una negra gasa salpicada por miles de estrellitas que esperaban, los ancestros. El olvido.
Cuando aquella aciaga mañana despuntó el astro, yo era Sakarbik, del pueblo de los bastetanos, un chico inquieto y parlanchín. Ahora no soy nada, tan sólo desmemoria, cenizas.

Cerro de la Cruz, Almedinilla. Siglo II a.C.

domingo, 21 de julio de 2019

About water and its hydraulic artifices in the highlands environment: the case of Baños de la Encina, Jaén

En inglés:

Unlike it could seem, the name of this village, located in the southern part of Sierra Morena, does not have its origin because of a balnea (Roman bath) or a alhama (Arab bath), neither on the water abundance of the place. According to last studies the name of Baños de la Encina may derive of the phonetic transcription that the first Castilians made from the sound “banya”, name that Muslims gave to the castle of Baños de la Encina (hins banya), origin of the actual village. With the information that we have today, in the classical Arab its translation is “fortress with deep historical roots”, “ancient”, “with a lot of history” (we can not forget about the archaeological wealth of this piece of land). As Castilians listened the sound “banya” for almost a century (the time that Sierra Morena was the border between Castilla and Al-Ándalus) they began to pronounce the sound in a wrong way. By the time, the name would develop in this way: banya>bañia>baños; the same occurred with the demonym: bani-oscos>bañuscos.


Perhaps because of that deficiency of water and the great geomorphological diversity by the presence of the Falla de Baños, people in Baños de la Encina have created a huge number of ways to get and keep water for domestic, agricultural or industrial uses. This method to intervene in the territory looks like it would be Castilian, but in fact it has deep historical roots. It is important to know about the existence of hydraulic equipments with a great importance, like the giant cistern of Peñalosa (Bronze Age), that pick the rain and the waters that flow down the streets; the small “balnea” near the Roman small town of Santuario de la Virgen de la Encina, which water comes from the spring of Barranco del Pilar; two reservoirs made with mortar or “opus caementicium”, the Los Perales de Purita and the Polígono, today the first reservoir is the support of another more modern and humble used for watering, the second is the foundation of a small house of a mine made in the first part of the XX century; the double tank Almohad of the castle and the drainage catches of the Alcubilla, built with “opus signinum” with high strength and quality.

Is in the XVI and XVII century when the most part of the hydraulic artifices located in the surroundings of the village will be built, a rustic area called for most of the people as Los Ruedos. We can classify the hydraulic wells in five sorts by the use the water had: territorial management, domestic (drinking, cleaning, cooking, make bread, etc), traffic, agrarian and industrial. Taking part in this we can find places like: “callejas de agua” (Arroyo, Cuidado, Barranco) that used to empty out the streets without damaging them, the stone pavement trenches of the Campiñuela that used to drain the places of Los Charcones and Cantalasrranas and gave those places good shore for horticultural use; monumental wells like Pozo Nuevo and Pozo de la Vega, beside Camino Real (Royal Road) and supplied of water herds and flock of sheeps, the ingenious cisterns nd fountains located in the drop of Valdeloshuertos (Cayetana, Socavón, etc) that gave potable water for the residents: from little reservoirs, made in brooks like Rumblarejo to move waters to the old olive presses, to the water conduits and flour mills in the Rumblar river, they made easier the mill with a complex agricultural system to take advantage of the highland shores (roza de cama)...; to conclude emphasise that in the small area of historical set of the village, smaller than five hectares, we can find more than a hundred wells for domestic uses, the most part of them with almost monumental nature.

So many patrimonial elements does not only give information about the technical solutions used in different economic-cultural spheres and times in history, they also help us to understand more
complex processes , that in a local level, had given form to the history of this dry land. Water in an environment without karstic or nival regulation to control the changing seasonal conditions is usually quite appreciated by farmers and ranchers. It also show us the scarce and required that water is in a critical environment like this, that forces us to use water in a rational way if we want to have a sustainable behaviour. By the way, judgments against the ones that are used in olive trees cultivation.

viernes, 12 de julio de 2019

Sobre aguas y sus ingenios

Contrariamente a lo que pueda parecer, el nombre de este municipio, enclavado en las estribaciones meridionales del macizo de Sierra Morena, no tiene su origen en la presencia de algún balnea o alhama distinguido, tampoco en la abundancia hídrica de su entorno. Efectivamente, así es. Según las últimas investigaciones el apelativo podría derivar de la transcripción fonética que los primeros castellanos realizaron del sonido banya, a la sazón denominación que parece que los agarenos daban al castillo (hins banya) que se eleva en el Cerro del Cueto y que fue germen histórico del núcleo urbano actual. Con la información de la que hoy se dispone, en árabe clásico vendría a traducirse como “fortaleza con profundas raíces históricas”, “antigua”, “con mucha historia” (no debe olvidarse la riqueza arqueológica de sus cimientos). A fuerza de escucharlo durante casi un siglo, el periodo que el macizo mariano contó con el estatus de frontera, y erróneamente pronunciado por las hordas “reconquistadoras”, evolucionaría de la siguiente manera: banya>bañia>baños; de igual forma que lo haría su gentilicio bani-oscos>bañuscos.

Pese a ello, o quizá por ese mismo déficit hídrico, y también por la concentración en un espacio tan reducido de una gran diversidad geomorfológica, pues no en vano el pueblo se levanta sobre uno de los escalones de la denominada Falla de Baños, la población ha modelado una infinidad de maneras e ingenios para obtener y almacenar agua para los diferentes usos cotidianos, ya sean estos domésticos, agrícolas o industriales. Esta manera de intervenir en el territorio, que sin ahondar en la investigación de campo podría parecer propia de la ocupación castellana, contrariamente tiene una profunda raíz histórica. En este sentido, es necesario subrayar la presencia de una serie de equipamientos hidráulicos de gran interés, como la gigantesca cisterna pétrea de Peñalosa (Edad del Bronce), que recoge las aguas de lluvia y escorrentía que fluyen por el callejero del poblado; la pequeña balnea de la cercana villa romana del Santuario de la Virgen de la Encina, cuyas aguas provienen de la vecina Fuente del Barranco del Pilar y que fue embrión del propio santuario; dos albercas elaboradas con mortero u opus caementicium, la de Los Perales de Purita y la del Polígono, la primera es hoy soporte de una más moderna y modesta utilizada para riego, mientras la segunda es cimiento de una casilla de mina de la primer mitad del siglo XX; o el doble aljibe almohade del castillo y los caces de drenaje de la Alcubilla, cuya fábrica realizada con opus signinum muestra una gran dureza y calidad.

Aun así, será durante los siglos XVI al XVIII cuando se edificarán la mayor parte de los ingenios hidráulicos que hoy dan forma a la interesante red etnológica que atesora el entorno más inmediato del municipio, un área rústica conocida popularmente como Los Ruedos. Grosso modo, podemos clasificar los bienes hidráulicos en cinco tipologías según el uso para el que se destinó el agua: ordenación territorial, doméstico, ya sea para beber u otros usos (aseo, elaboración de pan, cocer alimentos, etc.), tránsito viario/comercial y ganadero, agrario e industrial. Formando parte de este amplio abanico de recursos, podemos enumerar desde las “callejas de agua” (Arroyo, Cuidado, Barranco), que evacuaban del callejero y sin daños las aguas de lluvia, a veces torrenciales, a las zanjas empedradas de la Campiñuela, que drenaron los parajes pantanosos de Los Charcones y Cantalasrranas y proporcionaron una cuña de tierra fértil para uso hortícola; desde los pozos monumentales, como Nuevo y de la Vega, que salpicaron el Camino Real y abastecieron de agua a recuas y rebaños, hasta las ingeniosas alcubillas y fuentes del barranco de Valdeloshuertos (Cayetana, Socavón, etc.), que proveyeron de agua potable a la población; desde los pantanillos, habilitados en arroyos como el Rumblarejo para conducir de agua a las viejas almazaras, hasta los caces y molinos del Rumblar, que facilitaron la molienda de la cosecha de grano obtenida mediante un complejo sistema agrícola de aprovechamiento de los pagos serranos (llamado “roza de cama”)…; en fin, a modo de epílogo de este amplio listado de bienes de carácter etnológico subrayar que, en un espacio muy reducido del conjunto histórico del municipio, un área que no llega a las cinco hectáreas, se contabilizan hoy más de un centenar de pozos para uso doméstico, en la mayoría de los casos de una talla excelente.

Tan vasta enumeración patrimonial no sólo aporta información sobre las diversas soluciones técnicas utilizadas en distintos ámbitos económico-culturales y en diferentes momentos de su historia, también nos ayuda a entender procesos más complejos que, a escala local, han dado forma a la historia cotidiana de un territorio en muchos casos estéril como pocos. El agua, en un territorio sin regulación cárstica o nival que atenúe las fuertes oscilaciones estacionales mediterráneas, ha sido tradicionalmente uno de los recursos más apreciados por agricultores y ganaderos. En este sentido, por tanto, también nos muestra lo escasa y necesaria que es el agua en un entorno ambientalmente crítico como lo es éste, obligándonos a desarrollar un uso racional de ella si nuestro deseo es acorde con criterios de sostenibilidad. Por cierto, criterios muy contrarios al agobiante y férreo monopolio que hoy ejerce el cultivo del olivar.





miércoles, 19 de junio de 2019

Los Caminos de Indias (Andalucía), propuesta








La llegada y colonización de las “Indias Occidentales” (1492), la posterior Circunnavegación comandada por Magallanes y llevada a buen puerto por Elcano (1519-1522) y el establecimiento de la “Carrera de Indias” transformó la ciudad de Sevilla, que se consolida como centro neurálgico de los Reinos Hispanos e impone su frenético ritmo económico y social al continente europeo. La ciudad y su puerto se convierten en el centro mercantil y financiero del viejo mundo, en origen y destino del tráfico de Indias. Este trasiego social, esa transformación económica y cultural, no modeló tan sólo las tierras del Bajo Guadalquivir, sus efectos se extendieron como una mancha de aceite por toda la región, acentuándose en aquellas poblaciones que salpicaban las principales vías de comunicación que iban y venían a Castilla.

De una parte, las Cortes, el poder político y la capacidad decisoria seguían estando en Castilla, hecho que provoca un general trasiego de metales, piedras preciosas, especias y mercancías exóticas desde el puerto de Sevilla al corazón del reino: la Meseta. De otra, era de obligación abastecer a los galeones: de suministros para la tripulación, de géneros y “baratijas” a los mercaderes que comerciaban con las élites transoceánicas y de alimentos adaptados a la dieta europea para la población criolla. Por todo ello, los caminos históricos y las poblaciones que se extienden como un reguero por sus trazas toman un protagonismo principal en la génesis y desarrollo de la “Aventura de Indias”, ya sea por el abastecimiento de productos agroalimentarios, por el trasiego de mercancías o por el movimiento de capital, conocimientos e ideas.

En los albores del siglo XVI serán muchos los caminos históricos que arriben y tengan como punto de partida Sevilla. Cada uno de ellos se especializará en función de su punto de origen, las peculiaridades geomorfológicas de su traza, las posibilidades agroeconómicas de su territorio, el tipo de mercancías que fluye por sus calzadas, etc., pero todos ellos participaron de forma activa en modelar un “nuevo mundo” a uno y otro lado del Océano, en las Indias Occidentales y en las Orientales pero también en el Viejo Continente: en conjunto, vendrán a configurar y consolidar en territorio andaluz una red viaria decisiva, los “Caminos de Indias” por tierra firme. Por su protagonismo histórico y el patrimonio cultural que atesoran, por la riqueza natural y tradición agrogastronómica que poseen, por el trasiego ideológico que fluye por sus “arrecifes”… en general, por la potencialidad turística que presentan, se puede destacar la necesaria puesta en valor de cinco de ellos:

1.- Los Caminos Reales del Azogue

Desde mediados del siglo XVI, el destino final de casi todo el mercurio o azogue producido en Almadén fueron las minas de plata americanas, sobre todo las de Nueva España (México). En América, el azogue se utilizaba para amalgamar los minerales de bajo contenido en plata antes de su introducción en los hornos metalúrgicos, un método que era conocido como beneficio de patio.

Los tres caminos utilizados para transportarlo al puerto de Sevilla, dos carreteros y uno arriero, tenían un tramo común entre Almadén (Ciudad Real) y Azuaga, villa extremeña situado a unos 150 kilómetros al suroeste de Almadén. De esta población partían tres itinerarios, dos de ellos aptos para carretas y el tercero solo para caballerías, que cruzaban Sierra Morena y el Guadalquivir y concluían en las Reales Atarazanas de Sevilla. En este recinto el azogue se volvía a empacar para que no se derramase en la travesía atlántica y se embarcaba en los galeones de la Flota de Indias.

Cada primavera, Los Caminos Reales del Azogue se convertían en un bullicioso escenario tomado por gentes, animales y carros, que en su viaje de regreso aprovechaban para transportar los bienes necesarios para la mina, pero también para abastecer las poblaciones por las que transitaban. Todo ello significó una fuente de intercambio y prosperidad para un amplio territorio.

2.- El Camino Real Cervantino o de la Plata (o de Las Ventas)

Las visitas reales, el tránsito de viajeros ilustres y los primeros turistas de Renacimiento llenaron de vida los mesones y ventas que salpicaban el macizo de Sierra Morena entre las ciudades de Toledo y Córdoba (de ahí el apodo de Camino de las Ventas). El traslado a la Corte de todas las riquezas provenientes del nuevo continente americano, hicieron de este camino un eje viario estratégico, un nudo de comunicaciones entre el norte y el sur de la Península Ibérica. Por aquí pasaban la mayor parte de los viajeros que transitaban de la corte castellana a la Baja Andalucía (Córdoba, Sevilla y Cádiz), o a Málaga a través del Camino del Carpio.

Por otra parte, muchos autores del Siglo de Oro sitúan la acción de sus obras en este camino. Pícaros, reyes, caballeros y damas, amantes, golfines, clérigos y un sinfín de personajes serán los protagonistas de las vivencias creadas por las mayores glorias de la literatura española. El paso por Sierra Morena será cantado por su belleza y temido por sus peligros. En este mismo sentido, este recorrido, que forma parte del histórico Camino Real de Sevilla a León, será el escenario de un buen número de las aventuras y desventuras de don Quijote y es también el primer tramo del camino de retorno a su aldea desde su lugar de penitencia, primero, y desde la venta del Molinillo, después. Es por todo ello que algunos autores proponen apodarlo como “Cervantino”.

3.- El Camino Colombino o Real de Sevilla a Guadalupe

El Camino Real de Sevilla a Guadalupe, también denominado Camino del Sur o Camino Colombino, fue utilizado desde su génesis por los peregrinos de Andalucía Occidental que subían a Guadalupe. Por este camino también peregrinaron al templo mariano miles de cautivos procedentes de las mazmorras de Argel o de los remos de las naves turcas; por esta ruta salieron, rumbo a la aventura americana, muchos soldados que después, sanos, salvos y con algo de hacienda regresaron a dar gracias a la Madre.

No en vano, ya desde el siglo XIV, el monasterio de Guadalupe fue uno de los destinos preferidos de un buen número de peregrinos, viajeros, visitantes, turistas y personajes ilustres la historia de España. Desde Sevilla subió Colón a Guadalupe en 1493 y 1496 (de ahí la denominación de “Colombino”) y Hernán Cortés lo haría en 1528 tras someter al imperio azteca. También los Reyes Católicos realizaron este camino en varias ocasiones, sobre todo, tras la conquista de Granada.

4.- El Camino de Postas del Correo Real

Este Camino, que discurre por tierras de vega y formaba parte del Itinerario Valencia a Sevilla de la Edad Moderna, unía de la manera más corta dos históricas ciudades del valle del Guadalquivir: Sevilla y Córdoba. Pese al mucho tiempo transcurrido y a las numerosas coyunturas históricas negativas que se han dado, este camino no ha desaparecido del mapa viario y hoy mantiene un recorrido muy similar al que tenía desde finales del Imperio Romano.

Los Reyes Católicos, en su afán de centralizar el poder, consideran que una manera de controlar el territorio era a través de las vías de comunicación y de la mayor fluidez de la información, a la sazón, durante su reinado se regulariza el Correo como servicio público de la Corona. En principio sólo sería para el ámbito de lo político, después, con la Carrera de Indias, también se utilizó para la actividad económica y las transacciones mercantiles. Por todo ello y a finales del siglo XVI, el tramo de Sevilla a Córdoba por la margen derecha del Guadalquivir asume la función de itinerario de posta del Correo Real. De esta manera, todo el itinerario se verá salpicado por postas, posadas, puntos de control viario y grandes haciendas agrícolas.

5.- El Camino de los Romanos

Ya desde la prehistoria tardía, el eje viario que discurre paralelo a las aguas del Betis (tradicionalmente conocido como “Vía Augusta) y que comunicaba Gades con las tierras del Alto Guadalquivir y con el levante peninsular -una vez superada Sierra Morena-, se constituyó como una gran vía comercial-cultural, un hilo viario que comunicaba personas, mercancías e ideas. Con seguridad, fue el eje peninsular de comunicación más importante de la antigüedad. A lo largo de la historia, este hecho ha propiciado que su entorno se viera salpicado de calzadas, puentes, castillos y fortalezas, casas de postas y estafetas, haciendas y cortijos, pueblos y ciudades… En líneas generales, este patrimonio histórico cultural ha moldeado el carácter que mejor define lo que hoy es la idiosincrasia andaluza.

Sin tomar partido en los diferentes debates académicos que discuten la existencia de una o varias “Vías Augustas” o los que divergen en la denominación de sus diferentes tramos (Vía Augusta, Vía Heraclea, Camino de Aníbal…), con seguridad se puede afirmar la existencia de un itinerario romano que uniría Sevilla con Córdoba a través de Carmona y Écija, que luego continuaría hasta Cástulo (Linares) por Andújar y Mengíbar (Iliturgi). Por la época que nos trae (siglo XVI), este itinerario de origen ibero-púnico-romano estaría ahora conformado por la suma del primer tramo del camino histórico de Sevilla a León (que discurre por la campiña y la margen izquierda del Guadalquivir hasta Córdoba) y un segundo tramo que formaría parte del Camino Sevilla-Valencia (Córdoba-Linares). Desde Linares, la vía se bifurca en varias alternativas que podrían ser consideradas como prolongaciones, ya sea hacia la Meseta por el Puerto del Rey/Muradal (Camino de Toledo a Granada) o al Levante por el Puerto de Montizón (Linares a Montiel -Mariana-), etc.

Este trazado se caracteriza por la presencia de un importante legado romano, de ahí nuestra propuesta de usar el nombre genérico “Camino de los Romanos”, que por otra parte es como aparece y en numerosas ocasiones es llamado en los topográficos del siglo XIX y XX (no en vano muchos de los municipios por los que discurre están integrados en la Ruta Bética Romana). Durante la Edad Moderna este camino va a posicionarse como un importante eje de desarrollo agroeconómico y de difusión de ideas. Así es, las tierras que bordean el camino y río se verán salpicadas de haciendas y cortijos, de grandes complejos agrarios que van a abastecer de productos alimentarios a los Galeones y Flotas de Indias. Aunque en mayor número serán las caserías aceiteras las que ocupen estas campiñas, no serán las únicas, generalizándose un trasiego mercantil de aceites, vinos, granos, mantas, etc.


miércoles, 8 de mayo de 2019

La desmemoria

I
El crío bajó los escalones del altillo descalzo, con la mayor prudencia y en silencio, apenas levitando sobre los maderos, como si con el peso de sus pocos años quisiera evitar el crujir de tanta historia. La escalera es vieja y quejumbrosa, casi tanto como la casona del Cotanillo que acoge una tahona de toda la vida, la misma que se eleva desde siempre donde la Cuesta de los Herradores muda a altozano. Hay quien sabe de escritos y linajes, que afirma que antes de cocer panes, era ermita y aún antes fue atalaya de guardar aguas y aljibes. Aunque con absoluta verdad sólo se puede jurar que el horno está plantado junto a un palacete de prestigio y lustre, el de los Mármol. Por aquellos años, el caserón volcaba sus mejores prendas a la calle Mestanza, eje viario muy principal y venido a menos que comunicaba la Plaza Mayor con la ermita del Cristo. Situado ya en el “anchuroncete” del descansillo y elevado dos pares de escalones por encima del obrador, se agachó y apretó cuanto pudo a la recia y apolillada baranda de madera, en un intento de esquivar la mirada paterna. Observó fugazmente la tarea de sus mayores, reculó al instante y se acurrucó placenteramente, arropado por aromas a vainilla, canela y limón. Y así, aprovechando la mucha penumbra que dominaba el lugar, intentó en vano fundirse con el paredón de piedra, barro y cal para quedar en nada y seguir descubriendo los trajines de su progenitor. Éste, con media sonrisa y una colilla de tabaco colgando de la comisura de la boca, disimula, aunque hace tiempo que ha barruntado la presencia del vástago. El chiquillo, en el desconocimiento que tiene de todo y en lo mucho que le maravilla lo novedoso, no albergaba más intención que conocer el extraño universo de sus mayores, un escenario que se sumerge en la más oscura noche y empapa el altillo con espléndidos aromas de aceite caliente y cáscara de naranja.
Si se observa desde el exterior, la vetusta tahona asemeja una enorme y achaparrada máquina de vapor, un mastodonte rosa anaranjado que eructa persistentes volutas de humo e impregna la mañana de aromas a pan caliente, aceite desahumado y azúcar tostada. El interior es acogedor, en parte le recuerda la calidez de la cuadra de los abuelos, aunque no sus malolientes pestilencias, o la sugestiva atmósfera de la bodega de decantes del molino aceitero. Allí todo es oscuridad, aquí no hay más luz que la que presta la hornilla desde una esquina de lo más hondo. En el obrador cuelga también un lucero, diminuto y parpadeante, que se eleva apenas un codo sobre los cuarterones de pino de la vieja y robusta mesa de bolear panes. De frente, tras el mostrador, emerge una recia y oronda artesa labrada con el corazón de una encina centenaria, un cuezo dorado que cada noche preña cientos de hogazas y miles de tortas de aceite. Bailando con la mucha penumbra, una masa polvorienta, entre nívea y tostada, duerme plácidamente suspendida y dibuja una atmósfera acogedora, poética, que se posa en cualquier rincón. En el lugar más insospechado y en la esquina más oculta, sobre el encaje de harina, destaca una anotación apenas inteligible, alguna suma, una receta no memorizada o cualquier deuda sin pagar. Perdida la rutina de contar días, el descolorido calendario de pared conserva impreso el borrador de un viejo dicho… y sobre una tela de araña que despide destellos de plata hay escrito un soneto de luz.
Y el niño duerme arropado por una nana de silencio.
A cortos intervalos, sin apenas truncar la plácida monotonía que gesta la soledad, se escucha el plácido retumbar de la chapa que abre y cierra la boca del horno, un quejido armonioso, continuo y cansino. Al cobijo de la hornilla, al amparo de su templanza, una cafetera desportillada espera humeante la callosa mano que no llega, se impacienta y silba con vehemencia.
En el horno, a primera vista, todo es desorden, un disparate, pero cada trasto tiene su lugar y función, como la enorme zafra de aceite, que rezuma bondades a pie de artesa, o un cuezo generoso, un hoyo de madera vieja y olor agrio que fecunda una masa madre secular. De una esquina, donde el olvido campa a sus anchas, unas bielas sobresalen de la pared lateral dando herrumbroso testimonio de lo que fue una tahona mecánica, tan efímera como la triste y corta vida del borrico que girando en redondo le dio utilidad y escasa vida.
El pequeño, que desde el altillo imagina todo un mundo fascinante, va edificando una memoria cotidiana formada con recuerdos que huelen a harina tostada, masa madre y leña verde. De entonces, rememora sonidos a corteza crujiente y crepitar de jara, y la nostalgia le sabe a miga ligera empapada en aceite de oliva, de ésa que te mira con unos ojos enormes y mucha ternura. Desde el otero de sus fantasías aprecia un armario desencajado, un amasijo de tablones que ya no llora lágrimas de resina y sí destila aromas a canela, matalahúga y limón. Una, dos, tres, cuatro…, bajo la atenta mirada del chiquillo la alacena se llena de hojas de lata doradas, de color azúcar tostada, sostén que es de un ejército de golosinas dulces. La tahona evoca en el niño recuerdos que aún no tiene, pálpitos a tierra vieja y aceite nuevo.
El padre alza la vista y lo mira sonriente:
—Venga, baja, ahí te vas a quedar como un pasmarote —le dice con cierto gesto de complicidad.
El chiquillo desciende los escalones de dos en dos y se sitúa en una esquina de la ancha mesa, sobre una vieja caja de madera que lo eleva lo suficiente para dominar el quehacer paterno. Sube los brazos sobre la mesa, como esperando con cierta inquietud las órdenes del mayor. Aprecia que el panadero tiene entre manos una masa aceitosa, muy terrosa, que bajo sus puños y una maestría inquietante va cogiendo consistencia. Primero asemeja un volcán, después parece una esfera irregular y apenas en unos segundos se transforma en una enorme torta circular. El nene, curioso y encandilado, apega la mejilla a la mesa, como intentando precisar el grosor exacto de cada torta…, y así una y otra vez sin llegar a concluir cómo todas pueden ser tan parejas, al milímetro. Entonces, el padre sustrae de un cajón una figura de hojalata, una estrella de cuatro puntas, y en un movimiento frenético y fugaz transforma la mesa en un cielo espolvoreado de astros, pequeños y dulces.
II
Sobre el ancho y negro lienzo de la madrugada, la aurora traza con desgano sus últimas pinceladas y dibuja un día gris, que no quiere desperezarse, tan gélido como el acero que duerme al raso. En su disparatado y vibrante baile, unos murceguillos tempraneros desmadejan la oscura noche y definitivamente enhebran el alba con finos hilos de oro. Las esquilas de San Mateo, de cotidiano inertes y mudas, saludan con alegres tañidos cada mañana de “Viernes de Dolores”.
Viniendo la Semana Santa madrugadora, los últimos días de la cosecha de aceituna se entremezclan con la hacienda repostera propia de tan sacras fechas, y son las señoras, madres y abuelas, las protagonistas de tanto trajín. Y siendo así, en la tahona, apenas despuntan las primeras luces de la mañana, se dan cita la obligación de las unas con la devoción de las otras. Las primeras, embutidas en un sinfín de refajos con los que eludir fríos y barros, armadas de “cascarabitos” con los que deshacer heladas y embozadas de lanas que esgrimir frente a los sabañones; las segundas, lebrillo en cadera y pertrechadas de canastas de vareta de olivo, ascienden la cuesta en un ir y venir, en un trasiego de aceites desahumados, raspaduras de naranja y limón, “papelillos del lobo”, azúcar y vainilla. Las unas y las otras, todas, bullen contagiadas por una algarabía insultante para unas horas tan disparatadas. Y es también el horno, lugar de encuentro de todo un universo humano, un desfile procesional que inaugura el día. Los más adelantados en llegar son los “pajariteros”, quizá los últimos de la temporada, bien pertrechados de aros de hierro y una masa de “alambres retorcidos” que apenas permite reconocerlos. Casi a la par, hacen acto de presencia un número indeterminado de “serranos merinos” y piconeros, los unos austeros y de poca charla, los otros ennegrecidos como la noche de pelear con tanta quema. Y por aquellas horas, hay una terna –guardas de finca, carniceros de chico y el encargado del matadero público– que utiliza la tahona como posta y taberna de sus tratos, que no es otra que la cría y matanza de chotos para provisionar al pueblo de la carne de mayor usanza. E igualmente pasan revista un zapatero de nuevo que charla de sus cosas y de las mejoras del producto con uno de viejo; y el jabonero, que va relatando que no le salen las cuentas con la sosa; y el maestro de obras, que barrunta negocios con el calero… y hasta desfila por allí la recovera con sus “mandaos” y el “sifonero”, que le comenta a uno que dice inventar que el día que los envases de sus gaseosas sean mucho más ligeros, se hace millonario, que lo ve venir. Y éste de los descubrimientos, que habla poco y pone mucho la oreja, predice que está enfrascado con una máquina que aspirará en un santiamén las aceitunas de los olivos, ¡hay cada tarado!
Los primeros aromas ya impregnan unas callejas que en breve serán tomadas por el vuelo rasante y el gorjeo de las primeras golondrinas. A poco, ya en el horno y tras los saludos de rigor, el “panaero”, en su papel de alquimista, reparte equitativamente, según aceite y pretensiones, la sal, el agua…, la levadura. Las señoras, ya en el corte, a modo de extraño ejército de amazonas, brazo “arremangao”, meten en labor el lebrillo de barro. A base de puños, no pocos sudores y una artritis aventajada, no queda otra, emparejan la masa según intención: un sinfín de golosinas que endulzarán las “merendicas” de unas fiestas de tanto guardar. Según avanza la mañana y la faena, el maestro pala, en la boca del horno y en su papel, comienza a agitar violentamente el rabo de su útil como queriendo ganar terreno a las señoras, que con más ahínco se arriman al viejo horno moruno con la intención de seguir con más detalle la cochura de su hacienda: docenas de tortas de aceite y canela, centenares de magdalenas de leche y raspadura de limón, crujientes “sobás” de matalahúga, ajonjolí y un charco de aceite de oliva, hileras e hileras de galletas ralladas, de un intenso olor a huevo y vainilla, y alguna menudencia de cabello de ángel y vino blanco. En una de aquéllas, entre el barullo de las doñas, las carreras de la chiquillería y los juramentos en vano del tahonero, el rabo acaba intencionadamente en la espalda de alguna de las matronas, o de los infantes, apaciguando así el alboroto hasta un nuevo envite.
Finalmente, ante la mirada entre atónita y golosa de los menores, asoman por la boca del horno, humeantes, los “melindres” más aventajados. No son pocas las quemaduras de paladar y más numerosos los dolores de tripa, y todo por apresurase en engullir las primeras chucherías, pero ¡ay!, palos con gusto no duelen. Ahora sí, los aromas a vainilla comienzan a dominar sobre el revuelo y el trajín que regían unos instantes atrás, pese a que el bullicio también ha crecido por los muchos comentarios de la faena. Según avanza el día, el rumor enmudece, las conversaciones se hacen más nítidas, huele a “pringue” cocida, de la buena, y el aroma anisado se cuela en todos y cada uno de los poros de la tahona. Con el renacer de la tierra, vuelven los olores a aceite, las buenas charlas, las correrías de la chiquillería entre lebrillos y canastas, los restregones de masa cruda…, retorna el buen hacer de aquellas largas y espléndidas mañanas de trajín cotidiano. Eran tiempos en los que el reloj andaba más paciente, cuando los pucheros y los guisos, los adobos, las gachas y los dulces se elaboraban con tesón, mucho cariño, buen hacer y mejores materias. Tiempos en los que madres y abuelas, al amparo del cálido vientre moruno, mudaban en arte sus labores culinarias.
III
El chiquillo perdió las ganas de curiosear tras la baranda apolillada, ni siquiera hay baranda, ahora es un elegante antepecho de metacrilato.
La casona principal, la que lucía galas en calle de postín, viste hoy ruinas. Y la tahona ya no es un coloso humeante, ahora es fría, metálica, aséptica… no hay un solo rincón que escape a los hilos blanquecinos de la moderna iluminación, que se cuela en todos y cada uno de los recovecos. Casi que te da un escalofrío cuando comienza la faena. Por no haber, ni rastro hay de los viejos aromas, sólo huele a plástico y cartón. Tampoco hay zafras de aceite de oliva, de las que rezuman sabor a tierra vieja, la yema es en polvo y cualquier elaborado contiene antioxidantes. La masa madre no es agria, se presenta en granitos menudos y es un concepto que se debe explicar, entender y manipular…, “lea las instrucciones adjuntas”. Casi no hay mota de polvo que ensucie la impoluta imagen del novedoso e higiénico “Punto Caliente”.
El horno ya no es un ancho y cálido habitáculo de encuentro y charla, un ir y venir de gentes de todo “pelaje” y muchos tratos, es un local reducido, empequeñecido, apretado por un sinfín de estanterías de plástico rígido y cajas de mercaderías venidas de cualquier confín del mundo. Ya no queda ni asomo de la vieja y eterna cafetera de porcelana, ni de sus aromas torrefactos. No permanece siquiera el rincón que ocupaba a la diestra de la boca del horno, junto a la cazuelilla de las cuchillas de corte y las barberas desbastadas. El soniquete de la portilla del horno yace mudo bajo el metálico brillo del olvido. Ya no es el horno un vientre cálido, ahora es un infierno de armario que cierra herméticamente, un ingenio del demonio que se traga de una tacada, sin necesidad de hornero ni maña, un helado fardo de globalidad que sin despeinarse fulmina la memoria de todo un pueblo.
Las aceituneras ya no lucen sus pesados refajos, ahora visten mono y andan equipadas como si fueran a conquistar algún satélite lunar. El eco que mece el viento ha mudado. Ya no hay palique ni alegría, no queda huella de aquellos chismes picantes, cuentos y despellejes simpáticos, ahora retumba un estruendo impenitente, continuo, molesto. Las voces callan y un ruido insoportable se esparce por cada una de las “camás” de olivos, donde domina la más estricta disciplina de una cadena de montaje.
Y siendo de tal forma, el niño viejo reconoce que hay asuntos que andan por mejor camino, pues mujer y hombre van ahora más parejos en derechos y obligaciones… o así lo parece.
Con todo, de las entretelas del olvido emergen algunas de aquellas señoras, que lebrillo en cadera, armadas de canastas y paños, bullen en un trajín repostero casi milenario que impregna las callejas de aromas familiares, casi mágicos. ¡Cada vez son menos! Y estas matronas, tirando de los últimos flecos de nuestros saberes, le siguen dando forma al hornazo del “Domingo de Resurrección”, la perfecta comunión entre la harina de trigo y el aceite de oliva, una torta dulce que con unos delgados tentáculos engulle un huevo. Entiéndase a modo de metáfora, es como si la tradición tratara de estrecharse en un abrazo con la eterna renovación que contrariamente nunca parece llegar.
El niño viejo, protegido por la sombra que le ofrece su desmemoria, piensa que en un suspiro se le ha ido un mundo. Y reconoce que nuestro pueblo, donde todo son carreras y consumo, donde es fácil olvidar de dónde se viene, aún conserva el cucharro, el encuentro culinario y cotidiano más enraizado con la tradición cultural. Desposorio inmemorial entre el pan de ojos grandes y el aceite de oliva generoso, este moño de miga blanca y corteza crujiente se viste con lo sencillo y paciente, con el churre de un tomate “estrujao”, bacalao, aceitunas “machacás” y rábano, y se disfruta a la sombra de la historia. El niño viejo eleva la cabeza, calcula la hora y se da un respiro.
—Sí —reconoce—, en Andalucía las plazuelas siempre deben vestirse con un árbol que dé cobijo. Y nuestra Cultura, ¿qué necesita nuestra Cultura? ¡Ay!, precisa de memoria a la que aferrarse.