Andábamos por el Peñón Gordo en una tarde noche
revuelta, de cabañuelas en retornas, barruntando donde poner el hato y
rememorando aún la última hazaña, la de días atrás en noche con media luna. No
teniendo mejor mula que aparejar, nos dio por acercarnos al cementerio y
pavonear de audaces cuando no de muy osados, pues, según dijo uno, con motivo
de tanto emigrante y con la finalidad de que pudieran visitar el último asiento
de sus difuntos, el Narro, a la sazón guardián de aquella hacienda, había
dejado de par en par las puertas de tan silenciosa cortijá.
A la retranca supimos de la poca certeza de aquella
afirmación.
A la ida y ya puestos en verea, por aprovechar el viaje, cada cual cogió una sandia o un melón,
según gusto y como le terció, de un huerto que se nos puso por delante. Yendo
ya cada uno con su correspondiente carga, doblamos la última curva para darnos
de una con la rectilla que nos ponía por delante la Peñasca. Fuera por los tétricos comentarios derramados por el
camino, fuera por la poca luna o por las cimbreantes sombras de la arboleda, el
que iba por delante no tuvo otra idea que inventar y vocear a plena voz que
veía a lo lejos, detrás de la reja, como se paseaban los fantasmas. ¡¡¡Espantá general!!! El último, no
queriendo quedar de invitado de tan respetable concurrencia y para correr con
más brío, no tuvo otra agudeza que tirar su presa hacia delante, por encima de
las cabezas de los compadres. Tal fue la lanzada, que la sandía fue a caer en
mitad de los fugitivos haciéndose trizas. La compañía, creyendo que las ánimas
les agarraban de los cataplines, se tiró cuerpo a tierra desportillándose
contra los duros terrones de las camás.
Por no liarla, como ocurrió en el día de marras, ahora
se tomó la determinación de inventar sin meternos en sembrao.
Como esa noche teníamos partía larga y nos pillaba a
tiro de piedra el Pilarejo, a uno le dio por proponer si nos echábamos palante para verle la cara al espantajo
de la Encantá. Otro, que ufano no sabía cómo alardear del novedoso reloj
digital que colgaba de su muñeca, propuso bajar el primero, saludar a la doña,
dejar la máquina sobre el brocal del lavadero y regresar por las mismas. El
siguiente, y al amparo de la luna llena, bajaría a recogerlo. Uno tras otro
haría otro tanto hasta que la joya regresara de una a su dueño. Y así se
procedió.
Situado
a media cabecera del barranco, en un lugar de umbría eterna y mucho
chortalillo, se cuenta que con las primeras luces, cuando las mozas casaderas
van a hacer la colada, una señora vestida como la noche las toca y les pide vez
en la fila. Cuando van a contestar, el engendro desaparece como en un
encantamiento. En otras ocasiones y detrás de una retama, se escucha su ronca
voz susurrar lamentos. Quien tiene la suerte en contra y observa la faz de la
propietaria, afirma ver una cara llena de llagas que refleja inmensos dolores A
partir del ese momento su vida se ve rodeada de inmediato de desgracias que
cesan con la muerte del visionario. También dicen que los peores momentos se
viven cuando se hace de noche y te coge la oscuridad lavando: a la luz de la
luna, la mujer de turno no ve reflejado en el agua su semblante, por contra
observa el de una señora de gran belleza que le extiende la mano mientras le
pide con embrujo que la sustituya en su eterno encierro. Aunque se niega, a la
fuerza intenta sumirla en las profundidades del venero.
Al comienzo, el asunto fue bien, todo el mundo callaba
por la incertidumbre de lo que podía pasar. El silencio dominaba en el
cónclave. Todo cambio cuando regresaron los primeros haciendo alardes de su
arrojo, los murmullos inundaron la escena. A renglón seguido, cuando eran más
los de vuelta que los que faltaban que bajar, los primeros comenzaron a relatar
historias de mucho meter miedo en el cuerpo con el fin de amedrentar a los que
quedaban. Hasta que a uno se le hincharon las narices y dijo que no bajaba, que
el reloj pa la Encantá. Y allí se quedó,
en la penumbra del Pilarejo.
Hay quien dice que desde entonces el espantajo no se
guía ni por la luna ni por las estrellas, que ahora utiliza el reloj, que la
pila era de mucha tralla.
Castillo y Peñón Gordo, en primer término
Fotografías: Antonio Moreno "Miraves"
Fotografías: Antonio Moreno "Miraves"
Interesantes tus relatos.
ResponderEliminarQué lejos van quedando
Encarna, nosotros nos quedamos atrás
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