A lo
largo del día se dan ciertos trances que nos parecen de lo más apacibles, son
momentos tan placenteros que estimamos que durante su trascurso nada perverso puede
suceder. Así acontece con la aurora, cuando bosteza con timidez anunciando la primera
luz del día. Otro tanto tiene lugar con la mañana más soleada, cuando el astro se
pasea plácidamente iluminando cada una de las callejas que llevan a la plaza; o
con la silenciosa madrugada, que cuando estima oportuno estalla en millones de
puntitos luminosos. Pero, contradictoriamente, en muchas ocasiones suele ocurrir lo contrario. Así es, en cualquier instante la madre Hécate decide tejer los hilos que visten
la noche más tenebrosa para que los cielos descarguen la tormenta más terrible.
Y de tal manera, sin salirse un renglón de ese trágico dictado, una plácida
mañana, que a la postre también fue funesta, la diosa alzó un negro velo y la gladius romana cayó impenitente sobre el
pueblo más recóndito de los bastetanos,
sembrando fuego y cosechando sangre.
Encogido en la
penumbra interior, aprecié que el semisótano era encorsetado y fresco, que olía
a yeso y cal, a muy limpio. Por las rendijas del portalillo la tarde hilvanaba
destellos de luz, delgados hilos blanco nacarados que me obligaron a entornar la
vista. Por delante mía, al otro lado de la portilla, el habitáculo principal se
derramaba con anchura dejando entrever las ásperas ruedas de dos molinos,
algunas ánforas, mucho grano y un desconfiado roedor que no acertaba a
comprender el repentino abandono del lugar. Las muelas aún cobijaban los
rescoldos de su faena: un encaje de harina desmigajada, el sudor de la fatiga y
el intenso olor a grano seco. El lugar desprendía aromas a tierra vieja y
aceite nuevo, aún olía a vida.
Pero en un instante
la tarde se vistió con una toga rojo amarillenta y el silencio se calzó de
estridencias. En un momento el mundo se desmoronó emitiendo un crujido de
impotencia, como el sonido de un coscurro de pan duro al hacerse trizas. Encastrado,
obligado a no escuchar y sí olvidar, a la desmemoria de los míos y de hacer
caso omiso de lo que arrasaba el invasor, sólo llegué a oír el crepitar de las
vigas, el aullido de los hombres y el sollozo de las mujeres. Mientras tanto, la
atmósfera se embozaba con aromas de romero, lavanda y resinas achicharrados y la
oscuridad arropó con su negra mantilla el universo de los perdedores. Y entonces,
tan solo entonces, necesité que un susurro me insuflara aliento, pero solo
escuché gritos desgarradores. Necesité de la cordialidad de la mano amiga, pero
solo aprecié la aspereza del olvido. Necesité oler el sudor y las lágrimas, la
sal que desprenden y que atestiguan que estás vivo, pero solo olfateé tizones y
carne abrasada. Y fue en aquel preciso instante, cuando la oscuridad me selló la
vista, que recordé el vaivén de la espiga dorada y evoqué la calidez de la ubre
henchida de leche tibia. Rememoré entonces cientos de cosas sencillas mientras la
muerte me llevaba en volandas.
De nada sirvió el
sacrificio de mis padres y la estrategia de ocultarme en el semisótano. Una
punzada de viento achuchó un ovillo de fuego al interior de la casa y mi hacienda,
mi vida, fueron pasto de las llamas. Reinó el silencio más cruento.
La parca aún me
concedió un instante. Una rendija de consciencia me permitió apreciar un
rosario de minúsculas lucecitas que se elevaban con movimientos ondulantes,
luciérnagas de oscilaciones quebradas que salpicaron de pequeñas motas de claridad
las sombras de que dormían entre callejas y casonas escalonadas, remolinos de
humo que bailaron al son de la helada muerte, pavesas balanceadas por el
viento, almas menudas que se escaparon en movimientos concéntricos hacia el
cielo que las reclamaba: una negra gasa salpicada por miles de estrellitas que
esperaban, los ancestros. El olvido.
Cuando aquella aciaga
mañana despuntó el astro, yo era Sakarbik,
del pueblo de los bastetanos, un chico inquieto y parlanchín. Ahora no soy
nada, tan sólo desmemoria, cenizas.
Cerro de la Cruz, Almedinilla. Siglo II a.C.
Interesante texto...me evoca el Cerro del Cueto y me reafirma en la idea de que el Castillo no sólo tuvo uso militar...una tierra de provisión en la que vivir en paz.
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