viernes, 2 de agosto de 2019

Cenizas

A lo largo del día se dan ciertos trances que nos parecen de lo más apacibles, son momentos tan placenteros que estimamos que durante su trascurso nada perverso puede suceder. Así acontece con la aurora, cuando bosteza con timidez anunciando la primera luz del día. Otro tanto tiene lugar con la mañana más soleada, cuando el astro se pasea plácidamente iluminando cada una de las callejas que llevan a la plaza; o con la silenciosa madrugada, que cuando estima oportuno estalla en millones de puntitos luminosos. Pero, contradictoriamente, en muchas ocasiones suele ocurrir lo contrario. Así es, en cualquier instante la madre Hécate decide tejer los hilos que visten la noche más tenebrosa para que los cielos descarguen la tormenta más terrible. Y de tal manera, sin salirse un renglón de ese trágico dictado, una plácida mañana, que a la postre también fue funesta, la diosa alzó un negro velo y la gladius romana cayó impenitente sobre el pueblo más recóndito de los bastetanos, sembrando fuego y cosechando sangre.
Encogido en la penumbra interior, aprecié que el semisótano era encorsetado y fresco, que olía a yeso y cal, a muy limpio. Por las rendijas del portalillo la tarde hilvanaba destellos de luz, delgados hilos blanco nacarados que me obligaron a entornar la vista. Por delante mía, al otro lado de la portilla, el habitáculo principal se derramaba con anchura dejando entrever las ásperas ruedas de dos molinos, algunas ánforas, mucho grano y un desconfiado roedor que no acertaba a comprender el repentino abandono del lugar. Las muelas aún cobijaban los rescoldos de su faena: un encaje de harina desmigajada, el sudor de la fatiga y el intenso olor a grano seco. El lugar desprendía aromas a tierra vieja y aceite nuevo, aún olía a vida.
Pero en un instante la tarde se vistió con una toga rojo amarillenta y el silencio se calzó de estridencias. En un momento el mundo se desmoronó emitiendo un crujido de impotencia, como el sonido de un coscurro de pan duro al hacerse trizas. Encastrado, obligado a no escuchar y sí olvidar, a la desmemoria de los míos y de hacer caso omiso de lo que arrasaba el invasor, sólo llegué a oír el crepitar de las vigas, el aullido de los hombres y el sollozo de las mujeres. Mientras tanto, la atmósfera se embozaba con aromas de romero, lavanda y resinas achicharrados y la oscuridad arropó con su negra mantilla el universo de los perdedores. Y entonces, tan solo entonces, necesité que un susurro me insuflara aliento, pero solo escuché gritos desgarradores. Necesité de la cordialidad de la mano amiga, pero solo aprecié la aspereza del olvido. Necesité oler el sudor y las lágrimas, la sal que desprenden y que atestiguan que estás vivo, pero solo olfateé tizones y carne abrasada. Y fue en aquel preciso instante, cuando la oscuridad me selló la vista, que recordé el vaivén de la espiga dorada y evoqué la calidez de la ubre henchida de leche tibia. Rememoré entonces cientos de cosas sencillas mientras la muerte me llevaba en volandas.
De nada sirvió el sacrificio de mis padres y la estrategia de ocultarme en el semisótano. Una punzada de viento achuchó un ovillo de fuego al interior de la casa y mi hacienda, mi vida, fueron pasto de las llamas. Reinó el silencio más cruento.
La parca aún me concedió un instante. Una rendija de consciencia me permitió apreciar un rosario de minúsculas lucecitas que se elevaban con movimientos ondulantes, luciérnagas de oscilaciones quebradas que salpicaron de pequeñas motas de claridad las sombras de que dormían entre callejas y casonas escalonadas, remolinos de humo que bailaron al son de la helada muerte, pavesas balanceadas por el viento, almas menudas que se escaparon en movimientos concéntricos hacia el cielo que las reclamaba: una negra gasa salpicada por miles de estrellitas que esperaban, los ancestros. El olvido.
Cuando aquella aciaga mañana despuntó el astro, yo era Sakarbik, del pueblo de los bastetanos, un chico inquieto y parlanchín. Ahora no soy nada, tan sólo desmemoria, cenizas.

Cerro de la Cruz, Almedinilla. Siglo II a.C.

1 comentario:

  1. Interesante texto...me evoca el Cerro del Cueto y me reafirma en la idea de que el Castillo no sólo tuvo uso militar...una tierra de provisión en la que vivir en paz.

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