No le tenía mucho apego a las debidas normas higiénicas, como tampoco las tenían mis amigos o, en general, los chiquillos de Baños; tampoco creo que fuéramos una excepción a la norma de la zagalería de los pueblos de los primeros setenta.
En general, ante las escasez de “marcianitos”, grandes dosis de imaginación y la calle por delante, crecíamos con verdadero azogue; primer ingrediente, imprescindible, para que el barreño de zinc estuviera permanentemente a la orden del día. Si, además, uno vive al lado y revuelto con una vaquería, la de Juan Manuel “el de la tonta”, el lebrillo de metal se hacía más que necesario. Andurrear por los basureros en busca de cualquier cosa que no valiera para nada, era también imprescindible en la dosis.
Pero ahora, llegado el trasunto y el agua corriente era tan corriente que, más que del tiempo, parecía del norte. El aparato para calentar el agua, el susodicho calentador, era tan extraño a nuestras gentes como el propio “wáter”, la mayor de las veces ausente o simulado en un simple agujero de ratas, como ocurría en casa de mi abuela Manuela. Así que, con estos antecedentes, no era de extrañar la roña que solía adornar en mayor o menor medida, según capacidades, el envés de la espinilla. Memorables eran los baños casi comunales del patio de mi tía Rafaela al callado grito de “sálvese quién pueda” intentando salir por los corrales de las cabras.
Dignas de mención eran algunas de las estratagemas que usaba para esquivar el interés higienista de mi abuela Pura, como aquellos días que echaba tierra de la maceta (estratégicamente situada con anterioridad en la ventana del flamante cuarto de baño) en la bañera, ennegreciendo el agua y dando rienda suelta a la vanidad de mi abuela que se mostraba ufana de los logros con su esquivo nieto.
Pero la naturaleza humana, que todo lo muda, vino a poner las cosas en su sitio haciendo valer su mandato. Andábamos por cuarto del viejo E.G.B. cuando vino a atosigar nuestra calma una primera remesa de niñas que procedía del Convento, dejando clara evidencia de los primeros cambios del Sistema. Bastó un ¡qué mal oléis! para que la mudanza hoyara en la más profundo de nuestro orgullo de “machito”. Ese día, como por casualidad, descubrí una piedra arrugada que andaba perdida por una esquina de la bañera, y su función, ¡vaya si la conocí! Pasé de mi honrosa roña bien negra a despellejarme como un cochino, ¡maldita piedra pómez!
Espero que en esta mudanza, la de mi blog, los excesos hayan quedado en lo mínimo y no afecten al barrunto de la cosa que tenía por buen fin.
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